Lo que no te contaron sobre el colonialismo. Quinta parte: Juan de la Cosa o cuando ni la astucia te salva de la muerte
Por Tamara Iglesias
“La fidelidad y la astucia son características que el hombre valora en el ajeno pero con cuya responsabilidad no quiere cargar, sabedor de que resulta mejor tener seguidores sin adeudo intelectual que convertirse en ese seguidor que ve venir la desgracia”; esta frase del emperador Diocleciano podría resumir a la perfección la vida de Juan de la Cosa, uno de los primeros expedicionarios españoles cuya inteligencia y obsesión por el buen hacer lo condujeron hacia los brazos de la muerte y lo convirtieron (a mi modo de ver) en una increpación constante para la incoherencia colonial.
De origen cántabro y nacido entre 1450 y 1460, Juan de la Cosa pasó a los anales de la historia por haber participado en siete de los primeros viajes expedicionarios, llegando a ostentar el rango de maestre de la nao Santa María durante la travesía dirigida por Cristóbal Colón y destacando como concienzudo cartógrafo de las nuevas costas. Por supuesto aunque su detallismo y veracidad quedó evidenciada desde su primer mapamundi sobre el continente americano, lo cierto es que el obligado sentimiento de lealtad hacia Colón (así como la poca gana de provocar a un hombre de tamaño rango) lo convirtió en falso jurador de una declaración que aseveraba la topografía de Cuba como península y no como islote, una clasificación que sus bosquejos demostraban errónea; pero, reconozcámoslo: ¿quién podía debatir o pretender quitarle la razón al “gran conquistador” que había creado un monopolio en torno a su figura? Colón era el hombre que desataba reverencias y elogios allá donde pasaba, el caballero que había logrado la expansión territorial de España cruzando el océano, y también el pedante que pedía financiamiento y permisividades ligadas exclusivamente a su persona, hasta el punto de que los privilegios del genovés comenzaron a restallar como pérdidas en los oídos de la Corona de Castilla, que día tras día recibía noticias de sus espías en el vecino reino de Portugal, donde su gobernante procuraba ignorar tratados y armisticios con tal de tomar su propio pedazo del pastel americano. La solución monárquica para mantener las prerrogativas prometidas sin sufrir las desventajas de tales juramentos fue otorgar licencias para descubrir y conquistar nuevos territorios en América pero nunca para poblarlos, por lo que entre 1499 y 1519 surgieron cientos de “viajes menores” (o “viajes andaluces” como también se les ha denominado) autofinanciados, y cuyo mayor objetivo fue alcanzar el renombre o la riqueza gracias a las exportaciones de productos exóticos con cierta permisividad fiscal.
En 1499 salió de Cádiz el primero de estos trayectos al mando de Alonso de Ojeda, con Américo Vespucio como cartógrafo y Juan de la Cosa ocupando el puesto de piloto mayor; el conocimiento de los tres fue vital para alcanzar las costas orientales de Guayana, ampliando el descubrimiento de Colón y comenzando los primeros contactos pacíficos con indígenas que les relataron mitos sobre minas de esmeraldas guardadas por dioses, pesquerías de perlas rodeadas por peligrosas mujeres con la piel llena de escamas y lejanas fortificaciones de oro custodiadas por inmensos reptiles; por desgracia, estos cuentos infantiles se convertirían en alicate suficiente para autorizar posteriores viajes de colonización, sometimiento y sustracción de propiedades. La opinión cartográfica de Juan de la Cosa no ayudó a disminuir el interés por continuar explorando aquel vasto territorio, pues postuló que las tierras descubiertas a norte y sur de América sin duda estaban unidas por un paso de terreno continental, por ello invirtió las ganancias obtenidas de este viaje para, en 1504, efectuar su propia travesía como capitán en las zonas de isla de Margarita y el golfo de Urabá con intención de continuar indagando.
