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El país imaginado

 
 
 
En Mongolia cuando alguien se dispone a narrar una historia debe efectuar como prólogo un rito mágico para evitar que los fantasmas conjurados por la narración se instalen entre los vivos. Después, el narrador puede contar tranquilo, sabiendo que, al acabar, sus personajes volverán a la oscuridad de la cual han surgido. 
 
Nos lo recuerda Alberto Mangel en la introducción de El país imaginado del argentino Eduardo Berti. Una historia que nos hace recordar a la gente querida de la que nos hemos tenido que separar aunque no lo deseásemos. Quién no recuerda dolorosamente al echar la vista atrás el silencio insoportable de las despedidas; ese momento en el que algo dentro de nosotros nos obliga a convencernos de que no volveremos a ver jamás a la persona que se marcha, porque el adiós es definitivo. Quién no ha sentido alguna vez el deseo de salir corriendo a rescatar lo que se muere en esa partida, porque no volveremos a vivir con nadie la complicidad y la profundidad de los sentimientos que hemos sentido con esa persona que nos deja… 
 
Una narración conmovedora, y a la vez exquisita, elegante y delicada ambientada en una China fabulosa que nos hace evocar recuerdos pasados y la melancolía de algo que se nos escapa. Una historia que hace inevitable recordar todo lo que se marchó, lo que desapareció, lo que se quedó por el camino de la vida, para revivirlo y desear que se quede aquí para siempre. Porque a veces las palabras sobran y hay multitud de sentimientos que flotan en el aire y que solo se perciben a través de otros sentidos. Esta es precisamente la atmósfera mágica e intimista que nos ofrece la lectura de la novela de Berti.
 
 

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