La Universidad: origen medieval, fundamento y el arquetipo de Praga
Por Tamara Iglesias
Pirámides, palacios, colosales efigies y murallas de gran envergadura; a lo largo de la Historia los diversos dirigentes de todos los confines del mundo han establecido la erección de ambiciosos proyectos como símbolo inmortal de su grandeza, pues el miedo a morir no es tan inconmensurable como el miedo al olvido (ni siquiera para los integrantes de la sociedad contemporánea, sonoramente anestesiada). No obstante, el paradigma de poder dará un vuelco hasta entonces desconocido a partir del siglo XIV, momento en que el gobernante decidirá anteponer el reflejo de su magnanimidad y generosidad para con su pueblo a la simple vanagloria personal; encontraremos cientos de decretos para la construcción de puentes, carreteras, casas de beneficencia, hospitales… y, sobre todo, universidades.
Un dato interesante, y previo a meternos de lleno en la materia sobre estos centros de formación en la Edad Media, es el significado de la palabra “Universidad”; proveniente del latín “universitas” (vocablo compuesto por la raíz “unus”, el verbo “vertere”-“verter”, y el sufijo “tat”- “verdad, igualdad o cantidad”) personifica la idea de que el estudio facultativo se localiza en la acción de “verter la verdad hacia uno mismo”, una grandilocuente definición que englobaba la actividad de profesores y alumnos.
Históricamente la base de las universidades europeas la encontramos en las escuelas catedralicias y monacales, instituciones que se generaron a partir de las actividades de escribanía realizadas en las bibliotecas medievales. Los diversos criterios en torno a la correcta transcripción de manuscritos pronto evolucionaron en una serie de debates abiertos que trataban de enriquecer el conocimiento de copistas y oyentes, quienes comenzaron a pagar pequeñas sumas de dinero a los oradores para agradecer su labor; la idea de convertir estas intervenciones puntuales en lecciones recogidas en materia escrita surgió con gran entusiasmo en 1290, cuajando en la erección de edificaciones construidas específicamente para la didáctica. El enorme entusiasmo que pusieron en esta nueva empresa los reyes centroeuropeos, que veían en esta formación una espléndida ventaja para delegar acciones poco pertinentes en cualificados y devotos súbditos, ayudó notoriamente a la expansión de este dogma pedagógico.
Los estudios se comenzaban a la edad de catorce años siendo imprescindible que el pupilo hubiera aprendido a leer y escribir en latín, bien en las escuelas parroquiales o bien de la mano de un tutor personal (según la clase social y poder económico del estudiante); durante seis años se dedicaban por completo al estudio del Trivium (dialéctica, retórica y gramática) y el Quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía) y tras examinarse (en una prueba oral) con los magister (profesores) de la universidad, recibían el título de bachiller. Con esta credencial podían acceder a los estudios de las ramas más codiciadas (Medicina, Derecho y Teología) o simplemente dedicarse a la enseñanza, si bien su adquisición resultaba terriblemente compleja para el grueso del alumnado que frecuentemente abandonaba el aprendizaje debido al titánico gasto que suponía hacer frente al pago de los diversos preceptores y el alojamiento; en estos casos, era común que los catecúmenos adoptaran la labor de preceptos de los hijos de los nobles.
Sin duda el periodo más prolífico en fundación de universidades y en financiación de sus estudiantes fue el bajomedieval, momento en que los diversos estados del sur de Europa fueron conscientes de la necesidad de disponer de especialistas formados en campos que cubrieran las necesidades burocráticas y organizativas de los acodos más básicos de la administración; las cifras se dispararon en el año 1300 en el que el número de universidades pasó de 20 a 80 en Europa, convirtiendo a los paraninfos egresados en un verdadero centro de formación para los futuros proto-funcionarios de la nación.
Cada monarquía, príncipe, ciudad o república quiso disponer de su propio centro de enseñanza superior para educar a sus súbditos conforme a la dirección que ansiaban para su país, en una competición constante con las patrias aledañas por ver quién tenía el mejor equipo académico (se trata del principio que yo he denominado “supra”, basado en esa necesidad de estar por encima del vecino, y que resulta axiomático en estas actitudes); será éste el caso de Carlos IV (Emperador de Sacro Imperio Romano Germánico y rey de Bohemia), que si bien fundó la universidad de Praga con fines culturales y de homogeneización (pretendiendo fundir en una misma cultura a germanos y eslavos, que llevaban siglos de rencillas a sus espaldas), no olvidó restregarle por la cara a cada embajador y miembro de las cortes ajenas la grandeza de su proyecto educativo. En un intento por destacarse a sí mismo y a sus funciones como mecenas de la sabiduría, concedió las “bullas aureas” de 1359 (“bulas de oro” que en este caso hacen referencia a becas pagadas por el Estado) a todos los estudiantes matriculados, fuera cual fuera su nacionalidad o condición estamental, un acto con el que ningún otro territorio pudo competir y que suscitó (junto al excelente equipo docente que pudo reunir) la llegada de cientos de alumnos de los más diversos orígenes.
La organización de la Universidad de Praga tuvo como modelo las universidades de Bolonia, Nápoles y especialmente París, con la que Carlos IV estaba muy familiarizado tras haber pasado grandes lapsos de tiempo (tanto académico como de ocio) en Francia, aclimatándose con las ideas del humanismo. La creación de una biblioteca pública que saciara las necesidades disciplinares del pueblo y de los escolares no se hizo esperar y (aunque la imprenta aún no había alcanzado su apogeo) Carlos IV logró reunir una cantidad ingente de libros y manuscritos, llegando incluso a contratar a libreros independientes para que acrecentaran las reservas disponibles semana a semana.
Para tomar decisiones acerca del destino de la universidad, los estudiantes y profesores fueron divididos en cuatro grupos según su nacionalidad: checo (formado por habitantes de Bohemia y Moravia, los eslavos del sur y los habitantes del Reino de Hungría), bávaro (incluía a los austríacos, los polacos, los rusos y los habitantes de Franconia, Renania y Suabia), polaco y sajón (habitantes de Turingia, Margraviato de Meissen, Sajonia, Suecia y Dinamarca); cada uno de estos grupos contaba con una facultad y un representante que acudía a las votaciones como portavoz de sus compañeros, tomándose siempre las decisiones desde una preceptiva democrática y de igualdad que no siempre satisfacía a todos. Cuando en los censos de 1409 se demostró que el 20% del total del alumnado era de nacionalidad checa, el rey Wenceslao de Luxemburgo (hijo de Carlos IV y claro segregacionista) decidió reformular los derechos de uniformidad que había planteado su padre, dando primacía al voto y fallo checo; esta resolución que provocó la consiguiente protesta de profesores y estudiantes extranjeros se saldó con el traslado voluntario de éstos a la universidad de Leipzig, nuevo paradigma de la pedagogía liberal que poco a poco fue ocupando el puesto de fama y gloria que hasta entonces tuviera la universidad praguense en el panorama internacional.