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Reestreno 2018 de "El síndrome de los agujeros negros": cinco historias prohibidas

Por Horacio Otheguy Riveira

Cinco historias moralmente prohibidas a las que accedemos como si espiáramos por una cerradura. Bajo la luz hay oscuridad, y en la oscuridad reflejos de amores contrariados, vigilia permanente, abrazos insaciables, humedad que clama al cielo y se arrastra por la tierra, labios que cuando besan intentan apresar un mundo perdido para siempre, y otros labios que al fin reposan en los más deseados… Audaces miradas acerca de los celos, de obsesiones compulsivas, lesbianismo y pederastia, crimen y misterio…

Nueve mujeres que —en fogonazos breves cargados de diálogos a buen ritmo—, primero nos conducen, luego nos arrastran hasta dejarnos caer en un río de emociones que conduce a un alarmante reguero de pólvora.

En septiembre 2016 en la sala Nao 8 de Madrid esta misma obra asombró con buenas armas, de lo que he dejado constancia en estas mismas páginas. El síndrome de los agujeros negros ahora vuelve con parte del mismo reparto, dos nuevas actrices y un concepto de puesta en escena diferente por parte del coautor y director Ramón Paso. El resultado es un reestreno por todo lo alto en un espacio distinto, la sala Lola Membrives del Teatro Lara donde recientemente triunfaron obras tan atípicas, duras y notables como Pedro y el Capitán, de Mario Benedetti —tortura, familia y burguesía bajo una dictadura— y La flaqueza del bolchevique, de Lorenzo Silva/David Álvarez —una crónica negra entre una chica y un hombre más perdido que un adolescente—, dos espectáculos atípicos que partieron de esta sala para rondar con éxito por otros teatros.

Este nuevo Síndrome… regresa con renovada energía en brazos de actrices dueñas de asombrosa ductilidad, capaces de conducirnos por un viaje fantasmal a lo largo de cinco historias con nueve personajes femeninos de gran sensibilidad, pasión, soledad, capacidad criminal y un punto de psicosis. Todo su recorrido está cargado de una morbosa tensión porque sus historias aspiran a situaciones complejas cuando no imposibles.

Siempre vestidas, es tan intensa la fuerza de sus encuentros que parece que a lo largo del fantasmal viaje se fueran despojando hasta llegar al saludo final en un desnudo integral. Es la energía mayor de un teatro que desarrolla conflictos en profundidad, sin discursos, a través de una acción envolvente ligada a un ritmo de estructura musical hasta arribar a una última situación de creciente suspense. Un viaje fantasmal, por el que el público ha de dejarse llevar sin prejuicios. El director de la función siempre lo pone fácil, crea atmósfera y una precisa dinámica en la interpretación, aprovechando al máximo las características de cada actriz.

Natalia: Después de jurarme no volver a verle, termino, como siempre, delante de él, de rodillas, bajándole la cremallera y apartándole los calzoncillos. La palabra calzoncillos le quita sentido a todo. Sólo se escuchan nuestras respiraciones.

La primera obra es un monólogo iluminado casi todo el tiempo con una linterna por Ángela Peirat, quien espera al público sentada en el suelo, seria, meditabunda, subsumida en el oscuro mundo del que, entre movimientos de extraña coreografía, nos hablará con deleite y tortuosa tristeza. En Horizonte de sucesos (de Ramón Paso), Natalia/Peirat es un ser que viene desde el fondo del abismo solitario de noches que parecen no acabar nunca, como en la nocturnidad de los enfermos crónicos en el silencio de los hospitales. Es la suya una historia de ciego amor por un hombre ante el que se pone de rodillas para consagrar un ritual de círculo y espanto. La actriz modula sus vaivenes, parece trepar sobre sí misma en busca de la mujer que le gustaría ser para desafiar el aciago destino de esa dependencia, pero su cuerpo no la obedece, y su boca vuelve a rendir pleitesía al egocéntrico joven al que le abre la cremallera y le presta su boca sedienta de una ternura que no recibirá jamás.

Clara: … yo quiero sonrisas. Necesito sonrisas. Soy la puta de las sonrisas.

El día que Eva conoce a Clara su mundo se desmorona, aumenta su natural mala leche, su cabreo con toque de camionero zafio y empieza a comprender que, aunque no consigue drogarse con Panteras rosas (de Sandra Pedraz Decker), sí puede abandonarse en una extraña capaz de abastecerla de otras adicciones, como por ejemplo, un placer desconocido, un amor entre infantil y psicópata, un poco de locura combinada con lujuria. El viaje iniciático será el nunca imaginado, y la aniñada criatura (Elisa Pelayo) se convertirá en mujer para que Eva (Ana Azorín) afloje la rabia, descubra un secreto paraíso. Dos personajes opuestos, interpretados con precisión matemática en su juego voluptuoso y tenso, bañados ambos por un humor raro con final electrizante.


