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Relato Culturamas: Habana calle abajo, de Manuel Roblejo Proenza

Estimad@s lector@s y autor@s, esta semana os traemos un relato habanero, llegado para vuestro disfrute desde La Habana que ya preside el título. Su autor, Manuel Roblejo Proenza, consiguió con él ser finalista del último Premio Gabriel Miró de cuento, entre más de 2.000 participantes. Esperemos que disfrutéis del viaje.
Podéis descargar aquí Habana calle abajo, Relato Culturamas 30 marzo
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Habana calle abajo

 

MANUEL ROBLEJO PROENZA

 
El verano ha llegado como siempre llega, indiferente y por detrás, y sólo porque llega agosto. Me voy a la playa como cada año, con mis compadres, casi porque sí y porque es de mala suerte no hacerlo en esta época del año. Sólo que esta vez es diferente. Esta vez voy de lujo. Esta vez voy en almendrón.
Los almendrones son lo peor. Son gigantescas máquinas de acero y petróleo humeantes, que se pasean impunes por La Habana, como si realmente la decoraran, y que son casi un exclusivo para los turistas… extranjeros. Llenan todo de peste y chirridos, pero aun así algunos, mis compadres incluidos, los encuentran “clásicos”.
Clásicos son los temas del Benny Moré, los lienzos de Lam… y hasta el Pico Turquino si se quiere. Si alguien que no fuesen mis amigos los llamara clásicos delante de mí lo mandaría a la mierda. No tienen para mí ninguna clase estos engendros híbridos, cascarones americanos de los años cincuenta, con motores japoneses, rusos, y hasta algún motor de barco que fallara en su intento.
En el verano, cuando hace aún más calor del que siempre hace y el sol nos castiga inquisidor por seguir en el mismo punto, justo debajo de sus pies, por tantos y tantos años, la única opción es la playa. Las playas obviamente son del pueblo, de la gente. Los que no son de la gente son los hoteles que las custodian… pero eso no importa cuando está la playa, el mar en fin, más democrático que nada, allí, todos los días recordándonos que allá y allá y más allá hay otras tierras diferentes.
Llego a la piquera para cazar uno de estos monstruos y luego pasar por mi gente. Echo una rápida ojeada: Un Dodge del 56, demasiada cola de pato. Un Oldsmobile del 52, demasiado viejo. Un Chevrolet del 59, seguramente nos deje tirados por ahí… Un Ford de 58. Ése. Un flamante Ford del 58 azul y blanco, al que sólo le falta el rojo para gritar “soy un Ford cubano”. Pero está bien, es espacioso y luce… decente.
Me acerco al chofer, que es un señor de unos sesenta años, regordete y brilloso por la grasa que se le sale por los poros, y que ostenta una cadena y una sortija doradas. Doradas como su mirada escudriñadora y extrañada.
—¿Cuánto la carrera completa hasta La Playita?
—¿Hasta allá? Bueno, contando los seis pasajes serían… a ver… 900 pesos cerrados.
Novecientos pesos es lo que yo gano en tres meses. ¡Ni hablar!
—Pensé que solo cabían cuatro.
—Hijo, donde caben cuatro caben seis —me dijo sonriéndome para dejarse ver un orgulloso diente de oro— pero bueno, como somos paisanos, ni para ti, ni para mí… 750 pesos.
Calculo enseguida, es un reflejo incondicionado. Con ese dinero puedo comprar 10 bolsas de leche, o 6 paquetes de pollo, o pagar 3 veces la renta, o regalarme un pantalón fino para fin de año… Pero quién celebra el fin de año, o la navidad, que aquí es lo mismo, teniendo playa en agosto. En fin, me subo y tiro la puerta, esperando el ruido estrepitoso habitual, pero no es así; para mi sorpresa la puerta cierra suavemente.
—Tiene mecanismo Mitsubishi —me dice el gordo orgulloso.
—Ah.
—¿Le gusta la música?
—Sí… adelante. —le digo muerto de miedo.
Para mi alivio el hombre pone un tema suave, una balada de los setenta, de alguna cantante olvidada de música comprometida; pero sin dudas la melodía invitaba a relajarse y a mirar por la ventanilla.
Ah, sin dudas La Habana, como se ve desde aquí, es un grano de maíz donde cabe toda la gloria del mundo. La Habana que fue y que vino, y vino maquillada para mostrarse joven  a quién no la conoció de niña. Pasan y pasan nuevos y retocados edificios aislados unos de otros, y me parece que hoy La Habana es más grande.
El tramo del malecón sólo me dura unos veinte minutos. El mar está desesperado por entrar e inundarlo todo de una vez. El agua de mar que salpica entra por las ventanillas, tanto que tenemos que subir los cristales. El mar está enfurecido hoy. El mar que nos ha llevado y que nos ha devuelto. Que nos ha tragado misericordioso, evitando las soledades de quienes no saben vivir.
—Esa manija no funciona —me grita el chofer—; hale el cristal hacia adentro y dele un golpecito hacia arriba.
Sentados en el muro del malecón dos viejos desdentados tocan la guitarra. La música que hacen ha atraído a tres o cuatro turistas en sandalias, como romanos visitando alguna provincia conquistada en su época de imperio. El público foráneo que aplaude al dúo desdentado ha atraído a su vez a dos jovencitas, casi niñas me parecen. Se mantienen a distancia, pero sus altos tacones y sus cortísimas faldas las delatan a una legua, además de la cartera colgante, que siempre acompaña. Y La Habana que mira; La Habana que es una prostituta vieja y retirada tratando de volver por sus fueros.
—Aquí ese es el uniforme de trabajo —me dice el chofer sonriente.
