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Un sol interior (2017), de Claire Denis – Crítica

 
Por Miguel Martín Maestro.
Fragmentos de un discreto aburrimiento burgués.
“’Dis-cursus’ es, originalmente, la acción de correr de allá para acá, son idas y venidas, ‘andanzas’, ‘intrigas’. En su cabeza, el enamorado no cesa, en efecto, de correr, de emprender nuevas andanzas y de intrigar contra sí mismo. Su discurso no existe jamás sino por arrebatos del lenguaje, que le sobrevienen al capricho de circunstancias ínfimas, aleatorias”. Ésta es una de las definiciones, una de las múltiples, con  las que el filósofo, ensayista y semiólogo francés Roland Barthes, va desentrañando el impulso sensual y afectivo en su obra Fragmentos de un discurso amoroso (libro descatalogado y sólo encontrable a precios astronómicos en el mercado de segunda mano), obra sobre la que la realizadora francesa Claire Denis recibe el encargo de trasladar a imágenes en su última película, Un beau soleil intérieur, a la que el distribuidor español mutila la posibilidad de belleza en su propio título (Un sol interior). Barthes diseñó un sistema de pensamiento y de creación que giró a su alrededor, como el sol del título, tanto incluso, que consiguió la creación de una cátedra exclusiva para él, la de semiología literaria en el Collége de France, justo enfrente del lugar donde fue atropellado y resultó muerto en 1980 (ocasión para recomendar La séptima función del lenguaje, divertido, ameno y erudito texto donde el escritor Laurent Binet arma toda una obra de novela negra y sociedades secretas filosóficas alrededor de una fabulación sobre la muerte de Barthes como un atentado de los servicios secretos).
Obviamente el ensayo es la excusa, y la imagen creada a partir del mismo una obra diferente que, como el propio Barthes argumentaba, deja de pertenecer al autor una vez que es contemplada por el espectador, lector, oyente; una obra que ya en su origen ni tan siquiera es propiamente de quien la hace. En palabras de Barthes (o sus epígonos), “No es la persona física quien hace una obra de arte. Un texto es creado por una multiplicidad de conciencias, culturas, ideas, pensamientos, filosofías e ideologías. Un escritor posee la propiedad intelectual de un texto determinado, pero subyace en su trabajo una gran cantidad de capas de textos previos que leyó, ideas que lo forjaron y experiencias. Dentro de cada espectador, de cada lector, se encuentran el sentido y la interpretación que terminarán por dotar de un sentido a un texto, y eso nos convierte también en autores”. Así nos enfrentamos a Un sol interior como el resultado de lo que la cineasta quiere expresar con imágenes de lo que ha entendido y querido transmitir del texto barthesiano, pero al mismo tiempo, las imágenes son interpretadas por nosotros conforme nuestro propio estímulo amoroso ha ido sedimentando a lo largo de los años. El vaivén, la aparente indefinición de Isabelle, no es más que parte de ese “dis-cursus” de Barthes, un camino sin rumbo pero con expectativas, un movimiento perpetuo que tanto puede acercarse, como alejarse cada vez más, de lo que no es sino la sublimación de un pensamiento basado en arquetipos ideales que, al no conseguirse, acumulan capas y capas de frustración que desembocan en solitarias noches llenas de congoja y llanto, como también pueden provocar un estallido de luz que procede del propio interior y se expulsa a través de las pupilas como el faro que surca la noche parisina desde la torre Eiffel.
De la misma manera que no es frecuente en el mundo del cine que los personajes que andan detrás de una aventura amorosa superen los 50, tampoco lo es que la protagonista de esos escarceos sea una mujer que no oculta ni su edad, ni sus deseos, ni su cuerpo desde la escena inicial. A lo largo de hora y media, por la vida, y la cama, de Juliette Binoche, la impulsora de su propia búsqueda amorosa, pasarán un banquero, un actor de teatro, un exmarido, un desconocido perteneciente a “otra clase social”… hombres tan perdidos o tan  necesitados como ella de encontrar un puerto seguro en el que refugiarse, aunque en este caso, el impulso amoroso de Isabelle no siempre se ve correspondido con un equivalente masculino, más pendiente de la “conquista”, del placer, de lo erótico, que de lo estable o acogedor, que ya suelen tener en su propio hogar con una esposa “extraordinaria”, pero a quien no se duda en engañar. El discreto engaño de esta burguesía reside en su aburrimiento extremo, alrededor de las vidas de estas personas predomina el vacío interior, un vacío para el que la idea de “la pareja” parece ser el único bálsamo redentor. No es de extrañar, por tanto, que en ese ir y venir con un rumbo apenas reconocible, se pase de la alegría a la tristeza, del agobio a la esperanza, de la depresión al dinamismo activo, de la paz a la furia y la irritación; con lo que Barthes señala como “circunstancias ínfimas, aleatorias” Juliette Binoche compone un personaje perfecto a través de una interpretación extraordinaria que pasa sucesivamente por múltiples estados emocionales que rebosan la pantalla. Las rupturas sucesivas de Isabelle son explosivas, imprevisibles, instantáneas cuando en ese vaso amoroso cae la siguiente gota de humillación, propia o ajena, o un toque más de rutina, o una desatención más dentro de un catálogo extenso de las mismas que ya no puede tolerarse más.
En esta deriva existencial, los discursos, como las relaciones, se convierten en fragmentarios, apuntes de hechos en los que reverberan los ecos de diálogos donde no se escucha, donde se dicen argumentos que no interesan al interlocutor, que está esperando otro resultado, otra iniciativa. Del éxtasis del orgasmo al desamparo del fracaso sólo hay la distancia que separa la vigilia de una noche idealizada por lo que se deseaba, pero parecía ya inalcanzable, de un amanecer con una realidad absolutamente desconectada de las endorfinas del placer efímero. Es en la noche cuando Claire Denis, y su guionista, en una película donde el silencio apenas existe en comparación con otras películas de la directora, más áridas, más misántropas, más oscuras, dan un giro radical y sorpresivo. Si los hombres giran alrededor de un sol llamado Isabelle, aunque sus órbitas no sean regulares y los eclipses se proyecten sobre la estrella en vez de sobre los cuerpos, los últimos diez minutos cambian la perspectiva. Un soberbio y contenido Gérard Depardieu acapara la escena, asume el control, llena el discurso y desmonta el padecer de Isabelle en una consulta parecida a la de un vidente, si no un charlatán. Previamente, en una escena introductoria del personaje, (una pena que sólo disfrutemos de la presencia de Valeria Bruni Tedeschi apenas 10 segundos) asistimos a la fotocopia sentimental de Isabelle desde el punto de vista masculino, demostrando así que la idea original trasciende al género sexual y se humaniza (en el sentido de especie). En ese monólogo de Denis (Depardieu, usando como nombre el apellido de la propia directora para así, reforzar la idea de que lo que estamos viendo es universal y le ocurre tanto a hombres como mujeres), que va transformándose en diálogo marcado por el ritmo del personaje masculino, se resume la vida de Isabelle, se analizan sus relaciones, se visualiza su futuro, y, en definitiva, se abre la puerta al brillo de ese sol interior al que no debemos renunciar. 10 minutos que valen por toda una película que, en sí misma, tiene el valor de la creación de un personaje a través de un ensayo filosófico, pero que crece enormemente cuando llegan esos títulos de crédito que se sobreimpresionan sobre uno de los mejores finales del cine reciente.

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