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Natalia Sánchez-Guillén Cuervo en una muy interesante versión de "Oleanna", de David Mamet

Por Horacio Otheguy Riveira

Cuatro veces, como mínimo, se ha representado en Madrid. En cada caso, al margen de las brillantes o discutibles interpretaciones, la función siempre ha permitido polémicas ricas en diversos contenidos, e igual que en la película de 1994, todas mantenían el misterio de su título, un recurso del autor a espaldas de lo que sucede en escena, pues brota de una canción que nadie escucha ni comenta. Enigma entre sutilezas varias mientras se desenvuelven encuentros y desencuentros entre dos que se necesitan y se temen sobre la base de una autoridad indudable.

Fernando Guillén Cuervo da muy bien el tipo de profesor que oscila entre el poder absoluto y la debilidad de un tipo mezquino, ante una estudiante huidiza que poco a poco se convierte en alguien sin escrúpulos: convincente creación de Natalia Sánchez.

Conseguida atmósfera de policiaco negro entre luces y espacio sonoro cargado de sugerencias, y un aporte diferente que no vi en otras versiones: una decidida lucha de clases desde el resentimiento de una estudiante pobre hacia el paternalismo de un profesor muy burgués.

 

 

El significado del título abre un contenido muy interesante: Mamet lo ha tomado de una canción que popularizó Pete Seeger: Oh, to be in Oleanna, y que viene a desear pertenecer a un lugar perfecto, sin conflictos: «Quisiera encontrarme en Oleanna, preferiría estar allí, y no aquí arrastrando tantas cadenas»; en Oleanna, una tierra donde «el trigo y el maíz se plantan, luego crecen cuatro pies por día, mientras que en su cama usted descansa». Oleanna es, en este contexto, un paraíso inalcanzable para la joven Carol y su profesor, que viven un enfrentamiento de tal calibre que da al traste con las ilusiones de ambos.

En esta puesta en escena que firma Luis Luque —y en la que se involucran de manera muy notable la escenógrafa Mónica Boromello y el iluminador Juan Gómez Cornejo— se establece una decisiva lucha de clases planteada con gran claridad en la primera escena. La estudiante va al despacho del profesor a pedir ayuda para mejorar nota, entre ambos queda claro que el examen ha sido malo, ella confiesa sentirse una inútil, pertenecer a una familia pobre a la que le cuesta mucho esfuerzo sus estudios, él interrumpe muchas veces la conversación porque le llama su esposa por teléfono, también su abogado: andan a vueltas con la compra de una gran casa, aprovechando que le van a nombrar catedrático, un ascenso anunciado, pero aún no firmado. La gran esperanza blanca frente a la pobre chica que se ve a sí misma sin ilusiones, camiseta negra, vaquero con rajas, sin maquillaje, las rodillas siempre juntas…

Lo que viene a continuación es un desarrollo en paulatino ascenso de agresividad bien calculada por parte de Carol, quien aprovecha con maestría —y soterrado resentimiento— frases y gestos del paternalista profesor que irá de la suficiencia del que todo lo sabe a la ruina de quien puede perder lo que más desea, lo que más le importa. En el juego feroz impuesto por la alumna se establece una venganza solo en apariencia perfecta, pues tiene todas las posibilidades de hundirse en el empeño, aunque nadie podrá quitarle el inmenso placer de ver caer al gran señor. Esta visión no es única, la pieza siempre ha generado polémica respecto a lo que significan estos personajes, sin embargo, en este ámbito escogido hay símbolos muy atractivos para que los espectadores sumen datos, se hagan preguntas, abunden en la agonía de este enfrentamiento generacional y clasista, dado que la autoridad frente al estudiante siempre presenta una superioridad que hace temblar a uno mientras el otro fortalece su posición como todopoderoso intocable… hasta que una acusación de abuso sexual, cierta o no, puede deteriorarle por completo…

En escena, una silla de madera, dura e incómoda, y un escritorio de clásico despacho con su confortable silla a juego. En el fondo, un abismo del que surgen los actores, quienes antes de empezar la representación se saludan como respetuosos luchadores de arte marcial. Acompaña una inquietante melodía compuesta por el siempre admirado Mariano Marín, y todo el espacio se ve rodeado de archivos; se asoman pequeños sobres de color madera en los que se guardan mil y una historias silenciadas en la espesura impuesta por diversas autoridades, calificaciones, aprobados y suspensos. En esta atmósfera, Fernando Guillén Cuervo da grima cuando se siente feliz, muy seguro de sí mismo, a pie de cátedra y chalet maravilloso, levantando su dedo índice, aconsejando, procurando convencer a la muchacha de que también él fue un pobre chico al que acusaban de inútil hasta que supo demostrar todo lo contrario. Pero cuando el personaje se va doblegando lentamente ante situaciones inesperadas, el actor consigue que nos identifiquemos, transformándose en un hombre vulnerable, con sus debilidades a flor de piel, pero con arrestos para convertirse en una fiera…

Natalia Sánchez (Amantes, Ninette y un señor de Murcia) asume con mucha frescura un personaje indefenso al principio, pero luego portador de armas de mucho cuidado. Sin intención de seducirnos en ningún momento, la actriz hace de Carol un peligro andante con una precisión de cirujano en medio de la más difícil intervención: fría, implacable. A tal punto logrado su papel que cuando sonríe ante los aplausos finales se transforma físicamente, abandona tanta coraza, tal vez dichosa de haber encontrado, ella sí, su auténtica Oleanna como actriz al resolver el personaje más complejo de su joven carrera.


 

 

OLEANNA

Fernando Guillén Cuervo
Natalia Sánchez

 
Texto: David Mamet
Versión: Juan V. Martínez Luciano
Escenografía: Mónica Boromello
Iluminación: Juan Gómez Cornejo
Vestuario: Almudena Rodríguez
Música original: Mariano Marín
Fotografía: Sergio Parra
Diseño Gráfico: David Sueiro
Dirección: Luis Luque
Productores: Jesús Cimarro y Xabier Agirre
Teatro Bellas Artes. Madrid. Hasta el 15 de octubre de 2017.

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