‘La carne y la pared’, de Álex Marín Canals
La carne y la pared
Álex Marín Canals
El Transbordador
Málaga, 2019
147 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
En Rebeca Hitchcock nos descubrió que se puede contar una historia de fantasmas sin fantasmas. A la hora de la verdad, bastante tenemos con lo que habita dentro de nuestra piel como para necesitar de un espectro que nos atemorice. Eso sí, los espectros habitaron, anteriormente, dentro de otra piel. Y luego se quedan a vivir entre las paredes, de ahí que los relatos de terror recurran con tanta frecuencia, precisamente, a las paredes, a lo que se esconde entre las paredes, detrás de las paredes. Deberían ser los muros que nos protegen del acoso exterior. Pero si en esos muros encontramos fantasmas, su función como parte del hogar se desmorona. Y nos quedamos desnudos frente al vértigo de la realidad. Y a la realidad la estamos poblando de fantasmas, de forma inevitable, pues nuestro cerebro está programado para la supervivencia y su función más inmediata es la de reconocer enemigos, una función que todos desarrollamos por igual, hasta que superamos el listón patológico.
Sobre el acoso que creamos, pues la creatividad es una función secundaria del cerebro con cierto peligro para quienes mejor la desarrollan, trata esta novela breve, La carne y la pared. El protagonista, que no ha podido madurar en algún aspecto, debido a unos traumas infantiles a la orden del día, debido al bullying, por ejemplo, sabe que su mente se mueve en esa línea finísima que separa la realidad de la fantasía, la vida comprometida que puede ser satisfactoria, de los fantasmas. Tiene miedo a la parte que niega de sí mismo, a su lado escondido a fuerza de voluntad. De hecho, su pasado le lleva a ser un tanto misántropo pero con mucha vida interior.
A este sustrato se une el manuscrito encontrado. En este caso, un diario en el que nuestro protagonista se reconoce, se proyecta, desplaza todos sus temores, los nuevos y los viejos, que son nuevos si las cicatrices son de pésima calidad. Asistimos a un proceso de identificación en el que va perdiendo vigencia el presente para hacer presente como su verdad la historia que va leyendo. La escritura, la propia y la del diarista, se convierte en una suerte de acto de venganza, en lugar de una reconciliación. A través de ella uno intenta torcer lo que no le permitió vivir enderezado hasta ese momento. Pero la escritura tiene un poder muy limitado y no pasa de ser un sucedáneo de lo que podría estar sucediendo. Que en este caso es, sobre todo, la soledad. El problema que de alguna forma denuncia Álex Martín Canals (Barcelona, 1986) es, precisamente, la falta de apoyo humano. El libro termina siendo un tratado sobre las consecuencias de carecer de gente con la que hacer terapia, la terapia profesional, sí, pero también la que contamos a los colegas sentados a la barra del bar. Se trata de una novela corta con una narración bien trabada y con un lenguaje que nos permite leerla con facilidad. El resultado, a pesar de la fragmentación intencionada, es la impresión de haber leído una obra redonda.
Realmente me ha parecido un libro estupendo. Se lee de una sentada y te deja con ganas de retomarlo inmediatamente.
No quiero hacer spoilers, pero la cara de Eliécer, la CARA. Qué momentazo…
Lectura recomendable al 200%