El encargo, de Baltasar

 
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¿Qué necesidad hay de hacer lo que le ordenan a uno? El encargo recorre sinuosos caminos desde “Me han encargado escribir el relato” hasta “Así cumpliré mi encargo y así nada será realizado”. Una figura desdoblada habita las diferentes escenas del dulce y orwelliano espectáculo que nos ofrece Baltasar.

 

El encargo

Baltasar

 

   Soy un artista sin inspiración. Esto puede ser un terrible problema cuando llegan las horas nocturnas en que me echo las cuentas. Si resulta en rojo, mal día. Sin inspiración no hay trabajo, sin trabajo no hay creación, y sin ella nada tiene sentido. El arte justifica la vida de un artista. La mía es un continuo vaivén entre los momentos felices, que quisiera de gloria, aunque es mucho pedir, y los momentos deprimentes, cuando todo resulta mundano, estúpido e insignificante. Entre medias, la lucha por escribir, que a veces es desgarradora; otras, intensa y febril; y siempre gozosa. No comprendo a la gente que carece de vis estética, incapaces del trabajo de construir las bellas obras que hacen bello un momento, una empresa, una vida. Caminan frente al mundo con ánimo cabizbajo, dejándose llevar por las agendas, los compromisos, las órdenes, los plazos. Sé bien lo que digo, y sé lo que cuesta escapar de la tupida maraña de los compromisos. La estructura del mundo, tan delicada y sutil, se sostiene por la gran farsa de los compromisos, el gran espectáculo de la humanidad coordinada. Ay de quien deje de ocupar su lugar, pues recibirá a cambio el olvido, el desprecio de soslayo, condenado a la pequeñez de sentirse pequeño frente a la magna estructura, en soledad frente a la algarabía armónica de un mundo bien construido, entre todos, héroes silenciosos de la gran obra por los siglos de los siglos, etc. Pero yo sólo soy un artista sin inspiración. Dudo incluso que merezca el nombre de artista, pues la inspiración siempre es poca, y muy larga la espera.

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   Suena el timbre del despertador, lo apago. Vuelve a sonar minutos después. Vuelvo a apagarlo. No sé cómo he llegado a la ducha, juraría haber apagado el dichoso aparato. En fin, tengo veinte minutos para ducharme, vestirme, hacer la cama, desayunar, airear la casa, atusarme el bigote…, y medio minuto rápido de espejo para colocar bien el abrigo, la bufanda, el pelo. Suena el timbre del autobús, he llegado a mi centro de trabajo. La alarma de reconocimiento suena cuando paso el control de entrada. Esta tiene un sonido más delicado, apenas un bip bip con acento en la segunda, que es la quinta del tono marcado en la primera. Suena otro timbre que llena los espacios vacíos del edificio, comienza la tarea. Todos en sus cubículos, unipersonales o compartidos, silenciosamente afanados, disciplinados, concienzudos, con la seriedad responsable de quien realiza su labor con cuidado, sabedores de la importancia capital de una pieza mal calibrada, de la catástrofe de un milímetro de más, de un segundo de menos. Toda la gran obra de nuestro centro de trabajo se resentiría, todo un sector de la población sufriría los perjuicios, el gobierno tendría que tomar cartas en el asunto. Sería terrible, un simple error de atención perturbando la discreta y ocupada labor de nuestro gobierno. Ellos están para otros asuntos. Nosotros, para los nuestros. Suena el timbre de las diez, de las once, de las doce, del almuerzo. Hoy no comeré, me he comprometido a terminar un encargo especial llegado desde el segundo nivel de la jerarquía de mando. Mi trabajo es necesario, mi trabajo es imprescindible, mi trabajo es único, tanto que, en caso de que yo enfermara, otro técnico experimentado ocuparía mi puesto inmediatamente sin que mis problemas personales afectaran a nuestra gran obra, porque yo no soy importante, ella lo es. Suena el timbre de salida, el timbre del autobús de vuelta, el timbre del microondas, el timbre de la puerta (por error), el timbre del despertador que me avisa de que debo dormir. Toda persona madura y sensata conoce bien los timbres que gobiernan su vida al servicio de la obra, la gran obra de nuestras vidas.

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   Me han encargado escribir el relato. Entre un amplio número de candidatos bien cualificados, algunos de ellos excelentes, me han escogido a mí. El encargo no incluye tema, ni extensión, ni plazos. Sólo me dijeron: habrás de escribir el relato definitivo, el último. Un importante desafío, pues no sólo tendré que acertar con el contenido, sino brillar en las formas. Qué honor, la más variada gama de géneros y modelos de la historia a mi disposición. Habrá notables autores de la antigüedad que recobren su fama por haberme servido de modelo. En el relato habrá de incluirse la relación completa de los acontecimientos, o no sería definitivo y último. Habrá de ser fidedigno, sorteando los muchos sucesos desconocidos, superando las afamadas discusiones de los eruditos que han puesto en duda tal o cual aspecto de lo sucedido. Y habrá de imprimírsele un ritmo vivo, equilibrando los pasajes pesados y las frases lapidarias con juegos retóricos de ágil vuelo y sugerente estilo. Sin duda, el relato llegará a los más lejanos rincones de la ciudad, quizá del país. Si resulta además claro y de limpia redacción, podría llegar hasta los más recónditos lugares del planeta. Mi fama sería eterna, pondrían mi nombre a las escuelas, a las calles más importantes de la ciudad, de cada ciudad, habría quizá celebraciones periódicas en memoria del relato, y convocatorias públicas para la elaboración de relatos sobre el relato. Mi vida y mi gloria dependen de que cumpla fielmente con el encargo. Ahora que han comprendido por fin mi valía, mi figura se alza sobre el resto de los mortales. El relato será alimento para sus pequeñas y rutinarias existencias, y todo, por fin, cobrará sentido.

