Lo que no te contaron sobre el colonialismo. Primera parte: berrinches monárquicos y exploradores en su salsa
Por Tamara Iglesias
Desde el principio de los tiempos el hombre ha buscado, quizás de un modo parcialmente inconsciente, el kit de supervivencia que le permita repeler el amargo retazo de la muerte; un retrato, un diario o un simple apodo se convirtieron en la vía de escape más rápida hacia el memento mori, un invalidante de la terrible carga del olvido que escolta al eje mortuorio. Con la venida de la Edad Moderna y el boom de los descubrimientos transoceánicos esta atávica competición tomará por compañero de relevo al acérrimo pionero, conduciendo a cientos de marineros (que deseaban ocupar su margen en la Historia) hacia las costas del Nuevo Mundo.
Para nosotros, acostumbrados a la pedantería y comodidad de la tecnología, estos viajes podrían resultar irrisorios o incluso un adeudo exacerbado en pos de la eternidad, pero si acaso su sensación al arribar a aquellas tierras extranjeras no fue muy diferente de la que nosotros sentimos cuando nos descargamos cualquier app recomendada: cierto es que cientos de personas ya la conocen y la han disfrutado antes que nosotros, pero ello no nos impide considerarnos expertos en cuanto le hemos “pillado el tranquillo”; sí, querido lector, aunque pueda no parecértelo tanto el reclamo de las tierras en nombre de Carlos I como la añagaza de likes en Instagram con tu nuevo selfie tienen al mismo protagonista: el fenómeno de idiosis (la necesidad de particularizarse para despuntar) que, implementado en nuestro subconsciente, deriva a la consumación de la aspiración que nuestra estratificación social considera superior. En el siglo XXI es la obtención del término “influencer” o “youtuber”, en el siglo XVIII era la admisión a un grupo económico de alto rango, y en el siglo XV la consecución de descubrimientos que sirvieran para gloria de la patria; todo al fin y al cabo para un mismo fin: perdurar al relego a través de una admirada reputación debida a una acción individual con pretensiones de globalidad.
Centrándonos en la Edad Moderna, debo decir que las acciones de conquista daban excelentes frutos en España tras la llegada de Cristóbal Colón a América en 1492: el comercio entre colonias y las exuberantes exportaciones de tintes, especias y metales preciosos abarrotaban el puerto de Sevilla enriqueciendo diariamente a la Corona de Castilla y provocando ciertas tensiones con el reino de Portugal con quien se había firmado en 1479 el “Tratado de Alcáçovasor” buscando el fin a la guerra de Sucesión Castellana y estableciendo unas cláusulas cerradas sobre la política de proyección exterior de ambos países. Aunque a Portugal se había entregado gran parte de la costa africana y a España las Islas Canarias, frente al gran descubrimiento de América la dotación lusitana resultaba casi una migaja y por ello Juan II de Portugal reclamó su absoluta potestad sobre el Nuevo Mundo alegando que sin duda alguna se encontraba en sus dominios sureños (fundamento que los reyes católicos pudieron sortear acreditando que la navegación se había efectuado siempre hacia el oeste). Evidentemente disgustado con tal respuesta, el enrabietado monarca envió en agosto de 1493 una expedición desde Madeira para demostrar su teoría y acusar de usufructo a sus consuegros (familiaridad debida al enlace de la infanta Isabel de Aragón y su hijo Alfonso), pero sus arrojos navales resultaron completamente infructuosos y Juan comenzaba a impacientarse; Francia desoía su llamada al enfrentamiento con el reino íbero, y para colmo de males la publicación de cuatro bulas papales firmadas por Alejandro VI (Rodrigo Borgia) en las que se instaba al fin del conflicto relegaban al reino luso a una situación francamente desfavorecida: el papa había trazado en un mapa una línea imaginaria (a 130 leguas al oeste de las Azores) dejando todo cuanto existiese en la zona occidental en manos españolas, mientras la zona oriental (alejada del nuevo y jugoso pastel que acababa de entrar en escena) permanecía en exclusividad para los portugueses. Pero aunque las cosas de palacio van despacio cuando Alfonso falleció en la ribera de Santarem, Juan vio clara su oportunidad para encauzarse el camino: escogería como sucesor al duque de Beja (futuro Manuel I) y repudiaría el ascenso de su nuera Isabel como reina a menos que se le ofreciera una partición del territorio hallado tras el océano atlántico. Lógicamente la situación obligó a la declaración de un nuevo tratado (Tratado de Tordesillas en 1494) por el que se recolocaba la línea de la bula papal a 270 leguas hacia el oeste y se le daba dominio a Portugal sobre una parcela que creyeron carente de tierras; con esta singular treta España esperaba aplacar la jeremiada protesta del soberano sin renunciar a un palmo de la región, pero lo que no sabían era que en realidad le estaban ofreciendo el extremo Este de América del Sur (si es que, como decía mi abuela, “el que no llora, no mama”).
