Atemperación del jeroglífico egipcio: germen, supervivencia, hierática y demótica
Por Tamara Iglesias
Grandes ojos rasgados con khol, báculos divinos que se extienden sobre el trigo, ibis espléndidos que acompañan a serpientes y cartuchos reales… el impacto visual que los jeroglíficos egipcios han provocado en nuestra memoria colectiva (a menudo suscitada por la labor cinematográfica) relega involuntariamente a este medio de escritura a un puro módulo anecdótico, característico de una civilización que nos resulta lejana, exótica y falsamente abierta a la especulación interpretativa. Y aunque su protagonismo resultó determinante como eje identitario, debemos considerar que más allá de este “cliché” expresivo, existieron otros dos tipos de trazos permutantes que no recibieron igual reconocimiento pese a ser empleados con la misma asiduidad y constituir la supervivencia de su erudición; me refiero, por supuesto querido lector, a las escrituras hierática y demótica.
Pero antes de iniciar esta revisión gráfica por los fragmentos eludidos de nuestro pasado, sentemos brevemente el germen y pedestal de la caligrafía signada, ¿te parece?
El jeroglífico (palabra que literalmente significa “grabado sagrado”) resultó un verdadero quebradero de cabeza durante años para los historiadores, pues la importancia que los habitantes del Nilo otorgaron a esta escritura en los contextos religioso y funerario resultaba ineludible; transacciones mercantiles con tierras lejanas, elevados costes con los marchantes, indagación continua por parte de los escribas… cualquier revelación (por dispendiosa que esta fuera) quedaba justificada bajo la perspectiva de encontrar el mejor pigmento, el aglutinante más fastuoso y adherente o la innovación que encumbrara el reflejo de Egipto a través de estos escuetos signos en una pared de roca caliza. Pero aunque referenciar el momento exacto en el que este sistema de logogramas comienza a afianzarse como expresión regular, en un Imperio cuyos primeros vestigios ya aparecen en pleno neolítico (VI milenio a.C.) y que no recurre a una cronología fija (solapando reinados en una suerte de contradicciones que ya adelantaba Manetón, historiador y sacerdote del siglo III a.C.) resulta complejo, podemos suponer (dados los vestigios hallados en las excavaciones) que muy probablemente esta tendencia pictográfica se originó en el periodo predinástico (entorno al 3200 a.C.), datación a la que pertenecen una interesante serie de paletas destinadas al servicio estético del faraón (de la que destacaré, dada su notoriedad, la Paleta de Narmer, de la que hablaremos en otra ocasión).
No deja de resultar interesante, por supuesto, que este estadio temporal concuerde con el advenimiento de la escritura cuneiforme mesopotámica, una coincidencia que muchos historiadores decidieron resolver equiparando y familiarizando ambas estenografías, a partir de piezas como la tablilla de Kish (año 3500 a.C.) emparejada con los depósitos esquemáticos de los yacimientos de Hierakónpolis; a título personal (y siguiendo las consideraciones de la rama más proclive a la aféresis de la subordinación territorial) me resulta un tanto inverosímil no considerar la aplicación de ambas escrituras para trazar su origen: por un lado, la rama sumeria superpone su creación de un sistema escrito a la necesidad de mantener el control administrativo en materia comercial; por el otro, encontramos la inexistente practicidad económica inicial del modelo egipcio (centrado en el alcance valorativo de su registro histórico) así como una formación a partir de símbolos con valor fonético e ideográfico (combinables según valores consonánticos dispuestos en columnas) que nada tienen que ver con el módulo silábico descubierto en la escritura cuneiforme gracias a la Inscripción de Behistún (epigrama monumental en piedra de la época del imperio aqueménida, que proclama las hazañas de Darío I de Persia en persa antiguo, elamita y babilonio). Es por ello que, a mi juicio y el de tantos otros historiadores, la exclusión de esta teoría ayuntadora es prácticamente rotunda.