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    Hoy he conocido a un personaje muy peculiar. Trabaja en la sección 3.1, junto a la subsección 7, en un pequeño despacho identificado con la letra r doble, la misma que lleva escrita en el bolsillo de la chaqueta. Apenas hay espacio para moverse, es difícil averiguar cómo ha llegado él mismo a sentarse detrás de la mesa. Las paredes están abigarradas de montañas de papeles, entre los que se aprecian interminables volúmenes del anuario. Apenas se distinguen los muebles y archivadores, llenos sin duda de informes tan apretadamente como el resto del pequeño despacho. Entre tamañas pilas de papel, sólo asoma un ventanuco que deja pasar una luz sucia y un retrato oficial de algún antiguo intendente mayor. Según mis informes, esta oficina dejó de prestar servicio hace treinta y siete años y algunos meses, exactamente trece mil seiscientos setenta y cinco días, aunque la antigüedad de este despacho resulta incalculable. También la edad del empleado r doble resulta incalculable. Me habla de la importante labor que está realizando en este momento. Como han pasado tantos años desde que recibió el último encargo, ha tenido mucho tiempo para meditar sobre los objetivos de su servicio. Aún no tiene una conclusión firme, si bien dispone de varias alternativas, todas ellas bien fundamentadas, tal como recoge en el nuevo borrador que está escribiendo. Para llegar a una conclusión definitiva, aún tendrá que cotejar innumerables anuarios y memorandos. Me hace observar el orden escrupuloso con el que organiza los libros, sin duda admirable. Bien podría servir de modelo para la biblioteca mejor dotada de nuestra república. Cuando marché, después de muchas y sinceras muestras de cortesía, agradecido después de tantos años sin recibir visitas, le escuché musitar una antigua canción popular. Apenas recuerdo cuando nuestra anciana madre la cantaba.

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    Esta semana asistí a la convención bianual de especialistas en el relato. Acudieron importantes críticos y autores venidos de los principales liceos y centros de creación del país. Los debates fueron intensos y elevados, dignos herederos de una gran tradición, la sutileza en las argumentaciones habría maravillado a los antiguos especialistas. Bastará como ejemplo mencionar que, durante un día completo, asistimos a la discusión, a ratos acalorada, sobre la numeración correcta de los capítulos del relato, pues todo relato debe ser continuo para ser tenido por tal, y la aparente discontinuidad de los capítulos encierra el misterio de lo que continúa siendo igual. Exquisito, igual que los jardines donde se sirvieron los deliciosos tentempiés para la numerosa concurrencia. Es obvio que mi intervención tuvo un papel destacado en los actos, ya que me reservaron la hora en la que, presos del cansancio, la mayoría de los participantes se habían retirado a dormir, y sólo permanecían los asistentes verdaderamente interesados en el problema del relato total, llamado técnicamente del sentido. Preparé bien la exposición, estructurada de un modo indiscutiblemente racional, pero adornada al tiempo con ingeniosos juegos de palabras y cultismos que los asistentes sin duda supieron apreciar. No estoy seguro de cómo fue la recepción de mi propuesta. Quienes hablaron se enredaron en disquisiciones que, finalmente, no aportaron nada novedoso, y el rostro inescrutable de los que callaban mezclaba la sonrisa irónica con la mirada ausente. Sé que mi intervención dio mucho que hablar, lo intuí en los corrillos que se alejaban de mi presencia para no molestarme con sus comentarios al respecto. En mi soledad en medio de todos ellos, fácilmente se reconocía su admiración hacia mi persona. No en vano está en mis manos el relato que les traerá a la memoria de las generaciones futuras. Debo concentrarme en mi empeño, la tarea es mucha, aún tengo que visitar muchos lugares, releer muchos anuarios, cotejar interminables informes, robar al sueño las horas que la vida me escatima para tan magna empresa.

