Economía y comercio en la Plena Edad Media, ¿sistema o caos?
Por Tamara Iglesias
Cuando vemos una película ambientada en la Edad Media, normalmente siempre hay una escena de caos o huida en el mercado, un espacio caracterizado por la deficiente calidad de sus productos y por la falta de rigor comercial de sus empleados. Pero ¿es la filmografía exacta en estos términos? ¿Realmente reinaban el descontrol y la tosquedad en estos emplazamientos? La respuesta es clara y contundente: NO.
Como seguramente ahora mismo te encuentres con una expresión de sorpresa en el rostro, querido lector, asentemos unos precedentes que puedan ayudarte a comprender la evolución del sistema de comercio medieval, ¿te parece?: desde la caída del Imperio Romano de Occidente y con la llegada de las diversas invasiones bárbaras, el comercio no había conseguido recuperar ni una décima parte de todo cuanto se había perdido por los enfrentamientos bélicos y las desapacibles inclemencias meteorológicas; por supuesto, que la mayoría de la población de la Alta Edad Media se rigiese por una rotunda economía autárquica, tampoco ayudaba.
La situación dará un giro de 180 grados a partir del siglo XI, momento en que se reimpulsa la trascendencia urbanita por medio de la fundación de centros de enseñanza, gobierno y religión que facilitaron la anexión de un nuevo sistema de acercamiento al consumidor: el mercado itinerante.
La apertura de nuevas rutas como consecuencia de la mejora en los medios y vías de transporte, y el alejamiento del peligro de nuevas invasiones y guerras, dieron lugar al desarrollo de un comercio especializado y en constante movimiento. Destacarán ciudades como Venecia, que aprovechará su ubicación estratégica para el comercio de la sal, los tintes orientales y la lana norteafricana; Amalfi, que apostará por el comercio e importación de aceite; Pisa y Génova se unirán a este impulso por medio de la manufactura y exportación de metales preciosos; y por último, los puertos del mediterráneo francés y español sentarán tímida y progresivamente el envite del comercio textil y (por desgracia) de esclavos. Será formidable la demanda de productos regionales (antigua base para nuestra tan conocida etiqueta de “denominación de origen”), cuya fama precipitará una considerable imbatibilidad en el caso de la región norte de París, cuyo vino y trigo eran demandados desde la populosa Flandes; estas mercancías (transportadas en grandes carretas con su consabido suplemento monetario por las molestias al mercader) eran conducidas junto a un custodio estatal hasta su destino, donde se despachaba a un nivel ocho veces superior al precio original.
Pero ahora que hemos sentado estas bases, no nos equivoquemos al pensar que esa situación era generalizada para todas las regiones, ya que resultaba muy común encontrarse con actividades comerciales que tenían un carácter típicamente local: en este sentido, las ciudades desempeñaban el papel de mercados para las zonas agrícolas vecinas, que buscaban vender el excedente de su producción con una cierta agilidad y premura; la creación de ferias rotativas resultó entonces una consecuencia congruente y nomotética. Indudablemente, dichas muestras dependían de una autoridad real, principesca o señorial que las autorizase y asegurase su legalidad, y ya de paso implementara una serie de impuestos por la actividad reguladora (lo que actualmente entenderíamos como un antiguo IVA añadido sobre el precio del producto); los mercaderes, que hasta entonces se reunían periódicamente en pequeñas formaciones gremiales, comenzaron a centrar sus esfuerzos en las ferias itinerantes, a las que llegaban productos muy variados, competitivos y con aranceles a veces un tanto desfavorecedores. Si tomamos como modelo el sistema de Comunidades de Villa y Tierra castellano, vemos que el alfoz de aldeas y tierras capitales regidas por el señor feudal se convirtió en el centro comercial de la comunidad, al celebrarse mercados a los que acudían las gentes de toda la comarca para abastecerse con regularidad.
El ejemplo más dinámico de estos centros neurálgicos del comercio es el de las ferias de Champaña y Brie (seis al año, realizadas en cuatro localidades correspondientes a Lagny-sur-Marne, Provins, Troyes y Bar-sur-Aube) en el siglo XII, que debieron su éxito a su situación geográfica en el cruce de dos grandes rutas (desde Italia a Flandes, y de la península ibérica a los países eslavos). Resulta muy interesante destacar cómo esta exhibición de producto comenzó con una escasa calidad organizativa en 1130 por parte de un reducido colectivo artesano, y sin embargo a partir de 1137 no sólo se formalizó un reglamento inamovible (firmado por el mismísimo conde de Champaña, Teobaldo IV de Blois), sino que incluso desde 1147 se dispuso de una guardia específica para garantizar el cumplimiento de la ley en la feria, así como de un servicio de correo público para la entrega y envío de cartas a los mercaderes.
De 1209 en adelante, la gloria de esta feria llegó a ser tan universal que el propio rey Felipe Augusto mandó decretar un conducto real que sirviera para garantizar la seguridad de vendedores y compradores, siendo considerado el daño a ambos como un delito contra el mismísimo regente (penado, indudablemente, con la muerte); pero como dice el dicho “no debe parecernos oro todo lo que reluce”, puesto que estos salvoconductos iban acompañados de un considerable cargo a mayores en las ventas, motivo por el cual muchos comerciantes decidía no pagarlo y arriesgarse con las llamadas letras de cambio (títulos de crédito que contenían la orden de pagar al tomador de dicho papel sumas determinadas en lugares predefinidos). Como podrás suponer, esto dio lugar a muchos intentos de suplantación de identidad con la infructuosa intención de cobrar el importe reflejado en la letra.
Naturalmente, no debemos olvidar que el aumento del comercio supuso la aparición de nuevas técnicas bancarias y financieras en Europa (con sus consiguientes manuales de aritmética que permitían la comprensión y complicación de los cálculos para facilitar el enriquecimiento de los prestamistas y banqueros, y el vaciado de bolsillos de quienes se acogían a ellos), así como la financiación a crédito de muchos viajes comerciales, facilitados por el perfeccionamiento de los instrumentos de navegación.
Como ya habrás comprobado a lo largo de estas líneas, mi querido lector, nos encontramos pues con un sistema en pleno auge, con una metonimia imposible de negar hacia nuestra práctica económica contemporánea, pero que (como de costumbre) ha sido eludido por una mitificación histórica que prefiere mostrarnos el horror y la pantomima de una sociedad que vive en el atraso y el dolor de la indigencia, casi como si otra visión pudiera perturbar demasiado nuestra escasa evolución de la doctrina financiera; y es que como decía Fray Luis de León “ni los siglos oscuros fueron tan oscuros, ni la edad de oro será tan dorada”.