Mari, la ciudad que la Historia olvidó
Por Tamara Iglesias
Lista Real Sumeria: entre las enumeraciones de dinastías y reyes de Mesopotamia que comienzan por Mebaragesi de Kish (supuesto contemporáneo de Gilgamesh) y terminan por Damiq-ilishu de Isín (1730 a. C.), se encuentran referencias a ciudades como Uruk, Acadia y Mari, suministradoras de esplendor y riqueza al imperio mesopotámico. Pero mientras la Historia ha decidido compartir con nosotros el conocimiento de los templos de Enlil en Acadia y de los curiosos sellos cilíndricos de Uruk, olvidó (casi podríamos pensar que inocentemente) hablarnos de las maravillas de Mari, la ciudad cuya hegemonía provocó su fin.
Situada al oeste del Éufrates (en la actual Tell Hariri, en Siria), los comienzos de su cultura escrita se remontan al 2900 a.C., momento en el que su posición geográfica entre el Mediterráneo y el Golfo Pérsico se vio recompensada por la necesidad de establecer un punto de descanso en el transporte de madera y piedras para la construcción de Sumer.
Este lugar estratégico como centro de intercambio y comercio de Mesopotamia le permitió invertir en una arquitectura monumental de consideraciones inauditas, que incitó tanto a las más adornadas alabanzas de las civilizaciones arcaicas como al conflicto con los pueblos de menor celebridad, que ansiaban el dominio del emplazamiento. La peor de esas iniciales acometidas (pues no terminarían aquí los periplos de la urbe) y que provocó la pérdida de un 80% del emporio, se refleja en los textos sobre la campaña hacia la “media luna fértil” (región correspondiente a los territorios del Levante mediterráneo, Mesopotamia y Persia) de Sargón, rey de Acadia, en el año 2350 a.C.
La explicación de este enfrentamiento ha llegado a nosotros en la forma de un relato (casi infantil) en el que se nos narra un sueño místico en el que el rey acadio es impelido por el dios Enlil para enviar su manu militari (ejércitos) a Mari, con la única intención de anexionarla al culto kur (devoción al cielo y la tierra) o hacerla perecer bajo el fuego en caso de ofrecer resistencia y mantener su impiedad. Por supuesto y aunque sí es cierto que la religión mariota se conformaba por un amplio panteón politeísta de deidades adaptadas de otros pueblos considerados paganos por los acadios (el babilónico Dagón o los sumerios Amurru y Ashera) la realidad del asalto fue mucho más allá de una consideración sacra; pues dada la proximidad de Sippar y Babilonia, el crecimiento mercantil de Acadia había quedado inmovilizado desde hacía años en pro de la fértil y mejor situada Mari, con lo que la ruina de ésta provocaría el inmediato control de la primera sobre las transacciones comerciales de Asiria y Sumeria (a las que quedaría anexionada en torno al año 2315 a.C.). Podemos deducir por tanto que Sargón nunca estuvo realmente interesado en “salvar” Mari de su herejía, si no en deshacerse de un poderoso rival.
Pero el tiempo premia a los constates y durante el II milenio a.C Mari no sólo se recuperó, si no que vivió su periodo de máximo esplendor gracias a los avances técnicos y la inversión que la monarquía destinó a una nueva industria de tejidos y un moderno sistema de irrigación de la tierra. No se hizo esperar la amplia demanda de estas telas entre los países de Oriente Próximo, y ello (unido a la dinámica venta de sus excedentes agrarios) generó una riqueza tan inusual que la ciudad pudo costearse la construcción de un mejor puerto fluvial, una muralla (con un grosor de 1,80 metros), la mejora del entramado interno de la urbe (organizada en torno a una plaza principal, un diseño que imitarán las polis griegas) y la edificación de un magnífico palacio para su rey Zimri-Lim. Este palacio será precisamente una de las pocas estructuras que ha llegado a nuestros días y que suscita la admiración de cuantos tienen oportunidad de estudiarlo; caracterizado por su curiosa e inusual planta trapezoidal, fue erigido como un ente autónomo que asegurase la comodidad, no sólo del monarca, sino también de los embajadores y comerciantes extranjeros que se hospedaban en el ala oriental durante las negociaciones financieras.
Pero de nuevo la desgracia se cernía sobre las fértiles riberas de la venerada ciudad que, tras descuidar sus defensas exteriores y ver el avance del pueblo elemita, en el año 1763 a.C decide pactar con dos de sus mayores adversarios económicos: Yarim-Lim (rey de Alepo y primo Zimri-Lim por parte de madre) y Hammurabi (sexto rey de Babilonia); y aunque la batalla fue fructífera para esta alianza, ninguno de los incautos “Lim” podía imaginar que la ambición del babilonio no conocía límites. La asimetría en la repartición de los territorios conquistados se hizo patente y el enfrentamiento entre la tríada se sirvió en una bandeja de la que pronto Yarim-Lim se retiraría con el rabo entre las piernas. En 1760 a.C., tras desafiar públicamente el poder divino de Hammurabi por medio de estelas y frescos que adornaban las calles de Mari, la ciudad se verá asediada por una fuerza de miles de hombres que en nombre de su rey, destruirán, saquearán y reducirán a cenizas cada recoveco de la localidad; ni las consolidadas alianzas con Andarig, Qattunan, Terqua y Khana (principales centros comerciales del norte de Mesopotamia) servirán para evitar el exilio de Zimri-Lim y la muerte agónica de su pueblo que, tras conocer la grandeza de una cultura prolífica, se verá abocado al más rotundo pesar y olvido.
Una omisión que la Historia ha ayudado a mantener, anteponiendo siempre el argumento de aquellas figuras que (por controversia o autocracia) no encontraron oposición para sus designios; ésas de las que hallamos cientos de biografías congeladas en el enfoque más magnánimo, ésas que se nos han presentado como héroes insuperables y casi divinos de manera reiterativa, como fue el caso de Hammurabi, el justo libertador de civilizaciones y (como podemos constatar) también voraz exterminador. Quisiera pensar que hoy con este artículo (que espero hayas disfrutado tanto leyendo como yo redactando, querido lector) hemos ayudado a romper la barrera de un espacio palmario que se quiso hundir entre la arena de la ambición y el mar del desconocimiento, y que hemos rescatado del mutismo una pequeña porción de Mari, la ciudad que la Historia olvidó.