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   Hoy he tenido una revelación, si es que puede llamársela así. Contemplaba las altas torres de nuestras fábricas y edificios gubernamentales, las avenidas inmensas que se alejan más allá de la vista, nuestros vehículos, monumentos, estandartes, con su radiante luminosidad, y he comprendido que no somos nada. Es evidente que cada uno de nosotros no es sino una ínfima pieza de la divina maquinaria de la república, fácil y rápidamente reemplazables si fuera necesario. Sin embargo, nuestros esfuerzos, pequeños en comparación con la obra de la república, pero grandes para nosotros, apenas sirven para dar la talla de nuestra aportación. Es cierto que las gentes comunes nunca tendrán este tipo de pensamiento en sus afanosas vidas, pero qué no sería de ellas si pudiéramos elevarlas hasta la altura lógica de nuestra obra. Hablé de la cuestión con el intendente superior de nuestra sección, y después con el máximo administrador de la zona. Todos los presentes en cada reunión coincidieron en valorar positivamente mi descubrimiento. Apenas algún viejo secretario técnico especialista opuso objeciones que fueron fácilmente respondidas por el peso de los argumentos. Me ha sido encomendado el honor de preparar el encargo para que alguien dotado de las virtudes y conocimientos necesarios afronte la elaboración del relato. En este momento crucial de mi carrera, confío en definir correctamente los criterios y elementos esenciales de nuestra tarea, y encontrar a la persona que será señalada con la responsabilidad de recibir el encargo.

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   La visita a la fábrica norte ha sido verdaderamente reveladora. Yo siempre me he mostrado crítico con las grandes factorías, pero he descubierto la belleza interior de su arquitectura, la elegante delgadez de los altísimos ventanales, la sublimidad de sus bóvedas crepusculares. Me he sentido cegado con el fulgor metálico que brilla por doquier, las pulidas barandillas, las interminables hileras de escalones, ventanas, oficinas, maquinarias. Me han sido presentados un buen número de personas que me estrechaban la mano con gesto firme, comprometidos con su labor, gentes orgullosas que me han mirado a los ojos como quien pone en alguien su confianza, y que han vuelto con celeridad incansable a sus puestos. Dado que necesito un espacio adecuado para mis tareas en la preparación del relato, he hablado con mis anfitriones y, sintiéndose halagados ante tal consideración, me han asignado una oficina discreta y apartada. Bastará para encontrar la tranquilidad que necesito, contagiado del fraternal espíritu de trabajo que aquí se respira, y para mantenerme al margen de inoportunas visitas y consultas en las que no debiera entretenerme. Sin pretensiones, un lugar donde pueda archivar y cotejar los múltiples anuarios y memorandos que ya he conseguido reunir, y los que aún deben llegarme en los próximos años. He decidido, pues, trasladarme de inmediato. No quisiera perder más tiempo. En este momento me ocupa la importante redacción del borrador r doble, el que sin duda será la pieza de clave para la elaboración del relato.

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   Todo ha sido una locura, un error, ahora lo comprendo. Desde que me hice responsable de trasladar el encargo, he visitado los arrabales y tugurios más recónditos de la ciudad, los liceos donde se forman nuestros artistas, las barriadas de los obreros, los despachos sin número de los oficinistas de la república. He visto lo que todas estas gentes han hecho con nuestra magna cultura, con nuestra delicada empresa supranacional. No la entienden, o la tergiversan, o la simplifican hasta dar en caricatura irrespetuosa, o se aprovechan de ella para fabular espurias mentiras que sólo buscan beneficios inmediatos, sin importar que la obra quede maltrecha. Viciados de pequeñez, superficiales, sin mira o altura que remede la grandeza estética de nuestra obra. Ni siquiera los nobles consejeros, supervisores, intendentes, técnicos especialistas, han demostrado mejor comportamiento, ambiciosos, presos del afán de conservar privilegios, aprovechando la ignorancia común sobre la obra para su único provecho. Un tupido tejido de gobernantes sin escrúpulos sobre una inmensa mancha de ciudadanos irresponsables. Si alguna vez nos fuese dado alcanzar el sentido total de nuestra existencia, sólo sería pasto de la rapiña y la ignorancia de unos y otros. No, el relato no debe ser escrito, ni siquiera pensado, debe quedar en la promesa de una tarea interminable. Aunque ya todos saben de él, debe quedar en la completa ignorancia, a salvo de las interpretaciones torcidas, de las lecturas interesadas, de las mezquinas disputas. Así cumpliré mi encargo, y así nada será escrito. Soy consciente de la gravedad de mis actos. He decidido encargar el relato a un idiota, al más tonto y petulante poeta que encuentre en cualquiera de los liceos exteriores. Él mantendrá abierta la promesa del relato sin que su vanidad estúpida le permita terminarlo nunca. Este será mi encargo: habrás de escribir el relato definitivo, el último, el que dote de sentido a la existencia de nuestra especie desde los tiempos más remotos al futuro de nuestra extinción. Tu vida y tu gloria dependen de ello. La humanidad entera dependerá de ello. Incluso yo deberé ocupar la posición que merezco en la magna arquitectura narrativa del relato.


Sobre el autor

Descendiente de una antigua familia de personas sencillas, emigrantes que fueron una vez nomadismo. Mi idioma materno conserva el recuerdo de voces olvidadas hace mucho tiempo, aquellas que iniciaron nuestro pensamiento, nuestra filosofía y nuestra literatura. Ellas vienen hasta mí navegando en la gran corriente de la historia, de la cual también yo me alimento. Yo soy uno de tantos. Cuando sólo quede el texto, no seré nada.

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