De los manuscritos miniados, los Libros de Horas y la Idiosis (o la necesidad de particularizar para despuntar)
Por Tamara Iglesias
Caballeros que enarbolan sus estandartes, hermosas damas que prenden su amor de un pañuelo bordado, caos bélico, analfabetismo y epidemias generalizadas; con estas pocas palabras podría resumirse la imagen que la cinematografía contemporánea pretende transmitir al espectador respecto a la Edad Media, un perfil que, como ya hemos visto en artículos precedentes, resulta erróneo. Ahora que estás al corriente de los monacatos célticos, la estratificación social, la organización del comercio y el estudio en las universidades, querido lector, tan sólo resta departir sobre el elemento fundamental de análisis y devoción de esa elaborada red intelectual que combinaba tongada con formación académica: me refiero, por supuesto, al manuscrito iluminado o miniado.
Si bien es cierto que la actividad narrativa se remonta al IV milenio a.C con la escritura cuneiforme y que harto conocidos son los métodos pictográficos de expresión (véase el caso de los jeroglíficos egipcios), resulta ineludible que el manuscrito iluminado se calificase en la sociedad de la Alta Edad Media como una gran primicia y una espléndida herramienta para la transmisión de textos vetustos (especialmente aquellos comprendidos entre los siglos III y VI) cuya traducción resultaba compleja y a menudo de un discernimiento infructuoso. Dada esta azarosa dificultad, a la que se añadía asiduamente la displicencia del lector, la transcripción comenzó a apoyarse en la adhesión de pequeñas ilustraciones que socorriesen la lectura en caso de perder el hilo argumental o de ignorar el significado del mismo (una acción didáctica no tan diversa de las que topamos hoy día en los libros de texto de los estudiantes contemporáneos); precisamente fue éste el motivo para la calificación de “miniados” o “iluminados”, dado el tamaño en miniatura de las ilustraciones y el empleo de metales preciosos como oro, plata y pigmentos metalizados que invocaban la atención del lector debido a su refulgencia. Por supuesto y como ya sospecharás al hablar de esta costosa elección de colorido, el comprador habitual de este artículo pedagógico fue el estrato dirigente, especialmente encabezado por la alta nobleza.
Estos códices (manuscritos en formato libro, cosidos y encuadernados) o pergaminos de vitela (realizados en la piel curtida de becerros neonatales) eran elaborados al gusto del cliente, por lo que contaban con una unicidad que resultaba inusitada (incluso comparada con la labor que se llevaba a cabo en los sarcófagos romanos); el deleite por la personalización del manuscrito era tal que incluso llegaba a realizarse un boceto previo en tablillas de cera, en pos de facilitar futuras correcciones. Los miniaturistas (profesión que germinó a partir de la actividad de copia de los monjes en sus scriptoria) responsables de dicha labor, habitualmente dividían su trabajo de un modo similar al de una cadena de montaje encomendando a las ayudantes femeninas el diseño y ejecución del miniado y a los varones la transcripción y el trazo caligráfico, cuyas preferencias se establecían en el contrato junto a la regulación del tamaño, estilo y tipo de pasajes que debía incluir el tomo; salterios, biblias y santorales resultaban el encargo más cotidiano, pero nunca fueron rival para los codiciados “Libros de Horas”, los legajos más encarecidos y prestigiosos de la Edad Media.