Alguien también me ha dicho que en las noches se ponen el precio en las suelas de los zapatos, y que cuando cruzan las piernas lo puedes ver. 20, 30, 40, 50 dólares la hora, el día, el mes… la vida.
—La juventud está perdida, mijo.
“Lo que está perdida es la esperanza”, pienso yo. Ay, La Habana de los que aún tienen esperanzas, o al menos esperanza de tener esperanza. La Habana  colonizada, robada y devuelta, como si fuera poca cosa, casi como si no fuera, como las muchachas de los tacones. De todos modos contesto que así es, para no seguirle al tema.
Me entretengo unos segundos y ya cuando miro atrás el grupo se ha dispersado. Una patrulla ha llegado, seguramente pidiendo el carnet de identidad. “Qué hace por aquí”. “Por favor, no moleste a los compañeros visitantes”. “Debe acompañarnos a la estación”… y de ahí directo para Santiago, para el oriente, para el campo, el monte… el olvido, de donde soy yo. Ay, mi Habana de todos los cubanos.
Doblamos por una estrecha callejuela, para acortar camino me dice el conductor, de esas que tanto abundan por los barrios que no visitan los turistas ensandaliados. Aquí la cosa es diferente. Aquí La Habana es otra Habana. Es La Habana que se derrumba en viejos ladrillos de fango y que renace sólo en los noticiarios. Un perro muerto de hambre me mira curioso, y olisquea el humo que sale a borbotones de mi pomposo carruaje. Si se pudiera comer el humo… si tan sólo se pudiera lamer.
La gente nos observa como si el almendrón horrible fuera una carroza de carnaval. Dos niños negritos, por negritos y por el churre, que juegan al béisbol con un pomo plástico como pelota, detienen su juego para vernos pasar. Yo llevo el brazo descansado en la ventanilla, como si hubiera nacido visitante, como si fuera un pasajero normal, y siento una horrible vergüenza de pasearme entre mi raza en un carro que me está cobrando sus salarios de un año… escondo el brazo, bajo la cabeza. Me hundo como si hubiera llegado ya a mi mar, ensordezco y muero por un instante; que por un instante se puede morir, para sentir alivio.
Una muchacha me saluda esperanzada, sin conocerme; cree que vuelvo por ella, cree que soy de los que vuelve. Yo volvería, seguro. Es más, nunca confiaría en los que no vuelven… son demasiado orgullosos.
Alcanzo a ver esta Habana hundiéndose en los escombros y en la basura; y a la gente viviendo allí, en la basura. Una mulata con los collares de los santos y la cabeza cubierta con una pañoleta blanca cocina algo frente a la puerta de su solar, en un enorme caldero, en una fogata urbana improvisada… los ojos le lagrimean un poco, de seguro por el humo de la leña.
Un viejo que me parece ciego pregona maní tostado con voz desgastada. Pregona “maní… maní” débilmente, casi como el niño que ha vuelto a ser. Me pregunto quién tendrá el descaro de llamar a “El Manisero” un clásico de la música cubana.
—Estos barrios son la candela —me dice el gordo.
Y tiene razón. Son la candela; el fuego que arde en el mismo corazón de La Habana de verdad. Y yo que estoy yéndome a la playa en un almendrón para turistas… qué clase de mierda soy.
En uno de los balcones alguien ha colgado una bandera cubana. No lo culpo. La bandera no tiene la culpa. Ni nadie. A estas alturas la culpa no es de nadie. Todo es tan confuso, tan diferente… No se puede explicar un mundo donde nada funciona como debería, pero su corazón de mangle y de sal y de ron sigue palpitando, como el más necio de los corazones.
Miro al hombre de la bandera en el balcón apuntalado, está envuelto en el blanco de sus sábanas mojadas. En la esquina se escucha el estridente y contagioso ritmo de una conga. Dos blancos, un chino y un negro cargan los tambores, la campana y el cencerro. Una fila de gente baila y se mueve a este ritmo enajenante, salvador; lo único que queda cuando no queda nada para celebrar. Están felices allí. Parecen felices, y eso ya es estarlo; por lo menos aquí, donde la felicidad puede romperse en una libreta subsidiada, en una balsa que hace aguas, en un almendrón del 59 que ya no camina más. Aplaude la gente; aplaude porque sabe aplaudir.
Ay, mi Habana amada y malquerida, llana y engañosa como el agua de la ciénaga después de la tormenta. En un muro una pancarta con la imagen del Che Guevara dice “Hasta la victoria Siempre”. ¿Qué victoria… y qué siempre? Yo me voy con los míos, los de botas atornilladas, los de venas escondidas; los que nacieron equivocados en hastíos ajenos.
—Pare aquí. Déjeme aquí mismo.
Mis compadres entenderán. Al fin y al cabo aquí siempre hay agosto y aquí siempre hay playa. Cuba es un agosto con playa, una playa con agosto. Una playa en agosto o un agosto en la playa. Agostosa y playera, playosa y agostera… no puedo pensar.
La gente de la conga sigue su paso arrollador, no le importa el que colgó la bandera, la negra de los collares o el viejo del maní… sólo siguen calle abajo, más abajo, bien abajo. Me les uno y en un minuto estoy rodeado de empujones y de aliento de alcohol y de humo de tabaco, de sudores ajenos.
Estoy rodeado, sí, cercado, sitiado… pero los tambores, que son el corazón palpitante de la conga, hacen latir el mío como nunca había latido. Mi corazón que sigue funcionando necio también, y sólo sigue, y sigue, y sigue vivo, irremediablemente vivo. Mi corazón que ahora mismo va arrollando con mis congueros calle abajo, más abajo, bien abajo.
 
