Lo que no te contaron sobre el colonialismo. Segunda parte: el hallazgo del paso interoceánico y el asaetado Fernando de Magallanes
Por Tamara Iglesias
“Donde un hombre cavó un agujero, aprovecha para hacer un pozo: tendrás la mitad del trabajo hecho y darás utilidad al deshecho de otro”. Esta cita del célebre orador Cayo Albucio Silo da cuenta de la capacidad del ser humano para reutilizar los recursos ajenos en su beneficio, siendo especialmente aplicable al carácter expansionista del siglo XVI en el que la carrera marítima mantuvo el camino ya marcado por Cristóbal Colón en pos de la gloria y la reputación histórica.
Como señalamos al término del precedente artículo de esta serie, el 10 de agosto de 1519 una nueva expedición partió del puerto de Sevilla al mando de Fernando de Magallanes, marinero de origen portugués que había sido repudiado por el rey Manuel I de Portugal tras enfrentarse a un juicio por comportamiento irregular luego de ocho años de servicio en las Indias (conquistando Malaca y afianzando el poder luso en la región a golpe de espada, trabuco y lupanar); despachado por el mismísimo regente, quien lo invitó a ofrecer sus servicios en otra parte, Magallanes se presentó en la corte española y obtuvo el apoyo de Carlos I (más conocido como el Emperador Carlos V) en la búsqueda por una ruta occidental hacia las Molucas.
Con una tripulación de 270 marineros y un total de 5 naos, Magallanes partió en pos del reconocimiento de un rey que hasta entonces le había resultado ajeno. Tras la primera y obligada parada en las Islas Canarias, marcharon hacia Cabo Verde pasando por Cabo de San Agustín y la Bahía de Santa Lucía, lugar de referencia que les facilitó la navegación costera hasta el río Uruguay. Su tránsito les visó el acceso al río de Solís o Mar Dulce (conocido actualmente como Río de la Plata) rastreando a posibles supervivientes de la anterior empresa (cuyo final, si recuerdas querido lector, quedó marcado por la antropofagia), pero tan sólo localizaron los restos (o las sobras, según se mire) de sus camaradas.
No sabemos con exactitud qué ideas cruzaron las mentes de estos marineros cuando, después de ocho meses de viaje, las provisiones comenzaron a escasear; quizás envidiaron el canibalismo de las tribus extranjeras o sencillamente observaron con reservada inquina a su líder, pero lo cierto es que llegados al puerto de San Julián dieron comienzo los primeros síntomas del abierta aflicción que derivarían en una bizarra asonada. Juan de Cartagena, veedor del Rey que ostentaba el mismo nivel de mando que Magallanes, representó a aquella parte de la tripulación (mayoritariamente española) que deseaba acceder por el cabo de Buena Esperanza hasta Oriente, acortando así el trayecto y facilitando el más que necesario abastecimiento de la bodega; se sucedieron tres reuniones que tan sólo contribuyeron a empeorar la situación, pues el luso haciendo gala de su terquedad y de su temor por la pérdida del santificado poder de mando eludió todo requerimiento de los capitanes (inclusive de rumbo y defensa) e inició un notorio nepotismo hacia los marineros portugueses que le expresaron su apoyo. La tensión aumentaba cada día y cuando se dio orden de restringir las asignaciones de la tripulación hispana para aumentar la ingesta de sus compatriotas, estalló la sublevación; los amotinados se hicieron con el control de tres de las cinco naves e instaron al adelantado a reconsiderar sus disposiciones: no deseaban causarle deshonra alguna ni interferir con su habilitación al gobierno de la expedición, tan sólo reclamaban la supervivencia y un trato justo. Pero el ademán tiránico de Fernando, el gran explorador que nos relató la Historia conservadora, no se aminoró: en plena vigilia envió a sus alguaciles a las respectivas naos con intención de realizar un abordaje camuflado como misión diplomática y así, con la guardia baja, Luis Mendoza (capitán del Victoria) fue degollado, Gaspar Quesada (capitán de la Concepción) y Antonio de Coca (capitán de la San Antonio) fueron torturados (como advertencia a los insurrectos que observaban la escena horrorizados), y Bernardo Calmette y Juan de Cartagena fueron abandonados en una isla desierta. De los soliviantados “ajustició” a cuarenta y para completar el escarmiento de la acción rebelde, aprovechó los cinco meses de demora en San Julián (a la espera de la venida del verano austral) para colgar en la horca los cadáveres ya en evidente estado de putrefacción, inclusive los de aquellos oficiales designados por el mismísimo Carlos I.
