"El precio", de Arthur Miller, en una versión magistral de Sílvia Munt
Por Horacio Otheguy Riveira
En 1949, Arthur Miller estrena Muerte de un viajante, crónica negra de un drama social muy profundo que lleva al suicidio del padre de familia. En 1968 estrena El precio, considerada una obra menor frente a sus obras maestras, pero es en realidad otra obra muy grande con una dinámica teatral más discursiva que aquella otra, más complejo su entramado psicológico. Tienen en común el padre de familia como centro neurálgico de todos los que le rodean, aman o detestan. Si en la primera Willy Loman es un protagonista fundamental, en El precio se trata de un personaje ausente sobre el que gira el drama de dos hermanos, un padre al que sólo se le identifica por algunas actitudes y la butaca en que solía sentarse a ver pasar el tiempo, una vez que lo perdió todo. Una butaca que forma parte del decorado esencial de uno de los más interesantes personajes ausentes de la historia del teatro, ya que por momentos creemos verle, silencioso y agobiado, profundamente triste, sin la menor señal ante el vacío en que quedará la vieja casa. Todos los muebles se los llevará el nonagenario Solomon y los hijos partirán hacia su propia vida con la fatídica sombra paterna.
Ha tardado veinte años Arthur Miller en convertir a aquel hombre soñador, vitalista, que se mata para salvar a su familia de la ruina con un seguro de vida, en este otro que ya no puede dar la cara, muerto y enterrado, pero con su agonía salpicando a sus hijos en un concierto de lamentos que refleja también la ruindad de una sociedad que gira en torno al éxito y el dinero en busca desenfrenada por obtener el mejor precio de todo.
Precisamente por no tener esta obra la calidad dramática de otras (Las brujas de Salem, Panorama desde el puente,…) esa carencia de juego escénico y desarrollo de un conflicto más punzante, hace que la función exija mucho más cuidado en su puesta en escena. Mucho menos representada, El precio siempre ha corrido el riesgo de resultar pesada, demasiado densa, con un texto desarrollado de tal manera que recuerda el peor teatro estándar en el que los personajes llegan y dicen todo lo que piensan. Sin embargo, tras esta apariencia, algunos directores han sabido encontrar la atmósfera adecuada donde los sentimientos de los personajes se entrelacen con las palabras en un torrente de acción interior que se va desenvolviendo con un ritmo casi musical, y así sucede en esta versión de Sílvia Munt de bellísima melancolía en las melodías que se escuchan mientras vemos a los personajes deambulando por una ciudad en blanco y negro, de noche, Nueva York, Madrid, París, México… Cualquier lugar donde la gente vaga con su soledad y su historia, mientras un anciano de 92 años añora a su hija muerta y la ve todas las mañanas al despertar, pero prefiere acabar la tarde escuchando un muy contagioso disco de risas…
Armar este tinglado altamente emocional cargado de ideas sobre el dinero, la vida y el amor es una tarea muy difícil. En el año 2004 Jorge Eines dirigió una estupenda versión con Juan Echanove, Helio Pedregal, Rosa Manteiga y Juan José Otegui. Yo ya había visto otras dos y aquella puesta me encantó. Esta vez siento parecida emoción desde otra perspectiva. Ninguna comparación es posible. Y cuando se da esta eclosión de felicidad teatral es imprescindible dejar constancia. Aquí y ahora el gozo es diferente ante la confirmación de la vitalidad de un texto y el conmovedor punto de vista de una nueva visión de lo que en definitiva es el espectáculo de emociones atrapadas en una encrucijada, servidas por un poeta de la escena felizmente acompañado por una Compañía que alienta la creatividad haciéndonos sentir la turbadora sensación de sobrevivir alrededor de fantasmas que no terminan de desaparecer por mucho que insistamos.
Ese diálogo entre el espectador, el texto y los actores se brinda en esta ocasión con una calidad poética muy especial, con un ritmo pausado fascinante en el que los personajes se escuchan y se miran de un modo profundo y atraviesan sus ansias y decepciones con una cadencia que es música para los oídos, dueños cada uno de sentimientos que se entrelazan con las palabras (muy bien traducidas por Cristina Genebat) con una armonía sorprendente.
Ya en las primeras proyecciones sobre la gran pared enmohecida del salón donde transcurrirá la acción nos encontramos en una atmósfera de alta tensión que será, momento a momento, cada vez más emocionante. Un compromiso en el que las risas frescas y a la vez nerviosas, de Elisabet Gelabert en la primera escena son el caldo de cultivo en el que germinarán sus dolencias y asombros posteriores. La espera su marido, Tristán Ulloa, quien con su uniforme de policía no puede ser más vulnerable, un hombre triste, resignado, que sin embargo será quien mejor sepa levantar muy alto el escudo de la compasión, frente a su hermano, el duro cirujano de éxito, fatalmente desolado, creyente absoluto en el esfuerzo individual frente a las caídas y los fracasos interpretado por Gonzalo de Castro con sombrío desencuentro entre la opulencia de su traje y la soledad de quien no sabe cómo pedir perdón.
Entre los tres, el padre ausente y un visitante achacoso, el necesario para liquidar el mobiliario y borrar de su memoria el fantasma paterno, pero entre sus recuerdos se abre camino el silencio final para los tres protagonistas, mientras el viejo subastador deambula por la casa que vaciará, pícaro e ingenioso, simpático como buen comerciante, a un paso de la tumba, entre carcajadas que brotan de un disco y le siguen impulsando a continuar viviendo. Eduardo Blanco compone este personaje con una creatividad encomiable. Por primera vez —en las cuatro versiones que presencié— su personaje no acapara toda la atención ni es especialmente divertido; se sitúa en la acción como un fantasma más, como alguien que ha vivido tanto que se daba por desaparecido, “usted debe haber encontrado mi teléfono en una guía muy antigua”…
Imprescindible reencuentro con Arthur Miller en un espacio de melodiosa intimidad recreado también con maestría por Enric y Kiko Planas, escenógrafo e iluminador respectivamente.
De | Arthur Miller |
Traducción | Cristina Genebat |
Dirección | Sílvia Munt (foto) |
Intérpretes | Tristán Ulloa, Gonzalo de Castro, Eduardo Blanco, Elisabet Gelabert |
Escenografía | Enric Planas |
Iluminación | Kiko Planas (AAI) |
Sonido | Jordi Bonet |
Vestuario | Antonio Belart |
Audiovisuales | Raquel Cors y Daniel Lacasa |
Ayudante de dirección | Gerard Iravedra |
Ayudante de vestuario | Cristina Crespillo |
Confección de vestuario | Rafael Solís |
Sombreros | Sombrerería Medrano |
Construcción de escenografía | Taller d’Escenografia Castells y Taller d’Escenografia Jorba Miró |
Peluquería y maquillaje | Iris Dueñas |
Comunicación y marketing | Helena Ordóñez y Bitò |
Prensa | Josi Cortés |
Dirección técnica | Jordi Thomàs |
Producción técnica en gira | Miseria y hambre |
Dirección de producción | Josep Domènech |
Adjunta dirección de producción | Clàudia Flores |
Jefa de producción | Macarena García |
Ayudante de producción | Beatrice Binotti |
Agradecimientos | Café Manuela, El Pabellón del Espejo y Jesús Esperanza |
Una producción de Bitò |
EL PAVÓN TEATRO KAMIKAZE, desde el 12 de octubre al 6 de enero 2018