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Relato Culturamas: Fábrica de carteles luminosos, de Cristina Barba Cubelos

Estimad@s lector@s y autor@s, esta semana os traemos un relato de desamor, melancolía, búsqueda de un lugar en la vida y la sensación de que la vida se nos escapa de las manos día a día y hay que intentar retener algunos momentos.
El cuento funciona escondiendo la historia realmente importante por debajo de los detalles que la autora nos va mostrando poco a poco, con suaves pinceladas e imágenes sugerentes, hasta que entendemos todo.
Podéis descargarlo aquí Fabrica de carteles luminosos, Relato Culturamas 20 de abril
Os invitamos a leerlo y dejar vuestros comentarios.
Y a seguir enviando vuestras colaboraciones a nuestra convocatoria
https://www.culturamas.es/blog/2017/02/23/lector-escritor-los-relatos-de-culturamas-te-esperan/
 

Fábrica de carteles luminosos

Cristina Barba

 
Accedí a acompañar a la monja por una sencilla razón. Quería, al menos durante una semana, ser imprescindible y tener bajo control el mayor número de situaciones peligrosas. Interponerme entre los niños a mi cargo y los semáforos en rojo, o entre los niños a mi cargo y los ataques terroristas. Lanzar preguntas inquisitivas a las familias del intercambio y  garantizar que estábamos ante personas aptas para ocuparse de los chicos. Actuar con solvencia, dar la orden precisa a la hora de atravesar los confusos cruces londinenses. En el instante adecuado. Decir todo el tiempo: «Yes, of course». «Absolutely!», «Definitely!». Quise ser tan vital para la supervivencia de los más vulnerables como la enfermera protagonista de la noticia que leí en el aeropuerto, antes de embarcar, a la que despidieron injustamente. La mujer trabajaba en una unidad de cuidados paliativos y leía cuentos a los moribundos en su horario de trabajo. A priori nadie le dio importancia hasta que bajó drásticamente el número de defunciones y la demanda de camas vacías colapsó su planta.  Nadie quería morir sin escuchar de sus labios la última frase del cuento.
Antes de coger el vuelo, mis días eran casi siempre viscosos y eventualmente escarpados. Empezaban siempre del mismo modo: conmigo arrastrando el insomnio desde la cama a la cocina, donde me quedaba unos segundos con la cara pegada a la puerta de la nevera. Allí recibía el frescor de la superficie metálica en las mejillas ardientes y me sentía técnicamente mejor. Escuchaba el ronroneo del motor y esperaba. El sonido de la nevera me recordaba a mi compañera de despacho. Ella se sacaba todos los días la leche de los pechos en mi presencia porque había terminado su permiso de maternidad. Y el zumbido del sacaleches hacía que yo imaginase al bebé esperando en su cunita hasta que sonara el timbre de salida, como un drogadicto de colmillos afilados. Al regresar a casa necesitaba lavarme las manos. Varias veces. Frotarme los brazos hasta la altura de los codos y luego dejar correr el agua caliente. Almacenaba en tarros de vidrio bajo el lavabo pequeños restos de pastillas de jabón que resultaban inservibles. Yacimientos de jabón de hacía años.
Y luego está el episodio del coche. Era la primera vez que, para ahorrar gasolina, el hombre que me gustaba y yo íbamos juntos al trabajo. Yo ocupaba el asiento del copiloto y había bajado un poco la ventanilla. Le estaba contando algo interesante al hombre, cuando escuché una voz que me decía: «Tienes que morder ocho veces el cristal». Ocho veces. Y tuve la certeza de que, si no obedecía, ocurriría algo terrible; me incliné con disimulo para que él no se percatase de nada y le di ocho mordisquitos a la ventanilla. Hace falta mucha pericia para no provocarte lesiones irreversibles si en ese momento el coche pasa por encima de un bache. Pero luego, cuando terminé de ejecutar la orden y me apoyé de nuevo en el asiento, la voz regresó con la misma insistencia. Así que tuve que hacerlo otra vez. Ocho veces más. Fue humillante verme a través de los ojos del hombre que me gustaba,  mordisqueando la ventanilla de su coche como una barrita de muesli.
Cuando la monja me pidió que la acompañase al intercambio, no lo dudé. Al principio solo veía la oportunidad de desaparecer el tiempo necesario para que el episodio quedase nublado por la memoria y se convirtiese en una anécdota sin importancia. Luego, cuando supe que debería hacerme cargo del chico enfermo, me sentí crucial y satisfecha. Me presentaron al chico, que ahora tengo sentado frente a mí, en una mesa de la terraza del gastro-bar, en la última planta de la Tate, y me miró con estos mismos ojos cautelosos detrás de las gafas de montura metálica y redonda con los que está mirándome ahora. Cuando el chico salió del despacho para regresar a su aula, la monja bajó la voz y me advirtió que podía morir en cualquier momento por una repentina torsión y dilatación de uno de sus órganos. Yo acepté el reto.
