Un Hamlet apocalíptico: "La conciencia nos hace cobardes"
Por Horacio Otheguy Riveira
Unos pocos días (sólo hasta el domingo 11 de junio) para disfrutar de una experiencia teatral singular: desde el comienzo con los nueve únicos actores mirándose cada uno a un espejo y gritándose ¿¡Quién eres?! hasta el desmoronamiento final (“El resto es silencio”): tres horas de una escenificación muy libre del clásico, pero ideológica y visualmente tan atractiva como impactante.
Nueve intérpretes se involucran, dudan, se angustian, desesperan, se divierten y padecen un esfuerzo físico de considerables proporciones mientras se encaran con los personajes principales de la obra de Shakespeare, casi siempre dada vuelta como un guante para dar paso a las visiones de una Compañía teatral que profundiza sobre la crisis de un estado en función de intrigas políticas y crímenes imposibles de detener. En medio, un príncipe acostumbrado a la buena vida que duda entre ser o no ser, dormir, tal vez soñar y que termina comprendiendo, a la desesperada, que nada de estas veleidades antiguas son ya posibles, pues sabe demasiado y ha vivido más allá de sus posibilidades en muy poco tiempo, empujado a vengar el asesinato de su padre por su tío, ahora rey del país.
El terror se adueña de él y por eso le abruma la certeza de que La conciencia nos hace cobardes. Con su cobardía cumple el mandato, dejando su propia vida en el camino. El recorrido es una aventura entre espejos que siempre reflejan aspectos de los personajes, a menudo desdoblados en actores que se ríen de sí mismos.
Hallazgos ascendentes hasta desembocar en una última parte muy reducida sobre el original, pero significativa en la necesidad de mostrar una situación sin solución, entre delirantes mascaradas. Si Shakespeare impuso el final feliz después de tantas muertes —con el advenimiento del rey de Inglaterra, justo y sabio, y la supervivencia de Horacio, el gran amigo de Hamlet, que habrá de contar la historia tal como fue— esta versión se mofa de esa solución y nos abandona en la desesperanza tragicómica, una bufonada que se erige sobre el vendaval de muertes irremediables, producto de una sociedad corrupta.
Oskaras Korsunovas dirige con brío una compleja versión de enorme interés, atravesada por un espíritu iconoclasta, basándose fundamentalmente en las capacidades de unos actores fabulosos entregados de lleno a la flexibilidad del clown y la escuela visceral de la tradición artística de Lituania, República Báltica que se liberó del llamado Imperio Ruso de los zares al ardiente calor de la revolución bolchevique (1918-1920). Logró una independencia endeble que, veinte años después, en 1940, sucumbió ante la URSS, hasta que renovó su independencia en 1990, ya derrumbado indefectiblemente el poderío soviético. Si bien, nada de esto se hace presente en este Hamlet, el trasfondo tiene mucho en común con las intrigas y los padecimientos de una nación en constante búsqueda de su identidad, de la resolución de un Ser o no ser hamletiano que, a pesar de las inevitables influencias de Rusia, tiene mucho más en común con los países nórdicos y la cultura occidental. De este maremágnum histórico parece surgir el temperamento y la visceralidad de esta puesta en escena sin duda muy enriquecedora para el público español, después de dos producciones españolas tan notables como la fría y minimalista de Miguel del Arco y la muy espectacular y visceral de Alfonso Zurro.
Teatros del Canal. Del 8 al 11 de junio 2017, XXXIV Festival de otoño en primavera.
Escena clave, que cierra el primer acto.
Viernes, 24 de Febrero.
Día, diurno. Valdría, la pena.
Para los soles, ascendentes. . . .
De, planta baja.
Y, eso, quiere, decir, que 38 Rue no valla, ya. Allí. Desde allí. Por ahora, valdría. La pensión, de un mes. . . Ahora. Fin. Etc, etc, etc… FIN. FIN.