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Relato Culturamas: El hombre que tomaba helado de nata o La imprecisión del devenir, de Marina Aguilar Salinas

Esta semana hemos recibido algo menos de 20 relatos. Después de lecturas y relecturas, hemos elegido el relato que ahora os presentamos, de la joven autora Marina Aguilar Salinas. Esperamos que sea un plato dulce para la semana. Os animamos a los lectores a comentar los relatos y a los autores a seguir enviando textos a nuestra convocatoria.
https://www.culturamas.es/blog/2017/02/23/lector-escritor-los-relatos-de-culturamas-te-esperan/
 
Puedes descargar el relato:
El hombre que tomaba helado de nata o de la imprecisión del devenir, Relato Culturamas 9 de marzo
 
El hombre que tomaba helado de nata o La imprecisión del devenir
 
I
El primer personaje se repliega sobre sí mismo, reduciendo sus características hasta no ser nada. Nada concreto se sabe de él, así es de geométrico. Su cuerpo, sus gestos, no dicen nada. El otro personaje sí dice; es más, dice sin cesar. Vive en la angustia más extrema, igual que el primero, pero convive con ella de distinta forma. Nombre, el primero no tiene o tiene uno muy escueto, tanto que no se oye cuando alguien lo pronuncia para llamarlo. Aun así, casi nadie lo llama nunca y, cuando lo hacen, utilizan una fórmula de cortesía de esas que sirven para mantener a distancia todo vínculo entre completos desconocidos. En muy raras ocasiones lo llaman Señor P, como si quisieran nombrar su apellido, pero sólo consiguen pronunciar la primera letra. El resto permanece borrado. Ella, en cambio, tiene miles de nombres. Es como una quimera de cien mil cabezas, cada una con un seudónimo abrasivo, excesivo, extenuante. Sin embargo, sus miles de apodos precisos se difuminan y ninguno permanece mucho tiempo.
No es posible describir al Señor P. Él tampoco puede. En su día a día apenas ocurren acontecimientos que indiquen algo de su personalidad, de su apariencia física, de sus vivencias. Ella, en cambio, rebosa de vida. Cada día es otra distinta, con un nuevo nombre, un nuevo cuerpo y un nuevo rostro que duran un segundo antes de volver a cambiar. Y así sucesivamente. La existencia de ambos es terriblemente fugaz. No obstante, gracias a una especie de repetición presente sus vidas, algo se registra en ellos, algo que asegura su presencia y que los mantiene alejados de la devoración del tiempo.
Tal vez habría que comenzar por una escena. Eso tranquilizaría, tejería una historia, situaría a los personajes proporcionándoles un contexto, un suelo que sería válido aunque fuese ficticio. Puesto que cualquier lugar vale, dicho lugar puede ser un establecimiento. Concretamente, una heladería repleta de pasteles y tartas heladas. También habrá postres de toda clase e incluso mazapanes. La escena está preparada. El futuro, el presente, pueden definirla tal como debe ser: sobria, escueta, abstracta, rigurosa. Nada más aséptico que un futuro simple y un presente de indicativo. Pero su llegada, a pesar de lo poco que dijo, rompió la armonía. Tanto que cambió por completo el uso de los tiempos verbales.
Su imagen parecía borrosa, como si su rostro y su cuerpo hubiesen sido barridos por un gran difuminador, aunque él no parecía muy desajustado, al menos, eso reflejaba el sosegado ritmo de vida que llevaba: repetía su rutina sin la menor alteración. Sin embargo, había algo que destacaba: el Señor P evitaba los espejos. Repetía el camino desde su apartamento hasta la heladería y entraba en el establecimiento como si volviese sobre los mismos pasos que había dado la semana anterior. Guardaba silencio. Repetía. Sus hondos ojos se fijaban en la lista que ofertaba aquel establecimiento lleno de productos exóticos: tarta especial de arándanos, chocolate con galletas, coco, nueces, mermelada, aguacate, cacahuete, menta y una infinidad de nombres de artículos que nunca terminaba de leer. Sus ojos se detenían a una altura determinada, coincidiendo con un momento preciso de su ritual. Su mirada se volvía a posar en la de la camarera que le preguntaba ingenua como si no se hubiese aprendido de memoria el contenido de sus respuestas:
-¿Qué va a tomar?
-Helado de nata, por favor.
-¿En cucurucho o en tarrina?
-En tarrina, por favor.
-¿Grande, mediana o pequeña?
-Pequeña, por favor.
Su alocución permanecía intacta. Tan pronto como la camarera le daba su helado, su mirada se volvía a posar en la de ella con un escueto gesto de agradecimiento para, segundos más tarde, abandonarla definitivamente hasta su próximo encuentro, que se produciría exactamente dentro de una semana. Entre ellos no se creaba ninguna complicidad, como tampoco parecía que pudiese ocurrir con el resto de personas. El contacto con aquella camarera, por muy continuado y metódico que llegase a ser, no inducía al acercamiento. La extrañeza que existía entre ambos se mantenía intacta e incluso aumentaba con el tiempo. Es muy probable que aquella camarera tuviera una serie de opiniones elaboradas respecto del Señor P, pero nada mostraba, nada decía el rostro de ella, adornado con una sonrisa plastificada, así dispuesta para el primer contacto con el público, una boca enlatada que se humanizaba a medida que las personas se iban singularizando en su memoria. Con él, sin embargo, permanecía como el primer día.