Su resolución aunque efectiva, pues no volvieron a presentársele amenazas de motín, le valió a Magallanes el germen de dos nuevos problemas: por un lado debía completar su tripulación antes de proseguir el viaje (para lo cual hizo una parada en la costa de Brasil y contrató en exclusiva a marineros portugueses y familiares lejanos, una decisión que no complació al regente español), por el otro debía proporcionarle un triunfo tan grande al emperador que lograse compensar la pérdida de sus electos. Luego de haber extraviado la Santiago (el mayor buque de suministros de la empresa) en el reconocimiento de la costa meridional a causa de una repentina tormenta, retomó la expedición en octubre de 1520 con su despótico control intacto pero (¿por qué no decirlo?) con el rabo ya entre las piernas.
Obsesionado por alcanzar la laurea y el prestigio pero debiendo impedir cualquier connato de rebelión a bordo, estableció el parlamento con la tripulación a través de una subrepticia harmonía circunstancial que les permitió marcar el rumbo hacia el río Santa Cruz (Argentina), en cuyo cabotaje invirtieron cincuenta y tres días; el 21 de octubre el hallazgo de un cabo (que denominaron “Cabo de las Vírgenes”) provocó en Magallanes la secreta esperanza de haber encontrado (¡al fin!) el tan ansiado paso interoceánico, y en su impaciencia obsesiva el 1 de noviembre envió a dos de las naos para inspeccionarlo sin haberlo cartografiado siquiera. Finalmente resultó ser la entrada del paso “De Todos los Santos”, rebautizado por el rey de España como estrecho de Magallanes.
La revelación del acceso fue acogida con regocijo por la tripulación aunque su navegación resultó del todo extenuante; la profundidad del calado y las costas rocosas ocasionaron continuas maniobras de los cuatro timoneles y, por si fuera poco, la bifurcación geográfica del lugar obligó a la división de sus fuerzas: la nao San Antonio accedió por el canal más estrecho, y Magallanes prosiguió por el otro con la Trinidad y la Concepción, quedando en reunirse de nuevo al término del recorrido; con todo, la tripulación de la San Antonio, que no había olvidado los terribles crímenes cometidos en San Julián, aprovechó la ocasión para desertar y volver a España al mando de Esteban Gómez, quien en su retorno descubrió las Malvinas y la cárcel por abjuración (tan sólo en 1522, con el testimonio de Juan Sebastián Elcano sobre las atrocidades cometidas por el lusitano, se lograría su excarcelación).
Las consecuencias por su mala praxis no hacían más que estallarle en la cara a Magallanes: habían perdido la nao con más víveres hacía un mes y ahora la segunda embarcación de aprovisionamiento acababa de renunciar, dejándole sólo con una tríada náutica en el medio de un horizonte desolador en el que no se colegía presencia humana a excepción de una superficie costera plagada de hogueras nocturnas que le valieron el nombre de “Tierra de Fuego”. ¿Qué ocurriría si el calado se achicaba y las naves quedaban encalladas? ¿Y si el estrecho resultaba ser en realidad un golfo demasiado angosto para permitir la circunvolución del rumbo? ¿Cómo sobrevivirían a las inclemencias de aquella tierra desconocida en la que el viento arrastraba corpúsculos de hielo? Veintidós días después, sus recelos se disiparon al encontrar el término del estrecho y la apertura hacia el pacífico.
El segundo tramo se había completado pero aún restaba una de las peores partes, la ruta por un océano ignoto durante tres meses agravado por las más horrendas privaciones: el agua dulce contaminada, carestía absoluta de cualquier alimento fresco, subsistencia a base de caldos de cinturones, botas reblandecidas, serrín o ratas, y el espantoso escorbuto fueron el conglomerado que diezmó a una tripulación desconocedora de la abundancia paradisíaca de las islas Clipperton y Clairon, las Christmas y Malden, o incluso las Marshall, que se asomaban a escasas brazas de su rumbo.
