Del behaiviorismo como ejemplo
Por Óscar Sánchez.
La filosofía, la ética, la generalidad de las ciencias, las frases hechas, las agencias matrimoniales o de ayuda al consumidor, el “teléfono de la esperanza”, el consejo de un ser querido, las recetas caseras o profesionales de salud y superación de uno mismo (Jean Paul Sartre desecharía el refranero), etc… En fin, todo lo que podamos encontrar en nuestra vida corriente como englobado bajo un concepto más o menos especializado o popular de sabiduría se ha ganado justa o injustamente entre la gente una sólida reputación de valedor y auspice de las más sublimes virtudes del ser humano, hasta el punto de que incluso la ideología del más falaz, retorcido y parasitario de los programas políticos que queramos imaginar se ve en la necesidad de garantizar el mensaje esperanzador de una práctica de libertad y grandeza personales de la que se beneficiarían sus incautos seguidores. Así, no es extraño que durante un largo tiempo hayamos tenido del conocimiento humano en general, y de la sabiduría práctica en particular, una imagen bondadosa y maternal casi-casi escolar que, no obstante, desde hace unos siglos a esta parte y aunque de un modo, por así decirlo, clandestino, ha perdido en muchos casos su razón de ser. (Valga como muestra de ello la enorme repercusión en el pasado siglo sobre todos los ámbitos de la cultura del ejemplo de un Schopenhauer que rompiera en su día todos los moldes, o, inmediatamente después, de un Nietzsche que finalizará un libro suyo con las palabras “¡vosotros mis viejos y amados –pensamientos perversos!”).
¿No sería inaudito, por ejemplo, para cualquiera desde el lejano Renacimiento hasta hoy, pensar e incluso creer que, en aras de una utopía del bienestar pleno del hombre, pudieran ser abolidos los valores civilizatorios básicos que representan el reconocimiento de la libertad y la dignidad humanas? Sabemos por experiencia histórica que en el orden social no han sido inhabituales de facto -cuando no en la doctrina misma- tales conculcaciones de los derechos elementales de los pueblos y de las personas, pero lo que no es ya tan conocido es que también el pensamiento haya ensayado estas vías “anti-humanistas” en nombre de una sacrosanta ingeniería política y de la curación de almas (en síntesis: “ingeniería de almas”, como solía llamarlo Stalin). Se trataría, en primer lugar -y por seguir nuestra nomenclatura-, de un concepto paternal o paternalista del saber, y, en segundo lugar, tendría sus apoyos en algún tipo de ciencia privilegiada, ya que la disposición natural de los hombres se inclina a dar crédito espontáneamente al sentimiento de su propia dignidad y capacidad de libertad innatas, sea lo que fuere lo que entiendan ulteriormente por éstas. Pues bien, desde el funcionalismo sociológico hasta la idea tecnocrática del poder, pasando por ciertas metafísicas de origen íntegramente filosófico, muchos han sido los idearios que han propugnado el servo arbitrio en lugar del libero arbitrio (dicho en los términos de la polémica entre Lutero y Erasmo de Rotterdam), y, por consiguiente, el designio de un diseño preciso de las acciones humanas con prioridad al deseo de y confianza en su libre desenvolvimiento. Y, en este contexto, tal vez la más célebre de estas “exóticas” -también por extrañamente sinceras- concepciones sea la psicología conductista del norteamericano B. F. Skinner, el cual, imbuido en el estudio del eminente psicólogo decimonónico Watson, y fascinado por los resultados de laboratorio del aún más célebre fisiólogo Paulov, realizó a lo largo de su vida un trabajo empírico impresionante que luego divulgó en la alegre pesadilla novelada (una “bella pesadilla” son los cuentos de Poe, y entre las cacotopías -utopías negras, como el “1984” de Orwell– tampoco podemos enmarcarla; digamos que es un caso límite entre las utopías y las cacotopías) de la comunidad ideal “Walden dos”.
La antropología de Skinner consiste fundamentalmente en no valorar en muy alto grado la fecundidad de variedades de la coloración psíquica humana si ello conlleva preservar los factores de perturbación y conflicto que tal demasía comporta, todo en nombre de la igualdad y armonía entre los hombres. Por eso su psicología es una rara -rareza hoy ya frecuente- ciencia que no aspira a conocer nada de la naturaleza real del objeto de sus desvelos, y cuyo único método de acceso a la mente humana o animal es el control (controlar es saber: dime qué controla tu conducta y te diré quién eres). De esta manera, en la reflexión a que incita la consideración de la psicología skinneriana se juegan muchas cosas: algunas sobre la psicología misma, otras sobre lo que estamos dispuestos a sacrificar por un sueño futurista de paz total (en el que, por cierto, está envuelto el viejo anhelo del Rey Filósofo, ahora en forma de “comité de expertos”), y, finalmente, qué es lo que vamos a pensar acerca de nosotros mismos. Porque, en mi opinión, en estos ensueños de perfección dirigida se confunde a la bestia humana con los insectos organizados, los cuales sí que son capaces, según parece, de vivir en colonias cooperativas intachables, pero en las que toda iniciativa, toda experimentación, todo descubrimiento y toda verdadera lucha están por naturaleza vedadas. O sea: la utopía no es propiamente utópica, se da en mundos bajo nuestros pies, otra cosa es que paguemos el precio o que nos sea lícito siquiera pretender pagarlo como Skinner y muchos otros paternalistas parecen tan decididos a hacer por nosotros apelando a la Razón.
Excelente artículo. Me ha dado que pensar la comparación entre la bestia humana y los insectos organizados. Me recuerda la idea de José Antonio Jauregui de que los humanos no forman colonias (como las hormigas) sino sociedades, en tanto que las sociedades elaboran cultura y productos culturales de modo parejo a como las colonias de abejas elaboran cera y miel. Visto así, las «ideologías» políticas o filosóficas tendrían un papel fundamental como software organizativo de nuestras sociedades o colonias… Tal vez esa sería una conclusión pesimista de tu artículo: Todo sistema de pensamiento filosófico o político (en tanto que «meme» según el concepto de Richard Dawkins) persigue su autoperpetuación en forma de ADN social, con el consiguiente deterioro de los bienes y libertades individuales. Hay que revisar los contratos sociales continuamente para evitar que la sociedad prevalezca sobre el individuo. He aquí una idea ciertamente liberal…
Sin duda las ideologías tienden a reforzar la acción social, sea la presente o sea la emergente, pero hablar de un ADN social me parece una extrapolación indebida por parte de los biólogos, una «metábasis eis allo genos» que diría Aristóteles. Las tradiciones sociales no condicionan del modo irreversible en que lo hace el genoma en el organismo, ya que en la vida social hay una multiplicidad que sólo a la fuerza es armonizada, mientras que un cuerpo la unidad es primaria. Si esto resulta liberal, como muy bien dices (y yo temía esa perspicacia), espero que lo sea en el sentido ilustrado moderno, y no en el anarcocapitalista actual. O sea, los derechos individuales han de ser defendidos sin merma -y en el interior de- de la protección de las reglas propias de la comunidad. Graaaacias…