Con semejante panorama entre manos se acrecentó la competitividad y avaricia de los dos reinos, siendo Portugal el primero en abrir la veda cuando (en 1500) envió a Pedro Álvares Cabral a una expedición rumbo a la India que, misteriosamente, apartó su ruta de aquella trazada por Vasco de Gama y terminó en Porto Seguro (Brasil) que reclamó en nombre de Manuel I de Portugal. Ofrecida ya la ansiada porción de poder, continuó su viaje hacia la India el 2 de mayo realizando paradas en Kilwa Kisiwani (Tanzania), Malindi (Kenia), Isla Anjadip (en Goa) y finalmente en Calicut (Kerala), donde la tripulación fue atacada por militares árabes e hindúes que veían peligrar sus perspectivas de monopolio especiero por culpa de los recién llegados; tras una retirada forzosa con cientos de bajas a la espalda, pudieron establecer lazos con Kochí (tambien en Kerala, India) donde la minoría hindú no presentó indicios de buscar un enfrentamiento contra el imperialismo luso.
Ante el descubrimiento de Brasil y el establecimiento de diversos puntos coloniales por parte de su nuevo yerno (que había desposado a la viuda Isabel), Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla resolvieron en 1505 (en La Junta del Toro) retomar el proyecto original de Colon: hacerse con el emporio especiero asiático encontrando una ruta alternativa por aquel océano que (según el conquistador) se encontraba entre el Nuevo Mundo y las afamadas Indias.
Tres años más tarde Juan Díaz de Solís fue contactado por Vicente Yáñez Pinzón, compañero de Cristóbal Colón en sus travesías precedentes y capitán de la Niña, quien le convenció para que embarcasen juntos explorando el Mar Caribe desde el Golfo de Paria (Venezuela) hasta la costa nicaragüense en la zona de Veragua. El 29 de junio de 1508 llegaron cerca de Santo Domingo y prosiguieron su ruta hacia Cuba, las costas de Nicaragua y Honduras desde donde remontaron al norte, descubriendo el golfo Dulce, el Cabo de Las Hibueras y las costas de Yucatán, donde fueron protagonistas de uno de los primeros contactos con la civilización azteca. Regresaron en 1509 a España sin haber encontrado el paso y con la consiguiente decepción de los monarcas.
En 1513 Vasco Núñez de Balboa descubrió el Mar del Sur (Océano Pacífico) desde Panamá y ello sirvió para insuflar vida a las intenciones de la Corona de Castilla, que aún ansiaba encontrar un estrecho hacia las islas Molucas (la Especiería) antes que su contrincante peninsular. El 24 de noviembre de 1514 se encargó nuevamente a Juan Díaz de Solís que reconociera la costa al oeste de las Antillas y para ello se le proporcionaron tres navíos, una tripulación de 60 hombres y provisiones para dos años y medio. Partiendo el 8 de noviembre de 1515 y alcanzando el puerto de Nuestra Señora de la Candelaria (actual Montevideo) el 20 de enero de 1516, logró recorrer toda la costa brasileña y arribar a unas islas uruguayas (que llamó con el nombre de Torres) desde donde siguió hacia el oeste, adentrándose en lo que pensaba que sería el estuario prometido; por desgracia y en realidad lo que había encontrado era el Mar Dulce o Río de Solís, que actualmente se conoce como Río de la Plata, y que para el marino resultó el paso previo hacia el fin. Llegados a la isla Martín García (fusionada desde 1980 con la isla fluvial Timoteo Domínguez) se topó a un grupo de nativos (posiblemente guaraníes o charrúas según algunos historiadores) con los que quiso comerciar, y aunque el regateo y la disconformidad eran dos actitudes para las que Solís estaba más que preparado, nadie podía haber imaginado que la transacción se saldaría con su asesinato, cocción e ingesta cual gorrino navideño en su salsa. Los horrorizados supervivientes de aquel holocausto antropófago retornaron a España, llegando a la costa el 4 de septiembre de 1516 y contando terribles historias de aquella tierra maldita cuyos “bárbaros” habían devorado a su capitán.
Pese al impacto de su último acto colonial, la siguiente expedición no se haría esperar y el 10 de agosto de 1519 partirían de Sevilla cinco naos (la Concepción, la Trinidad, la Victoria, la San Antonio y la Santiago) con una tripulación de 270 hombres dirigidos por un portugués al que su rey (Manuel I) había despreciado. Su periplo colmado de laureas intrigas y una mitificación idiosíaca le valió a Magallanes el preciado recoveco en el recuerdo colectivo así como una lanza ensartándole medio cuerpo, pero de eso, querido lector, hablaremos en el siguiente artículo.