Sin embargo, y a pesar de que en Londres todo era urgente e intempestivo, al principio yo ni siquiera recordaba qué órgano era el afectado. Es más, me costaba diferenciar el rostro del chico en mitad de aquel galimatías de alumnos. Así que para remediarlo decidí regalarle una capa de rey Arturo que compré en la tienda de souvenirs durante nuestra visita al castillo de Tintagel. Es una capa magnífica de terciopelo rojo que él ahora lleva sobre los hombros con falsa indiferencia, pero sé que en realidad le chifla. El chico pasa todo el tiempo a mi lado porque el resto de los chavales solo quieren escabullirse para comprar alcohol y cigarrillos y vivir situaciones de riesgo. Él, en cambio, no hace nunca ese tipo de cosas; es uno de esos a los que su madre les pone en la mochila una pera para el recreo, que nunca se pueden comer tranquilos porque siempre hay una avispa trazando círculos a su alrededor.
Habla muy poco conmigo pero si me pierde de vista en algún momento se pone tenso. Acabo de hacer la prueba. Después de ir al aseo me he escondido un buen rato detrás de una palmera en miniatura que hay al lado de la barra y le he visto frotarse los dedos con nerviosismo en una servilleta de papel y mirar a un lado y a otro mientras se recolocaba la capa sobre los hombros y deshacía la lazada para volver a anudársela. He permitido que pasasen los minutos en el reloj de la pared hasta que me ha parecido visualizar los latidos de su débil corazón sincopado debajo de la camisa blanca de manga corta que ha llevado puesta todos los días del viaje, y solo entonces he regresado a la mesa junto a él.
Le oigo respirar con dificultad a pesar de que hace ya un rato que hemos subido el último tramo de escaleras. Un tenue ronroneo torácico de cadencia poco saludable.
«El menú cuesta sólo doce libras», me susurra con expresión radiante. Supongo que se alegra de que no lo haya abandonado a su suerte en el gastro-bar.
Yo me pido una sopa de guisantes a las finas hierbas y él señala en la carta la pasta orechiette con pesto de alubias. Es el último día del viaje y las familias de intercambio saben que los devolveremos a sus casas un poco más tarde de lo habitual. Desde la terraza observamos el Támesis y la cúpula de la catedral de San Pablo bajo la lluvia. Están envueltos en un halo de gotas tan identificables a contraluz que parece que alguien las ha mezclado con leche. El chico se saca de debajo de la capa los folletos que ha ido recolectando en cada una de las exposiciones y los despliega en la mesa metalizada.
«Cuando hacemos una obra de arte estamos respondiendo a una pregunta que nadie se atreve a formular en voz alta», me dice.
Me señala el folleto de la exposición de arte relacional. La cuarta planta estaba dedicada temporalmente a una mujer con nombre de golosina. El título de la muestra era «Antes de morir quiero». Los que pasaban por la sala podían utilizar tizas de colores para compartir sus esperanzas y sueños en una pizarra gigante. Plantar un árbol, tener un hijo, ser juzgado por piratería… Me gustaría contarle al chico todo lo que deseo hacer antes de morir, pero no me atrevo. Cuando su madre vino al colegio dejó muy claro que este podría ser «su penúltimo viaje». Lo dijo muy bajito, con las lágrimas a punto de desbordarse de las pestañas inferiores y los ojos enrojecidos por el cansancio.
―Señorita ―me dice entre susurros encogiéndose dentro de la capa―, ¿lo de ahí al lado también es una instalación?
Ahí al lado solo hay una mujer de ochenta años sentada en una mesa gemela a la nuestra, comiéndose un sándwich vegetal con huevo.
―Puede, ¿qué crees que representa?
El chico se encoge de hombros y empieza a mover los ojos muy rápido, de un lado al otro de las monturas metálicas. Se me encoge el estómago. Me doy cuenta de que solo trataba de impresionarme y yo he puesto otra vez su vida en serio peligro. Miro fijamente a la anciana de la mesa de al lado y, para disimular leo en voz alta una de las frases que distingo por el rabillo del ojo en el folleto:
—Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar.
