Lo que no te contaron sobre el colonialismo. Sexta Parte: Vasco Núñez de Balboa o como encontrar la horma de tu zapato (II)
Por Tamara Iglesias
La ley de la gravedad de Newton nos dejó una máxima que podemos emplear para resumir casi todos los aspectos de nuestra vida cotidiana: “Todo lo que sube, luego baja”. En el caso de Vasco Núñez de Balboa esta noción se hizo cada vez más patente cuando se dio cuenta de que las mismas deshonrosas maneras que lo habían conducido al éxito, estaban precipitando su caída.
Como vimos en la anterior entrega de esta serie, Balboa se encontró de pronto con la indiferencia de la monarquía española y con la necesidad apremiante de lograr ese gran descubrimiento que le devolviera los favores de Fernando y Juana de Castilla; por ello el 1 de septiembre de 1513 impulsó una expedición desde Santa María a través del istmo de Panamá acompañado por un número irrisorio de soldados (190 hombres entre los que destacaban indígenas, perros y un cada vez menos lozano Francisco Pizarro) cuya única meta era encontrar la ciudad narrada por Panquiaco y que haría las delicias de Hernán Cortés bajo el sobrenombre de “El Dorado”. Sin embargo, veinticuatro días después de haber iniciado la travesía, la desorientación y la falta de provisiones comenzaron a minar las esperanzas de los expedicionarios que, intentando volver al punto de partida, se hallaron frente a un inesperado golfo a partir del que se extendía un mar desconocido. Puede que no fuera la ciudad bañada en oro, pero sin duda más valía pájaro en mano que ciento volando, así que nuestro extremeño tomó posesión de aquel “Mar del Sur” en nombre de sus soberanos, y bautizó al saliente de tierra que les había permitido tal visión como golfo de San Miguel.
A pesar de que Pedro Arbolancha viajó a España a posteriori junto con un relato más que elaborado de la toma (en el que su líder se había introducido en las aguas con su armadura, espada en mano y bandera de la madre patria en la siniestra) así como la quinta parte de los botines obtenidos, lo cierto es que la susceptibilidad se mantuvo entre la nobleza ibérica; las acusaciones del bachiller Fernández de Enciso (a quien Núñez de Balboa había despojado de su cargo en el Nuevo Mundo) así como la destitución y posterior desaparición de Nicuesa (de la que se culpó al ambicioso alcalde) no hicieron más que acrecentar el odio y las reservas, llegando a tal punto que bastó una petición del obispo Juan Rodríguez de Fonseca para que el rey nombrara gobernador de la nueva provincia de Castilla de Oro a Pedro Arias de Ávila (más conocido como Pedrarias Dávila) quién finalmente sustituiría a Balboa como líder de Darién.
La primera de sus acciones bebió de la experiencia aportada por su predecesor, así que al igual que Vasco hiciera con Enciso, Dávila mandó apresar al exalcalce (acto que llevó a cabo Gaspar de Espinosa) y enjuiciarlo por los mismos hombres que le habían sido fieles antaño (a quienes, por cierto, se les prometió una generosa retribución por su servicio y traición). La sentencia tras el proceso fue tan unánime como pactada: Vasco debía afrontar el pago de una indemnización a Fernández de Enciso y cuantos se sintieran embaucados por sus promesas si quería recuperar la libertad; una condena que le costó buena parte de aquellos botines obtenidos de la sangre indígena.
Precisamente y hablando de nativos, debo comentar que Pedrarias promovió un cambio ostensible la política de alianzas, decantándose por brutales acciones marciales y de saqueo que diezmaron a la población autóctona mucho más de lo que hicieran las anteriores campañas expedicionarias; de nada sirvieron las constantes protestas que envió Balboa al rey, en las que se describían las atrocidades y el carácter despreciable de Pedrarias (quien no dudaba en permitir el abuso junto al pillaje), pues las cortes españolas habían perdido toda confianza en Balboa y preferían contentarse con la acentuación de oro, esclavos y especias que Pedrarias enviaba en los navíos desde que lideraba Darién y Castilla de Oro. Constatada su desprotección frente a tamaño opresor, a Balboa no le quedó más remedio que jugar sus cartas con cuidado, y cuando se le presentó la oportunidad de forjar una alianza matrimonial capaz de apaciguar a aquel terrible enemigo, no se lo pensó dos veces; su enlace por poderes con María de Peñalosa, hija de su adversario, prometía mitigar el odio mutuo y, quizá con algo de suerte, su nueva situación como yerno le permitiera ampliar las actividades expedicionarias hacia los Mares del Sur. Tanto era así que no tardó demasiado el nuevo miembro de la familia en exponer la oferta frente a su suegro, y dado que Pedrarias respondió sin reticencias Balboa resolvió auto-costear el salario de sus propios hombres y emprender el viaje.
En su fuero interno estaba seguro de que encontraría el Dorado y eso sería suficiente compensación para que el rey perdonase sus faltas y le permitiera recobrar su anterior condición de gobernador pero, cuando hubo estado lo suficientemente lejos, Pedrerías envió a Pizarro para que lo apresara por traición e intento de usurpación al poder, acusándolo de tener intenciones de crear un gobierno en el Sur independiente de la Corona castellana, un cargo cuya pena era la muerte. El 15 de enero de 1519, tras un juicio rápido y poco ortodoxo en el que el acusado no cesó jamás de proclamar su inocencia (“Es mentira y falsedad que se me levanta; y para el paso en que voy, que nunca por el pensamiento me pasó tal cosa ni pensé que de mí tal se imaginara; antes fue siempre mi deseo de servir al Rey como fiel vasallo y aumentarle sus señoríos con todo mi poder y fuerzas” fueron sus palabras), apareció en Acla (actual Panamá) Gaspar de Espinosa, aliado de Enciso y Pedrarías, para rebanar el cuello de aquel que había triunfado a base de arrebatar el prestigio de sus antaño superiores. Nada habría podido indicarle a Balboa que, con su muerte, Francisco Pizarro conseguiría el apoyo para la conquista de Perú, que Espinosa recorrería el Mar del Sur con los barcos que él había financiado, o que en 1520 Fernando de Magallanes se llevaría los honores de Castilla por rebautizar su descubrimiento como Océano Pacífico, en razón a sus aparentemente calmadas aguas; lo único en lo que Vasco pudo pensar antes de que la espada cayera sobre su cuello, fue que se había encontrado con la horma de su zapato.