Hasta el tercer milenio la escritura jeroglífica en Egipto llegó a emplear más de 1000 caracteres variados que permitían el registro de información sobre reyes y funcionarios, diversos actos religiosos, transcripciones de relatos propios de su literatura y cultura local, e incluso descubrimientos científicos que resultaron coincidentes con la expansión del Imperio. Dicha dilatación territorial nos permite abordar un precepto ciertamente interesante, y es que un estado que ensancha su jurisdicción mediante la anexión (forzosa o no) de tierras aledañas tan sólo es capaz de lograr una inclusión total de sus nuevos súbditos por la imposición (o acogimiento, según el caso) de las tradiciones sacras y cotidianas del invasor sobre el invadido; evidentemente ello incluye la escritura, puesto que la potestad sobre la materia escrita supone la victoria frente a la autenticidad social (una mímesis de otredad que ya referenciaban Bhabha y Said a partir de las consideraciones colonialistas); al mismo tiempo la alta estima de dicha escritura como un eje identitario común, predispone un elemento de igualdad para todo el pueblo. Sin duda, la presencia de una taquigrafía regulada implica un exponente de superioridad en quien la monopoliza (motivo por lo que es común que la familia real y funcionarios se representen escribiendo, en un status quo que referencia su continua necesidad por reforzar el supra y la idiosis) y un elemento de acogimiento para el neonato segmento del imperio.
A partir precisamente de esta percepción, así como de una prestación cara a la practicidad, supervivencia y comodidad, la escritura jeroglífica se sintetiza y modifica hacia dos vertientes: la hierática y la demótica.
La hierática (término que en griego significa “sacerdotal” y que se debe a su empleo continuo por parte de los sacerdotes durante la época Ptolemaica) surge como una adaptación para papiro y cerámica que será aplicada desde el 1300 a.C. en los ejemplares de carácter administrativo e intelectual, disponiendo de tinta negra para el cuerpo del pasaje y roja para la remarcación de palabras con un sentido relevante en la comprensión del contexto. Proyectados de derecha a izquierda (hasta el año 1000 a.C., en el que surgen ejemplos de una disposición vertical, especialmente recurrente en vendajes destinados a la momificación), estos caracteres se identifican por su apreciable perfil cursivo y su distribución según ligaduras de códigos individuales o grupos fraccionarios, una particularidad que agilizó el desarrollo de un sistema numérico propio.
Por otro lado, la demótica (en griego “demotika”, es decir “popular”) aparece en la Época Baja (hacia el 660 a.C. y entorno a la XXVI dinastía) como una nueva abreviación (en este caso de la hierática) empleada preferentemente en asuntos de la vida cotidiana, minutas literarias e inscripciones en piedra de menguada relevancia; su globalización y acercamiento a todas las clases sociales como huella de identidad colectiva (incluso para aquellos que no podían leerla o escribirla) la convirtió en la caligrafía dominante hasta el siglo IV, momento en que el griego comenzó a reemplazarla en los documentos burocráticos. Cuando la lengua helénica se instauro en todo el territorio faraónico, esta escritura pervivió mediante la sinergia con la nueva escritura copta, un sistema de 32 marcas al que no le quedó más remedio que incluir 7 caracteres demóticos para referirse a aquellos adminículos cuya denominación resultaba intraducible.
El breve suspiro que quedaba del Antiguo Egipto en el presente, moriría junto al copto en el 640 de nuestra era, coincidiendo con la definitiva instauración del árabe como lengua oficial del territorio bañado por el Nilo. Sin embargo, aquella colosal prolongación y adaptación preliminar ante la amenaza de la Elláda facilitó su recuperación tras el hallazgo de la Piedra Rosetta (placa de diorita hallada por un oficial francés en 1799 en la que se narra, en griego antiguo, demótico y jeroglífico, uno de los decretos de Ptolomeo V durante su reinado), de modo que su pasada aclimatación y convergencia ante la alteración del entorno permitían en pleno siglo XIX el estudio, recreación, interpretación y traducción de aquellas mágicas pictografías por parte de Jean-Francois Champollion y Thomas Young, que hasta entonces habían volado entre incógnitas y teorías advenedizas, obsequiando a la modernidad con una nueva imagen del territorio faraónico que la Historia había primitivizado.
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