Gran trabajo de equipo para llevar a escena "Inconsolable", de Javier Gomá
Por Horacio Otheguy Riveira
Un trabajo de emocionante creación escénica por parte de un óptimo equipo de artistas. Todos al servicio de una dinámica teatral tan sólida y llamativa como sutil en su propia capacidad de transmitir ideas y sentimientos, aunque la obra sobre la que trabajan esté falta de las unas y los otros. Un hallazgo digno de observación en la cotidiana UVI del mundo del teatro.
Inconsolable está tan falta de interés dramático como cualquier conferencia enamorada de sí misma, de esas en las que el autor escucha su propia voz como un bálsamo egocéntrico. Se trata de un soliloquio que no llega a monodrama porque carece de rigor teatral, no hay personajes en entredicho, reales o imaginarios ni conflicto alguno, sólo vendaval de palabras que quieren ser discurso sobre la vida y la muerte. Eso sí, al frente y alrededor, un equipo artístico de formidable dominio escénico, con un gran actor como Fernando Cayo en medio de música, luces y escenografía que sí nos introducen en un mundo oscuro que busca su propia luz.
Se trata de un largo engarce de palabras con ambición filosófica que, sin la potencia de una combinación de situaciones teatrales interiores y exteriores es un puro discurso sobre los 40 días de duelo de un hombre ante la muerte de su padre; un «patricio romano», alto y al parecer muy arrogante, del que después de hora y veinte minutos seguimos sin saber nada más. Esta ausencia de información alcanza también al protagonista conferenciante, pues las anécdotas de las que se nutre son tan pueriles que ayudan a distanciarse de un relato sin garra, que evita indagar en las luces y sombras de una relación esencial en la vida de un personaje que se sube al escenario para compartir itinerario con seres anónimos dispuestos a escucharle.
El autor, Javier Gomá, no lo ve así, por el contrario, en el programa de mano se exhibe con exultante autocomplacencia:
La negrura, la tragedia, se apoderan de la escena en un movimiento de creciente desesperación y vértigo hasta que, súbitamente, tiene lugar una aparición misteriosa, difícil de definir, que precipita el desenlace. (…) Escrita con mundanidad y gravedad a partes iguales, la obra verbaliza con precisión filosófica las profundidades insondables de una experiencia tan personalísima como universal, pues todos somos hijos, llamados a ser huérfanos y a dejar huérfanos.
El resultado es, a mi entender, muy distinto, pues se ha compuesto un texto plano, sin crecimiento ni personajes que de verdad lo apoyen, a espaldas de los muchos modelos en la historia del teatro con personajes ausentes de poderoso interés, cuya personalidad crece en escena a través de los personajes vivos que les recuerdan (por ejemplo, Llega un inspector, de Priestley; Raíces, de Arnold Wesker; Un buen día, de Dennis Lumborg; El cerco de Leningrado, de Sanchis Sinisterra; El traje, de Barney Simon…), y también muy alejado de los extraordinarios monólogos en los que alrededor de un solitario se gestan dramas o comedias cargados de interés, profundidad o diversión (desde el Chejov de Sobre el daño que hace el tabaco de 1886, al más reciente Mujer no reeducable, de Stefano Massino, pasando por La voz humana, de Jean Cocteau en 1930).
En este Inconsolable que cree verbalizarse con precisión filosófica no hay aroma de maestros que hayan dejado la menor huella, y sorprende que su discurso henchido de «literatura maleducada» (parafraseando al propio autor) deambule por un escenario tan importante como el del María Guerrero. Sólo se justifica porque tras el texto se puso a trabajar duro un equipo admirable que se ha implicado en unos artilugios escénicos que permiten ahondar en el dolor y en la angustia de la infinita interrelación entre padres e hijos; para ello, Paco Azorín crea una rampa que es puerta, escondrijo, acantilado y secreto en sombras, caída y ascensión que alcanza momentos sublimes con la iluminación de Ion Anibal, todo dirigido con la sapiencia de Ernesto Caballero en medio de una atmósfera musical fascinante compuesta por Luis Miguel Cobo como un fondo casi imperceptible de susurros en la noche (maestría que también estuvo presente en el muy superior monólogo de Hattie Naylor Iván y los perros).
Unos y otros creadores apuntalan una aventura filosófico-teatral cuyo texto es muy decepcionante, sin valor para cerrar una temporada con grandes calidades del Centro Dramático Nacional.
Al comienzo el propio autor se refiere a los escritores «maleducados» que fastidian a sus lectores/espectadores con historias personales como si solo les apasionara escucharse a sí mismos una y otra vez. En un feliz alarde de irónica sinceridad, al final de la función reconoce que él también es uno de ellos, y que sólo critica lo que conoce en profundidad. Es una pena que entre uno y otro extremo no se haya atrevido a alejarse de esa clase de soliloquio para dejar hablar a sus personajes con entera libertad, procurando casar la poética con la filosofía.
Teatro María Guerrero. Centro Dramático Nacional. Del 28 de junio al 23 de julio de 2017
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