'Tragar mercurio', de Wioletta Greg

Por Ricardo Martínez Llorca
@rimllorca

Tragar mercurio

Wioletta Greg

Traducción de Karolina Todorova
:Rata_ Books
Barcelona, 2017
191 páginas
 

En este mundo apocalíptico, lo difícil no es abrir la ventana y gritar que la vida es una mierda. Eso lo puede hacer cualquier todólogo durante las sesiones de radio matutina, sabiendo que quienes le escuchen afirmaran con la cabeza. En este mundo lo verdaderamente complicado es encontrar el aroma a canela en las natillas o, lo que viene a ser lo mismo, reconocer que la infancia de uno es un tumor en la memoria. Hacerlo, además, con el estilo de los grandes, que es el de quien no cesa de buscar la poesía debajo de la alfombra, donde los demás esconden la basura, es tarea heroica. Wioletta Greg (Polonia, 1974) pertenece a esta estirpe, la de los malditos y la poesía, la de los que utilizan la literatura como psicoanálisis apartando cualquier indicio de autocompasión, la de los escritores que son capaces de entablar con el lector grandes paradojas como es, en este caso, igualar la infancia y la pubertad con la decadencia. Da la impresión de que al poco de nacer Greg hubiera conocido en qué consiste el crepúsculo de la raza humana y hubiera tomado nota para advertirnos. De hecho, leer Tragar mercurio nos obliga a reconsiderar nuestros propios días felices, la patria de la infancia.

Los relatos que componen el libro están ambientados en una Polonia rural en la que lleva sucediendo la postguerra durante décadas. Hay algo que uno llamaría costumbrismo, si fuera capaz de generalizar, porque la desdicha de ser niño, la dificultad de ser niña que ella padece, es algo muy personal. Como en todo amor, se confronta la realidad con el deseo. Como en los amores, la memoria impone cuál será la forma de relacionarte con el otro. En este caso, el otro es el yo, la desilusión del realismo social y, sobre todo, la falta de consuelo que no se le debería negar a ningún niño. Los adultos no permiten que los niños tengan voz y así, alejada de los otros niños, con quienes el desencanto en lugar de uniformarlos les hace ser particulares, esta obra es una de las grandes descripciones de la soledad que uno puede leer.

Por los textos circulan animales feos, la religión espantosa, el frío y las llagas del frío, los sueños que definen que dormir es algo incómodo, las relaciones casi a garrotazos, las trabas sexuales propias de cualquier bildugsroman, la tradición grotesca, los reproches incesantes, la enfermedad, el alcohol y el programa del estado o de algo que las personas llaman estado. Con todo ello debemos saldar cuentas. Pero por mucho que uno se empeñe en escribir, en divulgar, en asomarse a la ventana y gritarlo, la soledad que se ha padecido a lo largo de una infancia siempre será una segunda piel enferma, a la par que un corazón transformado de músculo a papel arrugado y que, por la mera necesidad animal, no cesó de latir.

Este libro, se nos anuncia, fue finalista del Man Booker Iternational 2017. Sorprende que no se alzara con el premio.

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