Apelados también como horarium, estos documentos derivaban de la agrupación de las ocho series de textos litúrgicos (horas marianas, salmos de grados, salmos penitenciales y de confesión, letanías de los santos… etcétera) que debían recitarse a lo largo del día (en un horario y forma determinados) para practicar la devoción cristiana correctamente sin renunciar al carácter privado del culto domiciliar. Teniendo en cuenta la fe del devoto comprador, sus preferencias dentro del almanaque sacro y la riqueza que ostentaba, se garantizaba una correcta adecuación e individualización del contenido, convirtiéndose en un volumen generalmente intransferible dado este significado particular; ello precisamente fue uno de los mayores motivos por los que este formato alcanzó la popularidad, ya que en una sociedad marcada por la homogeneidad de las esferas más elevadas disponer de un objeto no tipificado fructificaba en un considerable resorte para el ascenso de estatus. De nuevo, querido lector, aquí aparecen mis acuñados conceptos del “supra” (del que ya te hablé en otras ocasiones) y de “idiosis” (del griego “ιδιωσιζ”), que se resume en la necesidad individual de una particularización remitida al encumbramiento por medio de ese carácter distintivo, un concepto que aunque se solapa en ciertos términos con el supra prescinde de la comparativa en pos del despunte y que veremos muy particularmente a partir del llamado “Siglo de las Innovaciones”.
Pero volviendo al tema que nos ocupa, el mayor ejemplo de esta fama y esplendor lo encontramos en “Las muy ricas horas del Duque de Berry”, conocido por sus detalladas miniaturas y por haberle costado una verdadera fortuna en pigmentos a su propietario el duque Juan I de Berry (que deseaba hacerse notar entre la rama familiar paterna de los Valois), este manuscrito es conocido como “le roi des manuscrits enluminés” (“el rey de los manuscritos ilustrados”) y es probablemente el documento iluminado más importante del siglo XV. Encargado alrededor de 1410 y realizado por los hermanos Limbourg, sus 206 hojas fueron invadidas de plegarias para cada hora canónica del día y profusamente iluminadas con un total de 131 miniaturas, 300 letras capitales doradas y 1800 cenefas doradas. Destaca sobremanera su calendario (terminado supuestamente por Barthélemy Van Eyck en 1440) con representaciones de los distintos periodos del año y las labores agrícolas destinadas a cada mes, en una suerte de unión entre las influencias pictóricas italianas y las tradiciones representativas francesas de Jacquemart. Pero sin duda la característica que llama más poderosamente nuestra atención es el empleo del azul de ultramar (hasta entonces desconocido en la práctica de la ilustración de textos), cuyo elevado coste se sumó a la dificultad para conseguir el lapislázuli (materia prima de este pigmento) y provocó que, en su dilatada espera, tanto el duque como los ilustradores falleciesen por un acceso de peste antes de haber terminado el pedido. Será el pintor Jean Colombe quien, en 1485 y a petición de la Casa Saboya, finalice y reelabore secciones de este volumen a fin de adecuarlo a su nuevo dueño el duque de Aumale (también conocido como Enrique de Orleans).
Otra suerte corrió el “Libro de Horas de Boucicaut” (encargado por Juan Le Maingre, ascendido a mariscal Boucicaut por Carlos VI de Francia que aunque fue iniciado y rematado por la misma mano sigue produciéndonos quebraderos de cabeza debido al anonimato del autor, lo que dificulta situarlo en un contexto, período y dominio fehacientes; si bien es cierto que recientemente se ha sopesado la posibilidad de que haya sido obra de Jacques Coene habida la notoria proyección de la percepción espacial que se correlaciona con este artista, y que continúa sin descartarse la posibilidad de que fuera una labor más del Maestro de Bedford quien empleaba a menudo degradaciones de color para crear planos desplegados de fuerte perspectiva aérea (algo que puede constatarse con sencillez en los paisajes de “El David” o la “Huida a Egipto”), no existe asomo de duda en que su creador fue un artista de enorme prestigio y elevadas calidades plásticas que ha sido desdeñado en pos de un mecenas que sustituyó la motivación litúrgica del Libro de Horas por una demostración de hegemonía.
Nos encontramos pues con libros de culto doctrinal transformados en subrepticios de magnificencia social, con el supra y la idiosis de los mecenas ondulando sibilante entre los dorados de esas páginas (cuya auténtica función era enaltecer el patrimonio de su señor), y con el recuerdo de una disciplina que la Edad Moderna relegó a la estampación de cuentos infantiles con la llegada de la imprenta en 1450.
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