Buena producción de una lamentable versión de Casa de muñecas
Por Horacio Otheguy Riveira
Con afán de abreviar y actualizar (¿?), Pedro Víllora firma una versión del clásico de Henrik Ibsen, y lo hace reescribiendo aquella genialidad con la que nace el teatro moderno, a partir de una actitud femenina y una breve frase dirigida a su marido: “Siéntate, tenemos que hablar”. La búsqueda de sí misma por parte de Nora fue entonces una revelación revolucionaria, y también lo es ahora, ante el mayúsculo desafío de enfrentarse a una familia de óptimas comodidades y abandonarla para reconstruirse en soledad, sin la sobreprotección o el “confortable” desprecio de su marido.
En esta Casa de muñecas la obra fluye a través de una buena producción con momentos de notable intensidad dramática, muy bien interpretada, hasta que encalla donde más duele, en la resolución del drama, cuando el autor corrige a Ibsen y hace del potente final original un empoderamiento femenino falso, una solución inconclusa, después de un desarrollo de guión televisivo nada exigente. Traición por exceso de autoimportancia, algo que sucede a menudo cuando el autor de la versión reescribe al clásico que le toca en suerte, amparándose en que ya no hay herederos que le impidan tamaña acción. Traición al clásico en que se ampara, traicionando a su vez un mensaje de extraordinaria importancia social en la salida del hogar por parte de una mujer que descubre que quien la trata como una dulce y divertida muñeca, es capaz de humillarla e insultarla al descubrir un hecho que pone en peligro su honorabilidad.
El desarrollo de esta versión se toma bastantes libertades. Algunas tienen su gracia, pero otras abundan en contradicciones típicas al no respetar la época original, ya que bastantes situaciones que importaban a finales del XIX en Europa, hoy ya resultan anacrónicas. Por ejemplo, una anécdota superficial, que suena mucho en escena: en 1879 —año en que se estrenó— era una gran novedad que un jefe bancario (y no “banquero” como se dice aquí) descubriera en un periódico el daño que hacían los dulces a la dentadura, pero ahora mismo resulta poco menos que ridícula semejante novedad. Por otro lado, menos anecdótico, es importante destacar que el drama esencial de Nora al pedir un préstamo y falsificar la firma de su padre como aval es un delito en cualquier época, pero no lo que sucedía entonces (y durante la larga dictadura franquista) que una mujer no sólo no podía realizar esa gestión, sino que tampoco tenía autoridad para tener una cuenta en un banco.
Atemporal en el vestuario —con ráfagas de años 50— y en la ingeniosa escenografía, la presente Casa de muñecas se ve con agrado y escasa emoción, hasta que el largo discurso final de Nora, en lugar de generar distintas actitudes por parte de su esposo, se acorta, se acelera y si bien anuncia que se marchará (como sucede en el original) antes propone una conversación, invitando al cónyuge con una copa de vino, como si tomara las riendas de la familia, como si de verdad fuera a cambiar el ritmo de las cosas tratando al esposo como a un adolescente pillado en falta, cuando lo que de verdad hace es marcharse en busca de sí misma con mucho dolor, pero enorme valentía.
Mamen Camacho y Oriol Tarrasón responden con frescura y energía dentro de las complejas características de sus personajes, ya que durante gran parte de la función asumen estereotipos de comedia de salón, hasta que se abre la tragedia lentamente con la llegada del prestamista. A partir de aquí, no crece todo lo que debiera, ni nos emociona en la medida que lo pide el texto a través de una mujer cuya frivolidad esconde a un ser responsable y audaz frente a un hombre desesperado que la ayudó cuando lo necesitó, pero que está dispuesto a destruirla si no cumple con una exigencia imposible de cumplir. Andrés Requejo en este papel y Elsa González en la amiga íntima cumplen adecuadamente con trabajos creíbles que, no obstante, resultan malgastados por la ligereza del contexto. Algo de lo que se salva Sergio Reques, quien logra despegarse de la atonía general y nos conquista con su doliente papel de enamorado no correspondido, sumido en una turbadora melancolía.
Si difícil resulta conmoverse esta vez ante una obra de tal envergadura, los últimos 15 minutos dejan por los suelos a cualquiera que conozca o haya visto alguna de la múltiples representaciones nacionales de Casa de muñecas. Una buena producción denostada por una adaptación inadecuada. Sucede a menudo en España, sin ir más lejos ocurrió recientemente con las Bodas de sangre de Pablo Messiez: una corriente de penosas adaptaciones en las que, en grandes producciones como en muy pequeñas, se abusa del protagonismo del versionista o adaptador, sobrevenido en dramaturgo de lo ajeno, de los de corto por aquí, peino por allá, elimino por este otro lado, responsable directo del quita y pon en obras donde autores ni herederos pueden defenderse; incluso se llega al extremo de modificar asuntos esenciales de la obra original (incluido el final, como en este caso), se eliminan personajes o se castellaniza absolutamente todo en los autores extranjeros.
La fuga de Nora ha traído de cabeza al autor, quien para algunas representaciones frenó el portazo final, y a través de las censura de cada país a lo largo del siglo XX, cada uno puso de su cosecha, como Luis Escobar en la España franquista. El gran hombre de teatro sólo podía estrenar la función con otro final, y ni corto ni perezoso la dejó en casa como una mujer decente que obedece a su marido. Pedro Víllora le hace advertir que se irá, claro que sí, cómo que no, faltaría más, “aunque no daré el portazo que todos esperan, ese portazo que despertaría a los niños”; lo hará después de hablar largo con su marido, larga situación que existe en el original previa a su partida, pero que aquí se oculta al espectador.
(…) Nora ha cometido un error, que constituye su orgullo; porque lo ha hecho por amor hacia su marido, para salvar su vida. Pero este hombre se atiene a la honorabilidad corriente según el código y juzga el asunto desde el punto de vista masculino.
Conflicto moral. Agobiada y confusa bajo el respeto a la autoridad, pierde la confianza en su razón moral y su capacidad para educar a sus hijos. Amargura. Una madre en la sociedad actual puede como ciertos insectos morir cuando ha cumplido su misión de propagar la especie. Amor a la vida, al hogar, al marido y los hijos y la familia. Intermitente agitación femenina de pensamientos. Súbita angustia y espanto periódicos. Todo ha de ser soportado a solas. La catástrofe se aproxima inexorable, inevitablemente. Desesperación, lucha, destrucción.
(Henrik Ibsen, Notas para la tragedia actual. Roma, 19-10-1879. Edición castellana de Casa de muñecas y Hedda Gabler, Alianza Editorial, 1989, traducción de Alberto Adell).
CASA DE MUÑECAS
Autor: Henrik Ibsen (Noruega, 1828-1906)
No consta traducción
Versión: Pedro Víllora
Dirección: José Gómez-Friha
Ayudante de dirección y producción: David Alonso
Intérpretes: Mamen Camacho, Oriol Tarrasón, Sergio Reques, Andrés Requejo, Elsa González
Escenografía: José Gómez-Friha
Vestuario: Paola de Diego
Iluminación: Javier Bernat
Fotos: Jessica Serna
Producción Venezia Teatro
Teatro Fernán Gómez, Sala Jardiel Poncela, hasta el 17 de diciembre de 2017