Silvia. Por favor… Dímelo, por favor…

(Silencio)
Silvia. ¿Quieres que te suplique? ¿Quieres que te suplique para que me lo digas?

Carmen. Sería muy incómodo.

Silvia. Te lo suplico. Por favor. ¿Qué es eso que yo le daba y que dejé de darle? ¿Qué es?

Carmen. No lo sé.

Silvia. ¿No lo sabes?

Carmen. Lo siento. No puedo ayudarte.

Silvia. No te rías de mí.

Aquellos son personajes tan opuestos —aunque muy diferentes— como Carmen (Inés Kerzan) y Silvia (Patricia Bertrand) que asumirán el duelo entre una mujer y «la amante número 10» de su marido. Ambas se debaten en un rifirrafe alrededor de un hombre ausente que, a través de su enfrentamiento verbal, se va perfilando en la imaginación del espectador. Carmen domina desde la frialdad, al margen de todo encanto y sex appeal, Silvia es un torbellino que combina la atracción física con la ingenuidad de una belleza incauta en manos de un depredador de mujeres. Entre las dos, otra ausente que pesa lo suyo: «la nueva amante mucho más joven, de 19 años es la número 11», y el decisivo influjo de una poderosa posesión. (El síndrome de los agujeros negros, de Ramón Paso).


Daniela. Eh, bueno, mira, es muy tarde, y estoy un poco mareada. Mañana trabajo. Creo que es mejor que me vaya.
Ana. (Seca) He estado toda la tarde haciendo mermelada para ti. No te puedes ir.
Daniela. ¿Has estado toda la tarde haciendo mermelada para alguien que no conocías?
Ana. ¿Que no conocía?
Daniela. Me voy a ir.
Ana. ¿Qué es eso de que no te conocía?

Ana y Daniela (Ana Azorín, Ángela Peirat) se festejan en una discoteca, vaya besos que descubren recorriéndose sobre los hombros desnudos, las manos temblorosas, el sudor de sus escotes… Encantadas de haberse conocido, Daniela sigue a su conquista hasta su apartamento donde descubre un fascinante festín de sexualidad. Nada pudo ir mejor, incluso podría repetir ya mismo, diez minutos antes de irse. ¿Irse a casa relajada y contenta, sin ánimo de volver a verla? Imposible. Ana insiste en que es su novia y que tiene que dormir con ella y al despertar desayunar juntas con una Mermelada de fresa (de Marta Mangado) que preparó especialmente para ella. Daniela desespera. Acaba de conocer a esta chica. Ana no está dispuesta a perder a su gran amor, e intentará por todos los medios dormir a su lado.

Cuando llegamos a El jardín salvaje (de Ramón Paso), hace un buen rato que discuten dos que se conocen bien, aunque llevan más de diez años sin verse: una profesora de pintura y una joven que fue niña sexualmente satisfecha en sus brazos, y que tuvo que crecer a la fuerza, entre muchos otros cuerpos en busca de aquella que la supo amar hasta que la abandonó sin previo aviso, sin tierna despedida. Alicia (Elisa Pelayo) y Belén (Inés Kerzan) dan vida a la última obra del quinteto, la más compleja y ambiciosa, en la que se desarrolla una de las más apasionantes historias de amor entre una adulta fatalmente atraída por una niña de 12 años, atrapada en un incontenible mar de sensaciones.

Gozos compulsivos, el bravo mar del deseo complacido y el desasosiego en soledad; lo correcto y lo prohibido en el tormento de aquella jovencita que ansía revivir el pasado. Regresa por su gran amor, después de haberse arrastrado en busca desesperada del único placer que la transportó a un edén sin culpa ni castigo. Un retorno cargado de una violencia que jamás habían imaginado.

Alicia¿Qué pasa con la chica que me compraba libros y videojuegos… que me llevaba a comer pizza… que me metía la lengua en el coño…? ¿Qué ha pasado con ella?

 

 

Cinco obras breves, nueve mujeres, cinco actrices en un escenario desprovisto de accesorios, solas con personajes de fuste y situaciones inquietantes. El arte de la interpretación en un equipo que ya ha dado sobresalientes espectáculos (Terror y ceniza, Usted tiene ojos de mujer fatal… en la radio) y que desde el 9 de agosto, en esta misma sala, volverá a sorprender con un título mítico en su trayectoria, una función muy diferente, donde la historia de la mujer se enfrenta a sí misma con un sentido del humor fuera de serie: La ramera de Babilonia, de Ramón Paso.


 
Producción ejecutiva: PASOAZORÍN TEATRO
Diseño de iluminación: Pilar Velasco
Vestuario: Sandra Pedraz Decker
Fotografía: María Jordán
Diseño gráfico: Ana Azorín
Ayudantes de dirección: Blanca Azorín, Daniel San Miguel
Dirección: Ramón Paso
 

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