“Okaeri”, Eduardo Chivite

Por Francisco Onieva.

BIENVENIDO A CASA

“Okaeri”, cuya traducción podría ser “bienvenido a casa”, es la expresión coloquial japonesa que utilizan las personas que viven bajo un mismo techo para dirigirse a quien regresa al hogar. Este es el escueto y significativo título del primer poemario de Eduardo Chivite (Córdoba, 1976), trece años después de la aparición de Sharaija murió con trece años (La Bella Varsovia, 2008), una obra singular e inclasificable en torno a la infancia, en la cual se funden poesía, narrativa y teatro.

“Okaeri”, por tanto, sería el saludo gozoso y agradecido con que el autor se dirige a una creación que regresa, ahora completa, al espacio íntimo que supone las manos del lector. Pero, al mismo tiempo, le sirve, por un lado, para incardinar su discurso en lo cotidiano -con tal finalidad, acude a un lenguaje sencillo y directo, cargado de sugerencia y de dulzura-; por otro, para situarlo en la esfera de lo personal, pues nace de las circunstancias vitales de quien escribe, con lo que la escritura se convierte en confidencia.

Chivite es uno de esos poetas para los que la poesía es camino y, así, desde los dieciocho años ha coordinado varias actividades culturales que han dinamizado la vida poética de su ciudad y ha publicado en múltiples medios antes de atreverse con el formato libro. No en vano, quien lo conoce desde sus primeros escarceos cae inevitablemente en la tentación de realizar una prescindible labor de arqueología con la intención de localizar los versos o títulos que le son familiares. De hecho, el lector ha podido leer con anterioridad nueve o diez poemas en alguna “plaquette” (Limbo n.º 8), blog (Las afinidades electivas), página web (Biblioteca universitaria de Córdoba), libro colectivo (En pie de paz) o antología (Edad presente, Las Noches del Cangrejo. Poetas en Platea, Antología del beso, Terreno fértil ). De ellos, que apenas hayan sufrido modificaciones tan solo hay dos: “Las hermosas” y “La meditación de Xue Xie”. Lo normal es que el proceso de reescritura haya sido intenso. Así, los hay que únicamente mantienen el título -“Poema para leer en tren”, antes publicado como “Poema de amor para leer en tren”, del que solo permanecen dos versos; “In vino veritas”, del cual sobrevive el título; y “De cómo mi madre nos enseñó a contemplar la muerte”, adelgazado a conciencia-; que han sido desbrozados y pulidos al tiempo que se le han añadido partes completas -“Les mains de Jeanne-Marie”, cuya primera sección, que serían los versos más antiguos, ha sido limada hasta engastarla con los versos más recientes; y “Anotaciones para una futura poética del amor”, amplificación de un poema de tres versos-; que son fusión de varios poemas y conservan el título de uno -“De los efectos de la tristeza” y “Cosas de pájaro”-, e, incluso, que han sido creados a partir de algún verso y no guardan ni el título -”Canción indígena”-.

Este estéril ejercicio filológico no le resta valor al volumen, sino que viene a ratificar la concepción unitaria del mismo, pues aunque recoja textos separados por casi dos décadas, el proceso de revisión, reescritura y corrección ha conseguido dar unidad a un conjunto que corría el riesgo de quedar deslavazado. Dicha unidad se sustenta tanto en el punto de vista que adopta el poeta, cuyos poemas están fuertemente imbricados en sus coordenadas vitales, como en su peculiar mirada, que configura una cosmovisión en la que la infancia y el amor son los ejes de ordenadas y abscisas.

La infancia deja composiciones tan interesantes como “La casa enterrada” o “Infancia” y llega a imbricarse con la adolescencia, creando un espacio mítico (“Adolescente”) en el que tienen gran importancia la amistad -que se celebra en poemas como “De los efectos de la tristeza” o “De Amicitia”- y la poesía -“Escribir lento” o “Collage”-. Sin embargo, el gran pilar de este territorio es la madre, cuya presencia irradia sobre varios textos, convirtiéndose en la protagonista de “De cómo mi madre nos enseñó a contemplar la muerte”.

Pero, el tema fundamental de Okaeri (editorial Cántico) es el amor, no en vano está precedido por la explícita dedicatoria “A mi esposa Marta”. La importancia axial del matrimonio le lleva a anteponer el sustantivo “esposa”, que actúa como núcleo del sintagma. En este sentido, son varios los poemas en los que se celebra el amor correspondido y vivido en plenitud: “Los peligros de amar a una lexicógrafa”, “Poema nupcial”, “Mañana de domingo sin paisaje”, “Carta para después de la lluvia”, “Nuestra hija”, donde además late el deseo de ser padre como forma máxima de consumar el amor, o “Canción indígena”. Junto a este amor correspondido, también aparece el idealizado y añorado (“Cosas de pájaro”) y el desengañado y doloroso (“In vino veritas”).

El tono idílico, mágico y mítico con que la mirada del escritor acomete la recreación del pasado y del presente se sustenta en la propia selección léxica y de las imágenes, pero también en lo oriental, que va más allá del título o de textos como “La meditación de Xue Xie”, “Kangis” o el protocolario haiku impuro que actúa de cierre (“Octubre”), y condiciona su visión del mundo, que indaga en los pequeños detalles para buscar, a partir de ellos, una suerte de trascendencia.

El resultado son veintiocho poemas en prosa, íntimamente trabados -entre los que se intercalan armónicamente diez láminas de Miguel Gómez Losada- que escudriñan la fértil grieta de la que brota el misterio y se mueven entre la inocencia y el asombro, entre la delicadeza y la gratitud, entre la ternura y la celebración.

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