―¡Eso! ─El chico asiente satisfecho y engulle un buen bocado de la pasta orechiette. La anciana se levanta haciendo chirriar la silla al separarla de la mesa. Nos lanza una mirada de odio y se va hacia la puerta apoyada en su bastón, moviendo violentamente la cabeza a pesar de lo pequeños que son sus pasos. Se cruza con la monja, que ha venido a zanjar algo con eficacia y rapidez ante nuestra mirada atónita. Ella sí se comporta como una verdadera tutora. Saca a tiempo los billetes de avión, venda las heridas y logra el encuadre para un recuerdo perfecto. Yo he dejado a mis espaldas un reguero de maletas confundidas, de articulaciones mutiladas en los retratos de grupo y de puntos de sutura en la rodilla contraria, y ahora solo quiero entrar en el laberinto de Hampton Court y esconderme allí para siempre, pero no puedo porque tengo al chico a mi cargo. Unidos por unas esposas imaginarias como dos cómplices de asesinato. Así que abro el terreno neutral de la guía y leo el párrafo correspondiente.
—Antes de ser un museo, la Tate era una central eléctrica que se llamaba Bankside y dotaba de luz a gran parte de Londres. Luego fue remodelada para transformarse en un museo de arte contemporáneo. La estructura del edificio conserva el hormigón y las vigas de estaño, y las antiguas turbinas conviven con los lienzos y las instalaciones más vanguardistas. El ático es un homenaje al pasado galvánico del edificio y está formado por una gran cubierta de vidrio que sirve de faro nocturno.
Eso quisiera ser yo antes de morir: un fogonazo de luz, una estrella fugaz. Al menos un sencillo cartel luminoso.
Cuando era pequeña estaba convencida de que, si el muñeco rojo del semáforo se iluminaba, todo el mundo que caminaba por la acera tenía que detenerse, aunque no estuviesen esperando para cruzar. Tengo la impresión de que sigo congelada en uno de esos semáforos en rojo, uno de mis pies ligeramente más adelantado que el otro. Y que un día la luz se pondrá verde al fin. Ahora hay muchas mañanas en las que pienso en ello; le doy la espalda a la clase y al mirar hacia el patio tengo una fantasía en la que me pongo una falda de cuero y unas medias de malla y desayuno una lata de cerveza y un cigarrillo. Cojo un coche de cristales tintados y conduzco hacia la ciudad, donde me gasto en una casa de apuestas todo el dinero que los niños del colegio han donado para Oxfam.
―Señorita, ¿por qué se te cierran siempre los ojos?
―No lo sé.
El chico me pregunta si padezco hidrocefalia porque hay un niño en el hospital que tiene la misma mirada que yo.
―La hidrocefalia ―me explica― confiere a los ojos un aspecto de puesta de sol.
Me siento halagada. Abatida y halagada. No me habían dicho nada tan bonito desde la noche de mi cumpleaños.
El desconocido de aquella noche no se acordaba «personalmente» de casi nada y todo lo que mencionó era parte de una reconstrucción policial. Pero le escuché con muchísima atención  porque tenía ojos oscuros, la nariz un poco curva y el rostro ovalado y perfecto de los príncipes exóticos de las películas de Disney. Y porque cuando nos miramos bajo la lámpara tenue del bar me dijo:
―Por cierto, hoy es mi cumpleaños y nunca había hablado con nadie de esto. Gracias.
Yo, por supuesto, no le conté que también era mi cumpleaños. Hubiera sonado poco verosímil y el desconocido se hubiese largado del bar con su vida fascinante llena de capítulos de novela negra. Decidí cederle todo el protagonismo. En cambio, sí que le rocé la mejilla. Tenía una barba incipiente que me recordaba las lijas que usamos en la clase de Arte. Más tarde, en la cama nos medimos el uno al otro la frecuencia cardiaca, de una forma poco profesional, solo poniendo la oreja muy pegada al tórax. Luego buscamos en Google lo que significaba el número de latidos y resultó que yo, como siempre había sospechado, tenía un corazón de atleta. Eso le dije cuando se fue de mi casa antes de que saliera el sol. En realidad se lo dije muy bajito y desde el otro lado de la puerta, tapándome con los dedos el ojo derecho para poder ver mejor por la mirilla cómo desaparecía por las escaleras.
«Vuelve, tengo un firme corazón de atleta».
El chico me confiesa que quiere besar a una de las de su clase. Lo ha escrito en la pizarra de «Antes de morir quiero», junto con hacer pis desde una azotea, construir un barco y marcar un gol de cabeza. Ella, como es natural, tiene una melena larga y castaña idéntica a la de todas las demás y se ríe muy fuerte elevando la barbilla hacia el cielo. Y no sabe siquiera que él existe.
―Podría regalarle esto ―dice mientras saca del bolsillo una cadena de plata de la que cuelgan algunas estrellas de cristal.
