Reaprender a vivir con los clásicos

José Luis Trullo.- Que los clásicos son eternos resulta una afirmación recurrente, pero no por ello menos cierta. Aunque cada época elige cuáles son aquellos que mejor se ajustan a sus propios intereses (y cabe recordar, no sin estupor, que en el siglo XVIII hubo quien consideraba que ni Homero ni Shakespeare merecían dicha consideración, por su escandalosa falta de decoro), no ha existido ni existirá ninguna que no cuente con su panteón particular de autores a los que asomarse y de los que beber. Y es que, como bien nos advierte la hermenéutica, toda época se construye de un modo dialógico con el pasado: incluso aquellas propuestas culturales más revolucionarias e innovadoras tomaron como punto de apoyo algún precedente en el tiempo que les brindase una base y, en cierto modo, también un modelo.

La vigencia de los clásicos, pues, aparte de por su valor intrínseco, se explica por una dimensión práctica, moral, en la medida en que apelan a una naturaleza humana compartida por todos los tiempos (y quién sabe si todas las latitudes, según propugna la philosophia perennis). Podría decirse: “dime qué consideras clásico, y te diré quién eres”.

Para Pive Amador, autor de El arte de vivir (Renacimiento, 2020), clásicos son aquellos escritores que han reflexionado acerca de la vida, de su valor intrínseco y del mejor modo de conducirse uno mismo y en relación con los demás. No puedo estar más de acuerdo con él: en la línea de la tradición humanista, el saber consiste, ante todo, en saber vivir (hasta el punto de que Gracián advertía, en su Oráculo manual, que “no se vive si no se sabe”), en elucidar qué debemos tener claro para no ser excesivamente desgraciados ni provocar demasiados estragos en nuestro entorno; no se trata de acumular conocimientos estériles, sino de invertirlos en la implementación de pautas de conducta bien fundamentadas. En un tiempo como el nuestro, en el que hay quien propugna el relativismo como absoluto -hasta el punto de postular la inexistencia de una naturaleza humana-, una propuesta semejante ya nos parece, cuanto menos, estimulante.

Así las cosas, Amador se propone demostrarnos, con citas extraídas de la obra de Gracián, pero también de muchas otras fuentes (La Bruyère, Pascal, La Rochefoucauld, Spinoza, Vauvenargues, Schopenhauer, Nietzsche, Cioran y un etcétera muy largo, quizás demasiado), que no hay mejor guía para reflexionar sobre el presente que la que nos brindan los clásicos. Si bien el objetivo explícito de este libro es el de iluminar y esclarecer un texto tan denso y rico en sugerencias como el Oráculo manual del jesuita aragonés, lo cierto es que el cuerpo principal del mismo consiste en una sucesión de citas, muy pertinentes eso sí, pero no siempre bien coordinadas entre sí, de modo que la impresión final es la de un sugestivo centón en torno a temas esenciales de nuestro modo de estar en el mundo (el amor propio, la amistad, el aprendizaje, la imaginación, la generosidad), pero no mucho más.

Tal vez habría sido una buena idea estructurar el libro a modo de comentarios o glosas de extractos concretos de la obra de Gracián, aprovechando para desplegar ese “arte de vivir” amadoriano que, mal que bien, logramos atisbar a lo largo de la lectura, y con el cual no podemos por menos que comulgar. Sea como fuere, aunque el saldo final no acaba de resultarnos del todo satisfactorio (demasiado denso para un lector ligero, demasiado ligero para un lector exigente), hay que saludar como merece la iniciativa de llamar la atención sobre el valor inmarcesible de los clásicos para la vida. Vaya nuestra gratitud para el autor y también para los editores, pues una cultura que le da la espalda al pasado se está cegando también cualquier vía de futuro… y ciertos riesgos, tal y como se están poniendo las cosas, no nos los podemos permitir, de ninguna de las maneras.

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