Lo que no te contaron sobre el colonialismo. Cuarta parte: Las Molucas y Carlos V (que sí, que no, que nunca te decides)
Por Tamara Iglesias
“El favor de un rey puede ser tan grande como su gloria, pero no olvides que su paciencia a menudo está supeditada al rebose de sus arcas”; cuando Carlos I (o emperador Carlos V, si lo prefieres) comprobó que el capital del país estaba desapareciendo a un ritmo alarmante debido a sus acometidas bélicas, resolvió que el método más sencillo para recuperar el esplendor pecuniario hispánico (sin alarmar a la población con gravámenes y tributaciones injustificables) era la gestación de una nueva expedición a las Molucas.
El descubrimiento de América había sido una sacudida para la mentalidad de la Edad Moderna, una revolución para toda Europa y un nuevo motivo de tensiones entre el reino de Portugal y el de Castilla, que se encontraron de pronto enfrascados en una trifulca por el dominio de los nuevos territorios. Por si con esto fuera poco, la afirmación de potestad única y absoluta sobre la ruta de la Especiería que esgrimía Manuel I de Portugal comenzaba a agotar la paciencia de un Carlos acostumbrado a la conquista fácil y a la onerosa retirada de sus rivales (traza heredada sin duda de su padre Felipe el Hermoso y fomentada por la educación supremacista que recibiera en Flandes). La guerra de las Comunidades de Castilla (1520-1522), las Germanías con Aragón (1519-1523) y la guerra de Navarra (1521) habían agravado las pérdidas financieras que venía arrastrando desde el inicio de las hostilidades con Francisco I de Francia (1521) y para colmo las contiendas turco-otomanas estaban conduciendo al país a la ruina por un valle silencioso. Por ello, sólo tres años después de la llegada de Elcano a Sevilla, Carlos promovió una expedición a las Molucas bajo orden de conquistar el territorio, hacerse con el control absoluto del comercio y, por supuesto, emplear a las gentes de su “merecido premio” colonial como mercancía y letra de cambio. Al frente de una flota de siete naos (Santa María de la Victoria, Sancti Spiritus, Anunciada, San Gabriel, Santa María del Parral, San Lesmes y Santiago) y 450 hombres puso a García Jofre de Loaísa acompañado por Juan Sebastián Elcano como segundo de a bordo y los otros diecisiete supervivientes en el cargo de oficiales. Debo destacar que la atribulada vida que habían vivido estos dieciocho personajes durante los 1095 días en el hogar (reviviendo en sus pesadillas los horrores padecidos) condujo a la mayoría de ellos al exceso y la mala vida, obligándoles a embarcarse nuevamente para sufragar deudas o recuperar su buen nombre, fama y gloria (y es que “lo que fácil viene, fácil se va” como suele decirse).
El 24 de julio de 1525 la flota se hizo a la mar en el puerto de la Coruña pero debido a diferentes problemas de aprovisionamiento como la carga deficiente de los toneles (que conllevó la pérdida de muchos víveres y la contaminación de tantos otros) hubieron de hacer su primera parada en la isla de Gomera el 1 de agosto. La espera sirvió además para que el clérigo Andrés de Urdaneta propusiera una formación de las naos diversa a la original, teniendo presentes las dificultades de navegación sufridas en el estrecho de Magallanes y el cabo de Hornos que había relatado Elcano; una vez establecida la escuadra en columnas zarparon el 14 de agosto rumbo al sur, manteniendo siempre las directrices de navegación del difunto Cristóbal Colón. El 14 de enero de 1526 avistaron el estrecho de Magallanes pero la distorsión y el paso del tiempo en la memoria de Elcano provocaron una conducción errónea de las naves por el paso, que se introdujeron por el estuario del río de San Ildefonso (Río Gallegos) hasta encallar; tras horas de esperar la subida de la marea e incluso de enviar varias expediciones de reconocimiento, lograron retroceder y abrigarse en el cabo de las Once Mil Vírgenes a la espera de una resonancia fidedigna que les permitiera abordar la embocadura por la franja correcta. Esta desorientación le valió a Elcano un rezongo de inquina entre los hombres que empeoró con el hundimiento de la Sancti Spiritus y la pérdida de la mayor parte de su tripulación debido a las fuertes marejadas del cabo.
Los posteriores y constantes intentos de navegar el estrecho tuvieron fatales resultados: la Santa María del Parral se hundió y la Anunciada y la San Gabriel desertaron; sólo tres naves lograron atravesar el estrecho sin demasiados daños (la Santa María de la Victoria, la San Lesmes y la Santiago) llegando al Pacífico el 26 de mayo de 1526 tras cuarenta y ocho días infernales en el paso. Por desgracia la tríada superviviente no se mantendría por mucho tiempo, pues el 2 de junio una tempestad diseminó los restos de la flota: la San Lesmes acabó en el Cabo de Hornos donde (según el especialista Robert Langdon) sus tripulantes ocuparon las islas de Anaa y Raiatea tras encallar en Amanu (lo que explicaría por qué los exploradores europeos que llegaron casi cien años después encontraron a indígenas de piel clara y de cabello pelirrojo o rubio, o la cantidad de similitudes entre las creencias míticas de esta zona con la religión cristiana), y la Santiago perdió el rumbo terminando en el golfo de Tehuantepec al sureste de México. La única rediviva, la Santa María de la Victoria, hacía aguas por todas partes y el escorbuto (unido a la falta de alimento) comenzó a diezmar a los navegantes. El 30 de julio fallecería Loaísa y el 4 de agosto Elcano, dejando al mando (durante un breve mes) a Alonso de Salazar, quien descubriría las islas Marshall.