Querría explicarle al chico que al final ya no hay canciones de desamor ni llanto desgarrado que valga. Ahorrarle todo el dolor que sea preciso. Lo máximo a lo que puedes aspirar es a encontrar al psiquiatra adecuado. Alguien perspicaz que te lea una lista con diez criterios médicos que equivalgan a todo lo que te sucede. Cuando llegue al número nueve estarás a punto de saltar de la silla y lanzar un grito victorioso, como si estuvieses en la final de un partido de fútbol. Es una lección importante para la vida y al fin y al cabo su tutora soy yo.
―¿De dónde la has sacado? ―le lanzó una mirada acusadora.
―Antes he ido al baño para tomarme los medicamentos ―dice señalándose el bolsillo de los vaqueros, que es donde guarda las pastillas— y la he encontrado sobre el lavabo.
Puede que la haya robado en casa de su familia de intercambio. Una horrible familia de pelirrojos que se llaman honey y darling unos a otros. O en la tienda del museo. Me pregunto si debería delatarlo.
―También ha aparecido esto para ti ―dice con una sonrisita condescendiente, y saca del otro bolsillo una reproducción en miniatura de Ana Bolena con una diadema cuajada de perlas que todavía lleva la alarma puesta. Me guiña un ojo. Yo le sonrío.
―Venga, Clyde; luego vamos a dejar todo esto en la oficina de objetos perdidos.
Se queda petrificado mirando el plato con restos de pesto de alubias, el ceño fruncido. Por un momento pienso que va a coger el cuchillo de sierra y decapitar a Ana Bolena. Nos traen tarta de manzana acompañada de helado de vainilla de postre, pero él mantiene la cabeza gacha y las manos ocupadas en deshacer un nudo que se ha formado en la cadenita de estrellas. Querría apretarle la mano y decirle que no tiene de qué preocuparse porque solo hay un día detrás de otro, y poco más que buscar una esquina en la que el perro levante la pata para mear y luego volver a casa. Por fin deja la cadena sobre una servilleta y agarra su porción de tarta. Me concentro en decirle todas esas cosas con la mirada mientras competimos para ver quién se termina antes la bola de helado del otro. Mira, le digo mentalmente, yo a menudo me siento como si estuviera cada vez en una caja más pequeña hasta que la caja se hace así. Y muestro con las manos, pero sin decir una palabra, un palmo de distancia.
―¿Qué?
―Nada, estoy haciendo gimnasia.
―Ah, ¿puedo hacer gimnasia contigo?
Y entonces nos levantamos de la mesa y comenzamos a mover los brazos y las piernas con energía, describiendo círculos portentosos en el aire. De fondo, suena una de mis canciones favoritas de Françoise Hardy. La maraña de nubes que cubría el cielo se ha disuelto y se empiezan a distinguir algunas estrellas. Bailamos con movimientos espasmódicos chocando nuestros cuerpos como dos iconos de la nouvelle vague. Sus movimientos bajo la capa dejan una estela roja y vaporosa en la noche que se aclara. Los camareros uniformados de negro recogen las sillas de plástico y encienden los focos a nuestro alrededor. El gran faro de vidrio se ilumina bajo nuestros pies. Nuestras extremidades en movimiento se entrelazan con la luz como dos fabulosos carteles luminosos que anuncian algo que, de alguna manera inusual e inconcebible, tanto él como yo sabemos que sabemos. Puede que seamos dos perdedores, pero no vamos a bajarnos del escenario.
Allí abajo, en la penumbra de la calle, los chicos del curso se ponen a cubierto bajo una bandera con el escudo del colegio que viaja todo el tiempo con nosotros. Dejamos de mirarlos y elevamos nuestras caras hacia el cielo. Cada una de esas luces tiene su propio secreto. No sé si el chico se está dando cuenta, pero el parpadeo de una estrella es demasiado regular y repite la misma secuencia todo el tiempo, primero un fogonazo, luego sombra y dos destellos seguidos, componiendo un código lumínico en intervalos exactos. Un posible intento de comunicación extraterrestre. Como el latido de un corazón. Como el latido de dos corazones.
 
Sobre la autora:

Cristina Barba (O Barco de Valdeorras, 1981) es licenciada en CC. Políticas y Máster en Escritura Creativa. Trabaja como profesora de Filosofía y ha participado en distintos talleres de relato y nouvelle con Gloria Fernández Rozas,  Eloy Tizón y Elvira Navarro.
Su relato El año sin verano quedó finalista en el premio El Fungible 2016. Fábrica de carteles luminosos abre la antología Incómodos de la editorial Relee.
Instagram público: crisrousseau/ Cristina Barba

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