Con un abatimiento tan ligero que apenas era perceptible, aquel hombre sin nombre recogía su tarrina blanca y se dirigía al fondo del establecimiento. Una vez allí, se sentaba frente a la pequeña cajita de cartón refinado que contenía su helado y la observaba detenidamente. Si se tuviera que decir algo de él, se diría que era introvertido, aunque hasta de aquello podría dudarse, puesto que para saber si alguien es introvertido hay que ver primero si está volcado hacia dentro y para saber si alguien está volcado hacia dentro hay que suponer que tiene un dentro que contraste de algún modo con un fuera. Pero no hay signos que indiquen dicho movimiento de interiorización. Los únicos signos de aquel hombre allí sentado, sorbiendo silencioso, no expresaban nada salvo, quizás, el hundimiento de sus ojos en la nata. Por lo demás, no podía saberse si pensaba ni cuál era la velocidad de sus pensamientos. Su introversión tampoco se podía medir por la ausencia de palabras. Aquel individuo permanecía sentado comiendo nata con una cucharilla. Parecía un tipo serio, callado. Al menos, cuando sorbía nata y también cuando la comía con una cucharilla. Y entretanto, no parecía estar deseando nada salvo lo que ya hacía, es decir, saborear su nata. Pero eso engendraba una contradicción, puesto que al mismo tiempo deseaba algo y no deseaba nada, ya que no se suele desear algo que ya se tiene. Él ya tenía su nata, al menos, eso parecía. Aquel hombre no parecía desear nada fuera de aquella nata que, por otra parte, no era seguro que desease. Ni siquiera era seguro que la saborease realmente ni que reconociese o no su sabor.
Él siempre sería él, pero el significante « él » estaba vacío. Eso no impedía que siguiese siendo él. Tampoco dejaba de ser la misma figura aislada, mediocre, un negativo recortado, como de estampa. Sorber nata parecía ser su única ocupación. Sin embargo, en incontables ocasiones, por efecto de algún milagro indescifrable, apartaba sus ojos de la tarrina y los posaba en un muro que decoraba la heladería y que llevaba la blancura de la nata al paroxismo. Luego del excurso, volvía a su posición inicial, hierática e impasible. Sería difícil decir si con aquel desvío cambiaba algo.
Su cuerpo parecía moverse de forma automática, mecánica, como un Odradek sin gracia. No obstante, su automatismo era muy leve y casi nadie lo notaba. El conjunto de su organismo parecía impulsado por alguna fuerza oculta, dulce y sin violencia. Sus movimientos eran parsimoniosos: se movía con gracia, con una inquietante elegancia animal. Su rostro era lívido y sus rasgos marcados. De una delgadez casi extrema, que acentuaba una sutil expresión de patética tristeza. Sus ojos eran con diferencia el elemento más llamativo de su rostro y el único que llegaba a expresar algo. Tal vez un saber privado e incomunicable: algo sobre sí mismo y sobre el mundo que superaba a cualquier otro contenido mental. Pero dicho saber se ignoraba. Seguramente, también él lo ignoraba. A veces, incluso sus ojos dejaban de mostrar el menor signo expresivo. Entonces, lo único que destacaba era su posición dirigida hacia el muro y su mirada fija en él.
La presencia del Señor P en aquella sala generaba un clima sofocante: su figura postrada al fondo de la estancia se volvía de una elasticidad casi gomosa. Su rostro parecía a punto de estallar, emitiendo unos efluvios que sólo una atmósfera inflamada como aquélla podría haber generado. Pero nada explotaba realmente, la tensión que creaba era tan grande que daba ganas de que ocurriese para que así se terminase todo. Parecía venido del mismísimo infierno. Sin embargo, su cuerpo, su rostro, no encajaban, no reflejaban una imagen infernal, sino más bien, sobria, demasiado sobria, demasiado apagado entre aquel calor. Demasiado pasmado.
A pesar que el Señor P tuviese, después de todo, algunos rasgos, éstos no daban la impresión de ser definitivos y en cualquier momento podían esfumarse. Era alguien imposible, impensable. Pero allí estaba, sin hacer nada más, sin ser nada y sin tener nada salvo aquella tarrina. Tan sólo repitiendo, como si formase parte de un circuito cerrado. La repetición era, tal vez, el único modo de escapar de aquel circuito.
El Señor P se sentiría incómodo sobre cualquier escenario. La sala se estaba enrareciendo demasiado, aquello ya no tenía remedio, así que, allí, desesperado y empapado por la inflamación de la que intentaba mantenerse alejado, sorbía resignado su nata. Mientras su rostro cansado dirigía sus ojos hacia ninguna parte, el sin nombre adoptaba una actitud que parecía reflexiva. Entonces el aire se volvía rojo, caldeando su rojez el extremo de la sala y extendiéndose hacia él desde el centro. La camarera apenas notaba el leve cambio en la tonalidad general del establecimiento, pero lo ignoraba. Solía pasar cuando el sin nombre estaba allí. De repente, como un antílope, un estallido. Luego otro. Luego otro. Un segundo de oscuridad total, sin luz roja, sin bruma. No se oye nada. No hay nada. Después, todo en su lugar. Todo como antes. Sus ojos se posan con tristeza en la tarrina vacía.
 