El buen hacer y lealtad a la Corona le facilitaron el ascenso y el requerimiento de servicios en menesteres más elevados: entre 1506 y 1507 la Casa de la Contratación le encargó la patrulla de las costas de Cádiz y el Cabo San Vicente para certificar la seguridad de los navíos cargados con el oro del Nuevo Mundo que había sido anteriormente amenazados por la flota portuguesa. Un año más tarde, habiendo salido victorioso y con el favor de Fernando el Católico en el bolsillo, participó en la Junta de Burgos en compañía de los otros tres grandes navegantes del momento, Vicente Yáñez Pinzón, Juan Díaz de Solís y Américo Vespucio. ¿La razón para semejante reunión? Encontrar aquel paso marítimo a Asia sobre el que se rumoreaba en todos los palacios europeos: el paso interoceánico.
A cambio del cargo de teniente gobernador de Urabá y una retribución pecuniaria más que generosa, de la Cosa viajó a Nueva Andalucía (entregada en gobierno a su viejo capitán Alonso de Ojeda) partiendo el 10 de noviembre de 1509 hacia Santo Domingo con una tripulación de 300 hombres, entre los que se encontraba un jovencísimo y ambicioso Francisco Pizarro.
Por desgracia, la llegada a Tierra Firme resultó un problema mucho mayor de lo esperado: el encuentro de Ojeda con el gobernador de Veragua, Diego de Nicuesa (que en un primer momento esperaba no tener que compartir el territorio original) fue tenso y estuvo a punto de resolverse a punta de mosquete. Ambos hombres discutían apasionadamente por ver cuál sería el término de sus propiedades y, como niños que buscan abarcar todos los juguetes de una sala sobre sus raquíticos y menudos brazos, los dos gobernadores se enrabietaban pensando que el contrincante pudiera tener una piedra más que el otro. Pero el ingenio y resolución de Juan de la Cosa evitó la desgracia: hizo dos dibujos del lugar y empleó el río Atrato como frontera natural ofreciéndoles dos mitades alteradas a cada uno, de manera que las casi perfectas particiones se convertían en enormes extensiones de terreno a ojos del usufructuario que de pronto veía reducidas las tierras destinadas a su antagonista. El ego de ambos hombres y las vidas de sus marineros se mantenían a salvo gracias a dos simples pedazos de papel y, habiendo desembarcado Nicuesa en su zona, Ojeda y los suyos continuaron hasta Nueva Andalucía, específicamente a la bahía de Calamar, donde sobrevino una tragedia imposible de subsanar. De la Cosa conocía a los indígenas del territorio por anteriores escaramuzas y sabía, gracias a una enorme cicatriz que le había dejado una flecha envenenada, que atracar en aquel lugar sería una pésima idea, por lo que intentó convencer a su superior de corregir la arribada hacia el golfo de Urabá donde había trabado amistad con líderes tribales que estarían encantados de acogerlos y brindarles una auténtica fiesta de bienvenida a sus nuevos vecinos. Naturalmente, las palabras “hostiles” y “peligrosos” no suscitaron la precaución en el pensamiento de Ojeda, sino que sirvieron para que hinchase el pecho con una falsa sensación de omnipotencia y, pagado de sí mismo, ordenara el descenso para acometer a aquellos que no se supeditaban a su poder (ya se sabe, dale a un ególatra una medalla y se creerá que lleva poco menos que un chaleco antibalas).
La lucha no tardó en gestarse a las costas de la bahía y si bien el bando colonialista iba ganando la lidia gracias a sus modernas armas, la necesidad de Ojeda de imponerse en el fragor de la contienda le llevó a la absurda decisión de internarse en la selva para dar caza a los nativos (a pesar de las constantes protestas que su segundo de abordo le profería); unas horas más tarde, los españoles se vieron emboscados en el poblado de Turbaco como ratones rodeados por felinos, sucumbiendo más de un cuarto de su tripulación.
Días después, Turbaco fue incendiado y destruido, sus hombres asesinados, las mujeres violadas y los niños esclavizados bajo las fuerzas de Nicuesa y Ojeda, que unieron sus fuerzas para vengar el “agravio” cometido contra las tropas españolas. A un lado de la aldea, aguardaba el cuerpo de Juan de la Cosa asaetado como un erizo de mar, con la boca medio abierta en un rictus eterno que parecía estar a punto de gritar un concluyente “Te lo dije” a su líder, aquel “bravo guerrero” que había escapado con el rabo entre las piernas y que más tarde se jactaría de haber sometido a los bárbaros con su audacia y fuerza española.
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