Agricultura y poder en el siglo XVII: de cómo la Pequeña Edad de Hielo propició la Revolución Social
Por Tamara Iglesias
“El hombre más rico es aquel que trabaja el campo, que se nutre de su esfuerzo y degusta el placer de una vida sencilla” promocionaba George Berkeley (influyente filósofo de la Edad Moderna y creador del idealismo subjetivo) entre las gentes más humildes; pero en su calidad de obispo e hijo de una familia noble que se valía de gravámenes y transacciones mercantiles para mantener su elevado nivel de vida, posiblemente no experimentó las vicisitudes del sector agrario moderno.
Para ponerte sobre contexto, querido lector, en la misma cazuela se mezclaron los ingredientes para el desastre: media taza del apoyo de la nueva oligarquía urbana y rural a la antigua nobleza, una cucharada de la Revolución de los Precios en el siglo XVI, el jugo de la ya apolillada y cicatera conducta de los señores feudales (que desde el siglo XV abusaban de su poder por medio de “malfetrías”, fechorías y delitos de cuya culpabilidad eran eximidos), el caldo de la persecución antisemita y la sazón de los cruentos conflictos bélicos y nuevas epidemias (sobresaliendo la Guerra de Trastámara y la peste negra). Y cuando esta receta parecía no soportar ni un ingrediente más, sobrevino el componente determinante para la ebullición holista de una comunidad que no podía soportar más peso a sus espaldas: la Pequeña Edad de Hielo, un período frío que abarcó desde comienzos del siglo XIV hasta mediados del XIX y que puso término al inconcebible bochorno del Período Cálido Medieval de los siglos X y XIV; si la situación anterior ya había regalado desolación en los corazones y acidez en el alma, este nuevo elemento dejaría sus estómagos completamente vacíos y sus bolsillos volteados hacia la miseria.
Lo sé, puede parecerte extraño o incluso exagerado, pero piénsalo un momento: en una Europa predominantemente rural y cuya producción se destinaba al sustento de toda la población (independientemente de su clase social) la llegada de semejante cambio climático provocó el tambaleo y destrucción de todo un sistema basado en la diligencia tradicionalista del cultivo. Sólo aquellas familias aristocráticas que pudieran costearse la importación de alimentos foráneos podía subsistir, y dicha supervivencia resultaba precaria y temporal puesto que el incremento de aranceles e impuestos se haría notar en menos de un año acabando incluso con la riqueza de aquellos grandes caballeros. En un marco productivo centrado en la dominación de los sistemas de rotación bienal o trienal con fuerte presencia de barbecho, y el monocultivo (especialmente de trigo), la única respuesta posible fue la siembra industrial y la hegemonía del pastoreo (una tendencia que no fue uniforme y que dependió de la distensión temporal y geográfica, pero que proporcionó resultados y estabilidad desde principios del siglo XVIII).
En Inglaterra el escenario se agudizó debido a la guerra civil que asolaba el país y que provocó un fuerte estado de carestía dado el coste de sustentar a tan ingentes regimientos; la implantación de innovaciones agrarias (redistribución de los campos de cultivo y novedades en la recolección, sobretodo) ofreció una longeva estabilidad al país a partir de la segunda mitad de siglo, así como la adopción de un procedimiento autóctono de los Países Bajos y centrado en las rotaciones (con inclusión de legumbres y plantas de raíz en lugar de la tendencia al barbecho), lo que facilitó la recuperación de los nutrientes del suelo así como el incremento de las actividades ganaderas.
En la mayor parte de Lombardía, norte de Francia y Cataluña, y litoral noratlántico español, la primicia trascendental fue la difusión del maíz, extendido desde fines del XVI por Galicia, el área cantábrica española, el sur de Francia y norte de Italia. El cultivo del arroz también entabló su andar vacilante en estas zonas, con un resultado notablemente infructuoso en comparación.
Indudablemente en Europa occidental, el proceso de endeudamiento del campesinado se dejó sentir exiguamente en las propiedad familiares campesinas (alejada del mundo urbano) donde resistió mejor la presión a costa de intensificar el trabajo de sus miembros; otro gallo cantaría en el caso de los granjeros metropolitanos, sometidos a los designios de las clases rentistas (nobleza y clero) que se beneficiaban del sistema triunviral de grandes propietarios terratenientes, arrendatarios que explotaban las tierras con métodos capitalistas y jornaleros asalariados que procedían del campesinado empobrecido. Aunque la situación de explotación para éstos resultó a menudo sórdida y mezquina, historiográficamente debemos admitir que esta explotación permitió un jornal fijo a los trabajadores y la introducción eficaz de métodos de cultivo nuevos que permitieron el repunte de las cosechas a costa de la desaparición del pequeño campesinado (arquetipo de ello fue Inglaterra entre los años 1660 y 1740).
Empleando la gabela como eje contractual se establecían los mismos patrones de desarrollo agrícola, lo que contrarrestó la caída de los precios mediante el incremento de la productividad.
Clara inversión del paradigma nos encontramos en Europa oriental, donde la demanda urbana estimuló la horticultura, el cultivo de árboles frutales y de la viticultura, cambios que sentaron las bases de un incipiente proceso de especialización regional (acaecimiento que también aprovecharon los señores para usurpar los bienes comunales e incrementar sus propiedades agrícolas para el comercio, una táctica que les permitió librarse de la crisis financiera que se originaba en las cepas del colectivo). Como resultado se produjo una extraordinaria concentración de propiedad en manos de un selecto grupo de grandes aristócratas y una industria que vigorizó los vínculos de servidumbre, generalizando el proceso de sometimiento del campesinado que venía produciéndose desde finales del siglo XV y que empeoró en esta centuria.
Por tanto nos encontramos de nuevo con otro cóctel peligroso: el abuso del prócer sobre el labrador, la rotura del equilibrio en la propiedad de las explotaciones y el fin de la máxima “producción-consumo” en pos del “comercio-manufactura”. El malestar social resultante de agitar estos ingredientes en la coctelera de la estratificación (que no permitía el ascenso de ningún miembro de la clase baja) suscitó el bandolerismo, las acciones violentas y las revueltas constantes que fortificaron el clima de inestabilidad y el deseo de una nueva sociedad igualitaria; una imagen que se saldaría con la llegada de la Revolución Francesa en 1789 y una historia, querido lector, de la que te hablaré en próximos artículos.
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