Tras 20.000 kilómetros de hambre y desesperación, el 6 de marzo de 1521 arribaron a las Islas de los Ladrones (actuales Islas Marianas) que apodaron así por la supuesta predisposición de sus gentes al hurto; la realidad es que las transacciones comerciales no fueron del todo claras por parte de los europeos, quienes presuponían que los objetos presentados por los nativos eran regalos y no ofrecían retribución alguna, ante la atónita mirada de los vendedores que resolvían tomar en truque cualquier objeto a su alcance (quizás el apelativo de “ladrones” estaba siendo proferido por las personas equivocadas, ¿no?). Días después y apostillando que la convivencia sería imposible, continuaron su marcha y tropezaron con la inhabitada isla de Samar (la primera de las islas Filipinas, denominadas así en honor a Felipe II) en la que pudieron descansar y reabastecerse durante 8 días. Ya alimentados y conscientes de que habían llegado a un archipiélago, cartografiaron las islas y prorrogaron la navegación hacia el sur hasta desembarcar en la isla Cebú el 17 de marzo, lugar habitado por una civilización de fuerte estructura social, excelsamente jerarquizada y de próspera economía que no mostró señal alguna de aprensión hasta que Magallanes hizo alarde de la fuerza militar de su armamentística. El rajá de Cebú, intuyendo que la paciencia y talante de aquellas gentes eran extremadamente limitados, trató de acogerles y presentarles sus diversas costumbres entre la que se encontraba un tributo o pago de buena voluntad previo al inicio de las acciones comerciales, pero Magallanes (imbuido por su ánimo ególatra y eurocéntrico), se negó rotundamente a salvaguardar el pacto que ya anticiparan árabes y chinos. Evocando la capacidad de los obuses hispánicos, a los cebuanos no les quedó más remedio que consentir un consorcio nada halagüeño y que abarcaba la conversión al cristianismo junto a la adopción de una nomenclatura ibérica.
Tras insufribles “componendas” atestadas por la extorsión y coerción marcial, los foráneos dispusieron de un almacén de mercancías y sondearon el modo de implantar su propia distribución hegemónica, haciéndose ver Magallanes como un semi-dios para eliminar cualquier signo de autodeterminación entre los cacicazgos malayos; por suerte, y aunque lo intentó fervientemente, su delirio no tuvo éxito.
En este punto sería para mí maravilloso decirte que su fracaso dio lugar a una epifanía sobre el buen comportamiento y el respeto a la diversidad, pero infaustamente la paranoia suprematista e idiosíaca del adelantado no cedía su terreno, y cuando arribó a Mactan el encuentro con la horma de su zapato no mejoró el escenario. Al reunirse con los dos señores de la región (Lapu Lapu y Datu Zula) obtuvo posturas contrapuestas: el primero le negó cualquier tipo de autoridad y le instó a la gestión de transacciones en términos de absoluta equidad, mientras que el segundo estuvo dispuesto a prestar su apoyo y vasallaje a cambio del derrocamiento de su rival, con quien mantenía rencillas ancestrales. Como era de esperar Magallanes tomó la actitud de Lapu Lapu como una ofensa personal y, nuevamente supeditado a su exacerbada pedantería, decretó el ataque al contumelioso adversario despachando la asociación nativa con Datu Zula; empero a las críticas de sus allegados (como Juan Serrano, antiguo capitán de la Concepción) el 27 de abril de 1521 medio centenar de soldados acudieron de mala gana a domeñar la “amenaza” mactaniense de mil quinientos guerreros que conformaban el séquito de Lapu Lapu, confiando en la superioridad de los trabucos y espadas por encima del elevadísimo número de efectivos del émulo. Tras una ofensiva de corto alcance a pie de playa, sumada a las dificultades de movimiento y carga, los soldados se retiraron y Magallanes feneció como había vivido: siendo el centro de atención de todas las miradas, un protagonista cercado por el suplemento de más de una veintena de saetas envenenadas.
Tras la muerte del capitán, los restantes miembros de la tripulación y del ridículo embate acordaron quemar la nao Concepción (al no tener medios suficientes para manejarla) y repartirse entre la nao Trinidad (con Gonzalo Gómez de espinosa al frente) y la Victoria (con Juan Sebastián Elcano como oficial, primer navegante en completar la cincunnavegación del globo) para llegar a las Molucas, cargar de especias y provisiones las despensas, y emprender el camino de regreso a España.
Curiosamente mientras ocurría todo este batiburrillo de inesperados ludibrios y escarnios, en Castilla se libraba la batalla de Villalar para imponer a Juana I como soberana sobre su hijo Carlos V y la capital del imperio mexica, Tenochtitlan, era asediada por Hernán Cortes; dos historias paralelas de las que, junto al periplo de Elcano, te hablaré en próximos artículos.