El 21 de agosto encontraron su primera esperanza, la isla de San Bartolomé, que terminó siendo un sueño de arena y polvo debido a la imposibilidad de atracar en el poco profundo calado de su costa. La espera por alcanzar tierra se demoró hasta el 5 de septiembre, momento en que los treinta marineros que habían resistido el envite de la enfermedad y el hambre arribaron en Guam; la casualidad o el destino quiso que en la isla descubrieran a Gonzalo de Vigo, superviviente de la nao Trinidad que había logrado integrarse entre las tribus isleñas y convertirse en su líder. Gracias a él recibieron asilo, comida y tratamiento médico aunque quisiera destacar aquí que, a pesar de haberles salvado de la inanición y de sus diversas afecciones médicas, Gonzalo tuvo que pedir un perdón expreso para poder unirse a la nao y retornar a España, dado que su situación de cacique salvaje tras la epopeya transoceánica fue interpretada por Carlos V como traición a la patria con tintes hegemónicos (¡Ay! ¡Lo que hace el supra!).
El 10 de septiembre se hicieron de nuevo a la mar dirigidos por un Salazar ansioso pero considerablemente indispuesto por el escorbuto (del que aún no se había recuperado) y en menos de una semana las fiebres e infecciones provocaron no sólo su caída sino también un serio problema para la nao: el capitán no había designado sucesor y todos los pretendientes al mando se hallaban bajo la misma línea jerárquica. Finalmente, tras diversas revueltas y una inusitada votación, se estableció el mando conjunto de Martín Íñiguez de Carquizano y Hernando de Bustamante, que a pesar de sus diarias trifulcas lograron conducir la nao hasta las Molucas sin mayores incidentes marítimos (cuenta la leyenda negra que a menudo se imponían castigos el uno al otro por desobediencia, como meter la cabeza en una jaula llena de grillos, lo que a mi entender es un hecho poco probable).
Llegados a las islas de la Especiería emprendieron una serie de paradas destinadas al establecimiento de almacenes y la firma de alianzas con los corifeos locales: el 22 de octubre en Talao, el 29 de octubre en Gilolo, el 4 de noviembre en Zamafo, el 30 de noviembre en la isla de Rabo y el 2 de diciembre en Tidore, donde dieron inicio los primeros enfrentamientos bélicos luso-hispánicos, que llegarían a dilatarse durante tres años. Cuando el 27 de marzo de 1528 la nao Florida atracó con Álvaro de Saavedra Cerón al mando (que había sido enviado por Carlos I para buscar a los supervivientes de la expedición de Magallanes en Mactán y Cebú) los españoles creyeron recuperada su ventaja táctica, pero las numerosas contiendas en la costa diezmaron a la tripulación de Cerón que terminó siendo apresada y utilizada para exigir al capitán Hernando de la Torre (escogido en la Santa María de la Victoria tras el envenenamiento de Carquizano) que firmase un “tratado de paz” poco prometedor con el gobernador portugués Jorge de Meneses. Tras la forzosa rendición pasaron varias semanas de reclusión en la isla de Maquien y posteriormente fueron trasladados a Goa (India) donde se les impuso una sanción de cinco años a trabajos forzados.
En 1536, finalizada la condena, fueron trasladados a Lisboa y repatriados a España donde fueron informados de la decisión de Carlos I de ceder los derechos de propiedad, comercio y navegación de las Molucas a Portugal en el Tratado de Zaragoza (1529), mientras ellos perdían diez años de su vida entre los pugilatos, la pandemia y la esclavitud. El perro ibérico había soltado su hueso a cambio de un matrimonio con Isabel de Portugal, pudiendo mantener su permanencia en las islas a cambio de una compensación económica (o alquiler, según se mire) de carácter anual; los nombres de aquellos nautas que habían padecido lo indecible en la lidia por la soberanía española quedarían en el olvido y su esfuerzo y penurias sin recompensa, siempre a la sombra de un rey demasiado acostumbrado a hacer su voluntad como para reparar siquiera en posibles objeciones (“ahora sí, ahora no, ahora otra vez sí” podría ser un buen resumen de la política externa que le valió a Carlos V el peyorativo apodo de “El indeciso” en las cortes europeas).
Un trato un tanto parecido hubo de soportar del monarca Álvaro Saavedra y Cerón, primo de Hernán Cortés al que se encargó encontrar nuevas tierras en el mar del Sur y que no consiguió sobrevivir al corruptor paso del tiempo, a la historiografía selectiva y a la “mala memoria” del soberano. Pero de él, querido lector, te hablaré en el próximo artículo.