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Epidemia, demografía y sociedad: la crisis en el siglo XVII y la pescadilla que se muerde la cola

 

Por Tamara Iglesias

La bombilla, la radio, el automóvil, la televisión, Internet, las redes sociales, la telefonía móvil… las sociedades del primer mundo (y su respectivo entorno) progresan con cada década e invención, sembrando una línea generacional claramente dividida por invisibles muros de coltán y avances tecnológicos. Nuestras inquietudes cambian, al igual que nuestros hábitos, y resulta inevitable que los historiadores nos preguntemos qué fue primero, si la alteración del pensamiento o la evolución del hábitat, un dilema comparable al del huevo y la gallina. En este sentido, uno de nuestros mayores quebraderos de cabeza surge mucho antes de que la comodidad telemática arribase a nuestras vidas; me refiero concretamente al siglo XVII, cuando la caída del comercio, las acciones bélicas y las epidemias se establecieron como telón de fondo para una crisis que marcaría el desarrollo posterior de la Edad Moderna.

Como seguro que ya supones, querido lector, el antecedente de los metales preciosos del Nuevo Mundo traídos en afluencia constante desde 1492 y hasta 1590, reforzó la estratificación social según un sustrato pecuniario y dificultó la supervivencia de las clases más humildes; sobrevivir se había convertido en una ardua tarea que obligaba a retrasar el matrimonio y la concepción de los hijos, por lo que no sólo los núcleos familiares se vieron trastocados (pasando del tipo troncal al nuclear incluso en el campo) sino que la natalidad cayó en picado, ralentizando la demografía y condenando la producción. Sin mano de obra joven y con tantos ancianos dedicados a la mendicidad¿quién podría encargarse de la agricultura, la ganadería y las nuevas industrias textiles?

Detalle de la obra de Pieter Brueghel el Viejo referente a la peste, «El triunfo de la muerte» (1562)

La crisis en el primer ámbito se hizo notar prontamente cuando las cosechas se volvieron insuficientes, ocasionando una revolución de los precios de mercado que llegó a quintuplicar el valor de productos de primera necesidad, como el pan. La meteorología (dominada por la pequeña edad glaciar, de la que ya hablamos en otro artículo) unida a un ascenso exacerbado de los impuestos para financiar los gastos marciales en conflictos bélicos como la Guerra de los Treinta Años, fueron también dos factores que agravaron la situación de precariedad, favoreciendo la venida y contagio de terribles epidemias que diezmaron aún más el censo útil; en Francia la peste vivida entre 1628 y 1631 dejó al país con una pérdida de medio millón de habitantes y, en el caso de Sevilla, la misma enfermedad se llevó a un total de 60.000 almas en el año 1647.

Todos estos acontecimientos dieron lugar a una oleada de pánico que orientó a muchos a la adhesión clerical, fomentando (como en la Edad Media) que el número de hombres y mujeres fértiles dispuestos a procrear cayera aún más en picado; en el caso de España, y para empeorarlo, hubo que añadirle la expulsión de miles de moriscos en 1609, con lo que de pronto la estadística de trabajadores en activo se vio reducida a casi la mitad.

En el segundo ámbito, debo decir que ni siquiera la vida en la urbe se salvaba de sufrir los coletazos de la crisis, pues el detrimento de mano de obra provocó el deterioro de grandes industrias como la pañera al norte de Italia y al sur de los Países Bajos, que hasta entonces había estado a la cabeza de Europa y que ahora sería sustituida por Inglaterra. Lo cierto es que esta noria de infortunios afectó con diversa intensidad a los distintos sectores mercantiles atendiendo a sus particularidades geográficas y agudizando en muchos sentidos la competencia entre grandes potencias hostiles: Francia, por ejemplo, hizo frente a la gran emulación española por el comercio mediterráneo, saliendo victoriosa a pesar de su leve retroceso crematístico (al igual que Escandinavia y Europa Central); de una oposición parecida, Inglaterra y las Provincias Unidas obtendrían la adición atlántica, lo que permitió que el eje de gravedad del sistema económico europeo oscilase desde el Mediterráneo hacia el área noroccidental del continente. Precisamente sería esta región la que posteriormente lideraría el proceso de urbanización, amparando la especialización fiduciaria en los mercados gracias a la negativa de los nobles a participar del comercio (un esnobismo que, si se me permite el comentario, dio ocasión a los burgueses, pícaros y tunantes, de abrirse paso hacia un área que hasta entonces habían tenido vetada), por lo que podemos decir que la desigualdad de esta crisis resultó decisiva para la transición y la redistribución del potencial financiero.

Detalle de la obra de Sébastien Leclerc donde podemos ver la importancia de la manufactura de tapices y telas en la Francia de la Edad Moderna. («Colbert visitando el taller de los Gobelinos» – 1665)

Por todo ello, esta fuerte recensión social (con pinceladas políticas y religiosas gracias al protestantismo surgido en el siglo XVI) ha querido ser vista por algunos historiadores como una transformación de carácter estructural imprescindible, que llegaría incluso a los países del noroeste de Europa (especialmente a partir de 1640); no obstante y aunque coincido en la esencialidad de esta reorganización, creo que es interesante comentar aquí las teorías de Morineau, quien presenta la verdadera naturaleza de esta inestabilidad como fruto de la superposición de trances de diferente intensidad cronológica y espacial, algo que me parece evidente si comparamos el precoz impacto en el área suroriental (donde las dificultades llegaron tan pronto como se fueron) con el noroeste de Europa, donde su incidencia fue más tardía (comenzando a mediados del XVII y el primer tercio del XVIII) y no realmente basilar.

A grandes rasgos podemos llegar a señalar que la metempsícosis social se convirtió en consecuencia de un periodo de decadencia que venía augurándose desde la llegada de los primeros cargamentos de especias y oro americano, si bien no podemos olvidar que existió una sinergia cíclica y continuada de la que todas las partes se retroalimentaron hasta adaptarse. Esperemos que, dentro de lo malo, el efecto invernadero y la anestesia tecnológica no conduzcan al siglo XXI a tan arduo destino.

 

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