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Columbus (2017), de Kogonada

 
Por Miguel Martín Maestro.
Las conexiones cerebrales por las que unas imágenes te llevan a otras no son fáciles de explicar, y en ocasiones ni tan siquiera obedecen a la racionalidad, sino al sentimiento, a la sensación. Ocurre lo mismo con las razones por las que Cassey y Jin conectan en medio de un entorno urbano neutro, que nada les aporta pero en el que se ven obligados a estar y esperar, una especie de limbo vital donde el tiempo queda suspendido, pero durante el que, sin ellos intuirlo inicialmente, en su interior, se produce un cambio necesario para poder superar una vida estancada. Puede no ser justo ni acertado iniciar un comentario sobre una película llamada a llenar páginas de publicaciones y post virtuales señalando que el desarrollo de Columbus mantiene el mismo ritmo, la misma semejanza vital, el mismo recorrido sentimental que el que se pudo ver hace un año con el Paterson de Jarmusch. Si en la película de Jarmusch el avance existencial se producía a fuerza de repeticiones con variación mínima, en la primera obra de Kogonada el avance se produce gracias a la repetición de espacios y conversaciones donde va entretejiéndose, paulatina y gradualmente, una relación de confianza que surge, de manera ocasional a través de un cigarrillo (como una resonancia del Coffee and Cigarettes del propio Jarmusch). Es la sensación de asistir a la vida lo que hace grande una película que, no obstante, juega con unas cartas muy marcadas en el diseño formal para hacer de cada escena, de cada encuadre, de cada fotograma, un ejemplo de perfección controlada, de disposición autoritaria de la cámara que, sin embargo, no invade ni intimida al personaje ni abruma al espectador. Columbus bebe de Ozu, pero me acerca más al último Jarmusch de tal manera que Columbus y Paterson compartiendo las referencias urbanas, hablan de los mismos refugios interiores para sentirse vivos, configurándose ambas como películas de la esperanza y la construcción personal.
Las razones por las que personas tan distintas y tan distantes terminan entablando una relación de confianza de tal entidad como la que surge entre dos personas jóvenes, pero separadas por un par de generaciones incluso, no obedecen a una fórmula matemática, sino al azar, al azar de un ataque vascular, al azar de un espacio, al azar de un cigarrillo. Mientras Cassey se encuentra atada a una ciudad de la que sabe que tiene que huir, pero en la que se mantiene por culpa de su exacerbado espíritu de cuidadora de una madre que le privó de la adolescencia por su dependencia de las drogas y de la que siempre teme una recaída, Jin aterriza en este Columbus a la fuerza, obligado por ese ataque que sufre su padre mientras realiza una visita a la ciudad como invitado para dar una conferencia sobre su arquitectura. Lo que en Cassey es dedicación a su madre renunciando a su vida personal, en Jin es lo contrario, ha sido un camino de abandono y alejamiento progresivo de un padre que, entiende, nunca  ha cumplido sus obligaciones como tal, por lo que acudir y permanecer ahora durante su agonía supone un contrasentido para quien lleva más de un año sin hablar con él. Dos personas varadas en una relación no deseada con sus respectivos padres, relaciones asimétricas donde la joven hace más de madre que de hija, y donde el joven ha intentado, por todos los medios, olvidar a un padre aunque sea con la distancia, volviendo a una Corea que también le resulta ajena.
En esta caja de resonancias, la casa Miller de Eero Saarinen, y el resto de la arquitectura de la ciudad de Indiana, que juega el papel de nexo de unión entre el hombre y la mujer a través de la figura del padre como reconocido arquitecto, empieza, poco a poco, a medida que las conversaciones entre ambos trascienden de lo meramente aceptado como conversación tipo de presentación social a la revelación de los verdaderos problemas de ambos para superar una vida varada en un momento determinado. Los espacios límpidos, abiertos a la claridad del día o a la magnificencia de la naturaleza de los referentes arquitectónicos, chocan con la opresión interna de los espacios cerrados de la casa de la joven o de la habitación del padre enfermo en una residencia que es utilizada por Jin mientras persiste en no acompañar a su padre en el hospital, una negativa que va transformando los efectos personales del ausente en permanente presencia fantasmal de un recuerdo que termina materializándose y acercando, poco a poco, a ese hijo renuente a una figura paterna reivindicada con un guiño a Ozu con el simple efecto de mostrarnos un sombrero o una americana colgada de una percha, un Ozu que parece corporeizarse en las primeras escenas donde vemos a un anciano de espaldas que contempla los espacios arquitectónicos por los que terminará transitando la pareja de jóvenes. La luz y el claroscuro, el espacio y su falta, son utilizados por Kogonada para demostrar cómo la arquitectura sirve tanto para expandir como para oprimir, al tiempo que su utilización como recurso visual cimenta la idea de que nos encontramos ante dos personajes que afrontan su propia remodelación, su «reestructuración arquitectónica» para poder continuar.
Asistimos a la arquitectura física de un edificio enfrentada a la interior de dos personas que necesitan encontrar sus propios espacios diáfanos por los que penetre la luz y el cuerpo se sienta liberado, si Jin y Cassey inician su relación rodeando los espacios, contemplándolos desde el exterior, como si su arquitectura personal interna les impidiera ser compatibles con la armonía interna de la casa Miller, conforme progresa el conocimiento personal y la asunción de su situación con el convencimiento de haber encontrado la solución, ambos han de culminar sus excursiones por Columbus visitando y contemplando el interior de una casa que, ahora sí, les puede dar una respuesta congruente para sentirse asimismo en camino hacia una nueva construcción personal. Kogonada busca lograr el equilibrio, la armonía entre hombre y espacio, de ahí que sus imágenes sean ejercicios matemáticos de composición del plano, de puertas abiertas a pasillos estrechos por los que se cuela parcialmente la silueta de una persona, de éstas que se reflejan en espejos mientras hablan con, o piensan en, otras. Y al tiempo, esas mismas personas, colocadas en un plano donde los edificios que sirven a Cassey de escapatoria mental hacia lo que ha renunciado, pero se encuentra íntimamente ligado a ella, establecen el triángulo pictórico perfecto con los dos humanos, necesitan del espacio arquitectónico perfecto para liberar su interior exponiéndolo a un tercero con el que la química va avanzando hacia la solidaridad y comprensión, nunca hacia el pastiche romántico ni sentimentaloide. La armonía interior y exterior de los edificios de Columbus va trasladándose a nuestros protagonistas, la casa Miller, el First National Bank, la iglesia, el hospital (hablamos de una ciudad de apenas 40.000 habitantes) dan tanta importancia a lo externo como a lo interno, y dentro de lo externo la vegetación no es solo un adorno sino que ayuda a configurar la armonía del interior. Este proceso de armonización, de construcción «arquitectónica» personal es el que van descubriendo, y aceptando, Jin y Cassey, a lo largo de su relación fruto del azar.

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