"Las leyes de la relatividad…": una obra de sexo y violencia, de amor y desamor
Por Ana Riera
Ramón Paso es sin duda uno de los autores-directores más prometedores y activos del momento. Lo demuestra el hecho de que ahora mismo tenga tres piezas teatrales en cartel en la plaza de Madrid, algo nada sencillo. Entre ellas Las leyes de la relatividad aplicadas a las relaciones sexuales, en el Intemperie Teatro, un pequeño espacio ambicioso e innovador en pleno corazón de Malasaña, que nació de la colaboración y los proyectos comunes entre el actor Gorka Lasaosa y el director teatral Gerard Iravedra.
En el elenco, tres de las actrices habituales de la compañía Paso/Azorín, Inés Kerzán, Ana Azorín y Ángela Peirat, que están fantásticas, a las que se suman Jordi Millán, el único chico, y también Elisa Pelayo, Paula Reyes y Andrea Garriga.
Tal como sugiere el largo y sugerente título, la obra habla de sexo. En algunos momentos incluso de forma muy explícita. Pero el texto de Paso va mucho más allá. Nos muestra un ramillete de miserias humanas y cómo usamos el sexo, y algunos recursos más, para embrollarlo todo, perdiendo de vista las cosas que realmente importan y pueden calentarnos el alma. Así, nos presenta una serie de personajes que nos resultan a la vez extraños y tremendamente cercanos. Una chica desquiciada (Inés Kerzan) que se aferra a un recuerdo trágico y a una viscosa mancha de sangre para no enfrentarse a la vida, y que desprecia por igual a curas y psicólogos, aunque no deja de acudir a ellos; una psicóloga (Elisa Pelayo) que aprovecha su posición de poder para abusar de pacientes muy vulnerables; un chico (Jordi Millán) que no soporta el contacto físico y no es capaz de encontrar la razón, pero que está harto de ser el rarito; su novia (Paula Reyes), que se empeña en tener relaciones con él aunque no se le ponga dura estando con ella y que tiene que afrontar la pérdida de un padre ausente y putero; una chica (Andrea Garriga) que se ha liado con un hombre casado pero que no soporta seguir conviviendo con él ni consigo misma; otra (Ángela Peirat) que anhela tener una relación seria y estable pero que es incapaz de comprometerse y de camino va acumulando cadáveres; y uniéndolos a todos con sus inesperados abrazos que no son exactamente lo que parecen, una perdedora (Ana Azorín) que miente patológicamente y que juega a ser Dios, convencida de que puede hacerlo mejor que él o de que, al menos, no lo hará peor.
En medio de todo este dramatismo, que nos invita a reflexionar sobre qué estamos haciendo con nuestras vidas, algunas pinceladas de humor negro ayudan a distender un poco el ambiente, para que no resulte tan sofocante. Y nos permiten disfrutar de esa excelente vis cómica de Ana Azorín, que me enamoró ya en La ramera de Babilonia y en Usted tiene ojos de mujer fatal… en la radio.
Para que el público no se distraiga de lo esencial, y como suele ser habitual en las obras de Ramón Paso, la escenografía es mínima. Tan solo dos sillas, una blanca y otra roja. Y colgada en la pared del fondo, una cruz hecha de neones rosas que se ilumina de vez en cuando. La música y la iluminación se encargan con soltura de crear la atmósfera envolvente que tan apropiada resulta para narrar estas historias cruzadas.
A medida que avanza la obra, uno se da cuenta de lo mucho que tenemos que corregir si queremos volver a conectar con la esencia del ser humano. No obstante, para que no nos marchemos a casa con un peso excesivo, o quizás porque el autor está convencido de que es mejor intentar cambiar desde el optimismo y el humor, los personajes se despiden de nosotros con una sonora carcajada. No hay como reírse de uno mismo para ver las cosas claras y ser capaz de mejorar. Atrévanse a vivir la experiencia.