“Los adioses del trigo”, de Javier Calderón

Por Jorge de Arco.

    Tras la publicación en 2018 de Ángulo muerto, ve la luz Los adioses del trigo, segundo libro de Javier Calderón, galardonado con el premio de poesía joven “Antonio Carvajal” en su última convocatoria, publicado en Hiperión.

En el afán de una dicción predicativa, donde el sujeto lírico abarque con detalle una acentuada expresividad denotativa, el poeta alicantino ha conformado un poemario que redefine con rotundidad su voz y su conciencia.

La pulsión versal y la ajustada cadencia que aúnan el conjunto, permiten codificar sus significados a través de asociaciones de imágenes que sobrepasan el valor unívoco de las palabras. La realidad, la evocación, la memoria…, alternan en estas páginas con estadios intuitivos y solidarios que postulan una escritura representativa de la mudanza sentimental de un yo consciente de sus intenciones y, al cabo, de sus actos:

 

No creo en los valores. Estoy solo.

Me sumerjo en el éxtasis de lo idéntico,

en la bruma que corona tras la barra

el nuevo santo de nuestras degluciones.

 

No os miro. No me miráis.

 

Claro que, a medida que esa autoexploración va trazando las percepciones que suponen lo inefable, la percepción indefinible del logos, lo empírico se torna materia más cercana, más cómplice. Lo absoluto, o lo que es lo mismo, el poema, se convierte en la pulpa de una circunstancia que debe ser aprovechada para inventariar lo vivido:

 

En un desierto creció una flor.

 

te dije qué hacemos con ella

mientras te entregaba

con los labios sucios

los pétalos mordidos quemado el tallo

un desierto más árido y solo

sin flores que cuidar.

 

    A su vez, el amor va convirtiéndose en tentación perpetua, en esencia que se anuda a los orígenes. De ese modo, Javier Calderón orilla su verso desde una ámbito revelador de su propia metafísica, en tanto atraviesa la consciencia hasta alcanzar la geografía de lo conceptual. El sujeto poético se sabe continuidad de una existencia que se sitúa más allá de su propia identidad. Lo intenso, lo placentero, lo doliente, lo pasional…, se hacen impresiones constantes y variables, y penetran sin margen de supresión en lo íntimo.

A fin de cuentas, la simbología ulterior de lo mortal e inmortal será una forma de otredad, un diálogo inacabado con el mañana:

 

Algún día abriré todas las puertas

y cantaré tu nombre como se planta un árbol

y bailarán entonces los muertos con los vivos.

 

Algún día diré que la certeza

de las flores nos tiende un puente hacia el futuro

y miraré tu cuerpo enlodazado

perdido en un temblor de tallos y canciones.

 

Cobijado en la certeza de que la razón vital no es tan sólo certidumbre sino un síntoma de concesión al propio irracionalismo, el autor alicantino amplia su horizonte cognitivo y entiende su realidad desde un plano social, y también histórico. De ahí, que su mirada alcance a contemplar el proyecto inacabado de todo individuo, su condición sentimental de nómada, la inevitable dialéctica de un destino que incide una y otra vez en su finitud:

 

Es muy tarde. Pronuncias la noche

y mi cuerpo de paja se tiñe de noche.

Despliego ante ti una sola gota de noche.

Sorbes mi gota. El misterio pronuncia

el misterio.

 

Despliego ante ti los adioses del trigo.

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