 
 
Sobre el autor:
Nació en Bayamo, Cuba, el 20 de marzo de 1982. Poeta y narrador. En los últimos años ha publicado un centenar de cuentos y poemas, con los cuales ha obtenido importantes premios. El presente relato fue finalista en la última edición del concurso Gabriel Miró.
– Ganador del 1er concurso de Cuentos Cortos para Niños, de Cats Home BCN, Barcelona, España. Febrero 2016.
– Primera Mención Honrosa en el XIII Concurso Literario “Gonzalo Rojas Pizarro”, en la modalidad de cuento, Lebu, Chile. Febrero 2016.
– Primer Premio VIII Concurso Literario «Relatos Asombrosos». Argentina. Julio 2016.
– Finalista IV Concurso Internacional de Relatos Pecaminosos Contacto Latino. USA. Octubre 2016.
– Mención Premio Nacional “Emilio Ballagas” 2016 de Cuento. Camagüey. Cuba. Noviembre 2016.
– Primer Premio Concurso de Cuentos para niños Carmen Rubio 2016.
– Finalista Concurso Internacional Gabriel Miró 2016.
 
 
 
 

5 thoughts on “Relato Culturamas: Habana calle abajo, de Manuel Roblejo Proenza

  • Bellísimo relato de una Habana que conozco. Al autor le duele su ciudad y también la admira. ¡Qué forma notable de contar! Gracias.

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    • Es un relato tremendo, sin duda. Gracias por tu lectura y por comentarnos tus impresiones.

      Respuesta
  • El relato es excelente. Imprime fuerza de principio a fin, situando al lector en la escena misma de los acontecimientos.

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  • Pingback: Finalistas de Los Relatos de Culturamas 2017 | Culturamas, la revista de información cultural

  • Voto por Habana calle abajo, de Manuel Roblejo.
    Por su notable manera de contar la realidad de la Cuba de hoy.

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