Sitges 2021: “Titane” (Ducournau), “Nitram” (Kurzel), “La abuela” (Plaza)

Por Jordi Campeny.

Tras el Festival de Sitges uno entra de lleno en el otoño. Los diez días que dura el certamen, tan repleto de cine y de vivencias, actúan como una especie de alargado punto de inflexión que deja definitivamente atrás los últimos coletazos del verano y te sitúa al otro lado de la orilla. Es inevitable sentir una leve melancolía, fruto de la resaca emocional por todo lo visto y vivido. Los madrugones, el cansancio, las colas, los amigos, un sinfín de películas, el entusiasmo y pasión por el cine que retumban en cada rincón de un modo difícil de encontrar en otro lugar. El Festival de Cinema Fantàstic de Catalunya, repleto de propuestas violentas, sangre, muerte y locura, es paradójicamente un espacio-nido donde sentirse seguro y genuinamente feliz.

Ha sido el segundo Festival en pandemia, aunque este 2021 ya se ha acercado más a la vieja normalidad -a pesar de las mascarillas-. El público ha respondido entusiasta a las propuestas de este año, ha llenado Sitges de nuevo; muchas entradas volaron nada más ponerse a la venta. Los aullidos del hombre lobo han inundado las plateas. Y, precisamente en el año del lobo, la película que ha ganado el Festival -y que representará a Islandia en los Oscar- lo protagoniza un cordero. Lamb ha sido uno de los títulos indiscutibles de este año; el palmarés y el entusiasmo general dan fe de ello. Como cada año, muchas propuestas vistas quedarán en el recuerdo y tantas otras caerán en el olvido. Recordaremos The Innocents, este macabro cuento noruego de niños malvados con superpoderes. La sobria, elegante y juguetona película española Tres, con una gran Marta Nieto, que nos invita a contemplar el artificio cinematográfico desde dentro. La película inaugural Mona Lisa and the Blood Moon; un irresistible guilty pleasure, enérgico y subversivo, que fluye al ritmo de una memorable banda sonora de temazos electrónicos. La controvertida y espartana Earwig, de lentísima cocción y portentosa puesta en escena, que conviene ver, tal como nos recomendó la propia directora, Lucile Hadzihalilovic, depositando el cerebro en la butaca de al lado y dejándose encerrar, durante dos horas, en la jaula mental que propone. La muy cool y disfrutona última película de Edgar Wright, Last Night in Soho, repleta de guiños, viajes en el tiempo, neones, espejos y alma sesentera. La interesante e injustamente denostada The Medium, falso documental cuya primera parte propone un acercamiento antropológico al estilo de vida y ritos chamánicos de una comunidad rural tailandesa para acabar convirtiéndose en un salvaje relato de posesiones, gore y macabro, enfermizo y muy efectivo. Puro Sitges.

Para acabar, nos detenemos brevemente en tres de las propuestas más relevantes que hemos disfrutado en este inolvidable Sitges 2021. Tras un parpadeo, nos reencontramos en la próxima edición.

Titane (Julia Ducournau)

El día previo a su estreno en salas, pudimos disfrutar en Sitges de la flamante Palma de Oro de Julia Ducournau; un terremoto que es pura catarsis, una pesadilla metálica que sabe conectar como pocas con nuestro presente esquizofrénico, una fábula violenta sobre los cuerpos en transición y el desconcierto vital. La controvertida, vertiginosa y radical Titane. Desde ya, un título de culto.

En su anterior película, Crudo, quizás más concisa, Ducournau ya apuntaba a algunos temas que desarrollaría con más complejidad en su siguiente trabajo: la familia como entidad castradora o la transformación brutal de los cuerpos. Aquí va un poco más allá y no tiene remilgos a la hora de dinamitar roles y mostrar la violencia más salvaje y descarnada -jamás gratuita; siempre como forma de canalización de los sentimientos y tormentos interiores-. Aunque la película está repleta de referencias -de Cronenberg a Noé, de Verhoeven a Lanthimos, pasando por Tarantino-, ésta va mutando -del thriller al drama, de la ciencia ficción al body horror– , y termina estallando en nuestra cara un artefacto originalísimo, rabioso y distinto a todo. Ultraviolento y extrañamente hermoso. Un film de género que resquebraja los códigos del género. Y de los géneros.

 

Nitram (Justin Kurzel)

El director australiano Justin Kurzel cambia el estilo grandilocuente y enfático de algunos de sus trabajos más célebres para acercarse sin artificios, con rigor y trazo sobrio, a la mente torturada de Martin Bryant, que en abril de 1996 asesinó a 35 personas e hirió a otras 23 en Port Arthur, Tasmania.

Puede que sea la película más alejada de los códigos del género y con menos violencia explícita que hemos visto estos días –Kurzel decide situar los estallidos de violencia y la barbarie fuera de campo-. Sin embargo, su radiografía de un personaje y un ambiente defectuosos, una mirada desprejuiciada e incluso compasiva del monstruo, la exploración de los condicionantes que condujeron a la masacre y unas extraordinarias interpretaciones de Caleb Landry Jones -galardonado con el premio a mejor actor en el Festival de Cannes- y Judy Davis, consiguen que Nitram resulte una de las propuestas más crudas, incómodas y aterradoras de la temporada.

 

La abuela (Paco Plaza)

Despedimos la edición de este año con la esperada nueva película del director Paco Plaza, con guión del gran Carlos Vermut, La abuela. Un cuento aterrador, ambiguo, atmosférico. El broche de oro perfecto.

En ella, Susana (Almudena Amor, actriz que despega en el cine español de la mano de Plaza y León de AranoaEl buen patrón-) deja su vida de modelo en París para regresar a Madrid a cuidar de su abuela (Vera Valdez), quien acaba de sufrir un derrame cerebral, mientras busca una cuidadora. Los días, que se auguraban dolorosos y plácidos, acaban convirtiéndose en una pesadilla.

Con un manejo absoluto de los códigos del género, una suntuosa caligrafía visual y sus múltiples guiños y pinceladas kitsch, la película ofrece al público todo aquello que espera. Expone, además, disfrazado de cuento de terror, uno de los miedos más atávicos y acuciantes: el miedo a envejecer, a la decrepitud y a la muerte. La escritora danesa Tove Ditlevsen lo vio claro cuando todavía era una niña: la muerte no es un dulce adormecerse, como creí un día. Es brutal, asquerosa y maloliente.

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