Rothko o buscando un tema desesperadamente
Por Erika Bornay
Úrsula K. acercó lentamente sus dedos sobre el charco de sangre de forma ovoidal que había junto a la rodilla derecha del muerto, una rodilla que ahora era como una grotesca protuberancia, un saquito lleno de huesos pequeños e irregulares en el centro de una pierna descoyuntada que descansaba inerte sobre el brillante parqué. Cuando sintió en las yemas de sus dedos el contacto viscoso y bermellón de la sangre, el pulso de las sienes se le disparó y su garganta emitió un extraño sonido gutural. Hizo un pequeño círculo con el dedo índice sobre el untuoso humor y fue, al detenerlo, cuando levantó su vista hacia el Rothko que apoyado en el suelo se erguía detrás del pie derecho del cadáver que se había escapado de un zapato acharolado.
Era una tela sin marco, de un metro largo de altura. Sobre un fondo de un luminoso amarillo emergía, titubeante, vaporoso, un recuadro de un rojo carmesí similar al de la sangre esparcida por el suelo. Úrsula K. lo miró despacio, largamente, mientras una venática sonrisa aparecía en su rostro. A medida que sus ojos brillaban, sus extraviados sentidos se fueron apaciguando. Con un vigor inesperado se levantó del suelo, frotó, para limpiárselas, sus manos viscosas por la falda de cuero y fue cuando quiso coger la obra, que su pulgar, sucio todavía, dejó su marca sobre un ángulo inferior del cuadro. Úrsula K. dió un grito que resonó en el silencio blanco del barroco dormitorio. Hizo un salto hacia atrás mientras agarraba con fuerza la cruz griega que colgaba de su cuello. «Lo limpiaré en casa» murmuró.
Sosteniendo la tela con ambas manos, abandonó el apartamento dejando las puertas abiertas. Pulsó el timbre del ascensor y aunque insistió varias veces no consiguió que subiera, por lo que decidió bajar por la escalera. Eran tres pisos, y cerca del primero oyó el portón de entrada abrirse y a alguien subiendo los peldaños reposadamente. El corazón le dio un vuelco y cuando ya escuchó los pasos cercanos, colocó la tela a modo de parapeto, lo que sólo iba a permitir ver al hombre que ascendía, el extremo de sus piernas cubiertas con unas gruesas medias verdes.
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-¿No es extraño ese toque rojo sobre el amarillo del fondo? Nunca había visto una pincelada tan peculiar en un Rotkho -comentó Mrs. Rutterford de la Tate Modern de Londres mientras acercaba sus ojos miopes a la tela.
-Tiene usted toda la razón Mrs. Rutterford, pero precisamente esta original pincelada en el extremo del ángulo es lo que hace a este Rothko, excepcional. Único. -le contestó Úrsula K. levantando su impúdica e engreída nariz.
-Sí, es un rotundo rojo sangre que agrede el amarillo, ¿verdad? -Con el pulgar y el índice, la dama pinzó por breves momentos su labio inferior y agregó. – Me pregunto, querida, si estaría usted dispuesta a venderme la obra.
Úrsula K. la miró y sonrió malévolamente.
Un buen ejemplo de los riesgos que toma un autor que decide transformar en ficción algo que sucedió en la realidad. El texto está salpicado de incorrecciones: Rothko murió en su estudio (no en su apartamento), en el cuarto de baño (no en el dormitorio), y quien encontró el cuerpo fue su ayudante Oliver Steindecker.
No es por discrepar con lo que escribes pero en el relato no pone en ningún momento que el muerto sea Rothko sino que se encuentran ante una obra de Rothko.