II
Solía salir a pasear con un espléndido setter blanco con manchas negras mientras lo observaba todo, como si pusiese demasiado empeño en atender lo que ocurría a su alrededor, teniendo con todas las cosas un intercambio físico más que verbal. Como si el intercambio de información no le importase. Como si todo su alrededor le diese algo muy distinto a unos cuantos datos que cualquier observador pudiese extraer. Pero no era así todo el tiempo. A veces sí, pero no duraba demasiado y pronto volvía a sumergirse en aquella especie de expansión de nebulosas. Era como si hablase con los coches sin hablarles. El como si acentuaba la sensación de que todo aquello, al mismo tiempo, no era real.
Con los bancos y los árboles, con las hojas secas que revoloteaban entre la maraña de su pelo, con alguna que otra ardilla, con otros perros del vecindario, con los mirlos, las golondrinas, los gorriones, las urracas, los pájaros carpinteros, con las papeleras y los basureros, con el quiosquero y sus clientes, con el hombre que caminaba mientras se fumaba tranquilamente un pitillo, con los novios que paseaban cogidos de la mano en un día como aquél, perfecto día, pensaba ella, para enamorarse, con los porteros de los edificios, con los taxis, con los abuelos que iban al parque de al lado a jugar a la petanca, con las flores que se enredaban entre las hojas de su pelo, con sus manos y su abrigo de paño, con el pañuelo que le había regalado Estrella y que se le iba a volar como siguiera soplando aquel viento tan fuerte, con el mismo viento, con las hojas y los pañuelos y las colillas que arrastraba, con el aire y la luz, con las farolas, con el cielo.
Ella estaba pletórica. Su exceso a veces la distraía de sus tareas cotidianas y su setter terminaba tirando demasiado de la cuerda, llevándola por dónde quería. Parecía querer sobrevolarlo todo sin decidirse por nada en concreto, como un águila que sobrevolase desde una distancia muy peligrosa, a punto de lanzarse en picado a por alguna presa. No sabría decir con certeza si era vista por los objetos que observaba o si eran los objetos los que la observaban mientras ella los miraba. Una multiplicidad encantaba sus sentidos. Había sido literalmente absorbida por el entorno, fundiéndose con él. Una plétora era, en su caso, algo que lo llenaba todo, sin dejar hueco alguno, sin vacío.
Percibía, absorbía, incesantemente. Se transformaba con cada movimiento que realizaba, con cada nueva señal que recibía y todo en torno a ella se volvía a transformar y entonces perdía pie y se encontraba casi al borde de un acantilado profundo. Entonces, la sensación de plétora se alejaba. Todo en sus inmediaciones se afilaba y ella no podía evitar sentir aquel vaivén amenazándola con repetirse una y otra vez. Pero en ese momento no sospechaba que la plétora seguiría existiendo, muy a pesar de que su sensación no fuese de plenitud. Pues la plétora, en última instancia, nada tiene que ver con sensaciones. Entonces, resolvió en hacer un ejercicio: como no encontraba un único adjetivo que definiese su estado de ánimo con exactitud, probó a hacer series de participios que también valieran como adjetivos. Así podría permitirse saltar de participio en participio, aceptando el riesgo de no ajustarse a su emoción inicial. Además, así desafiaría la posibilidad de seguir en la plétora mientras saltase de vocablo en vocablo. De todos modos, era imposible que se ajustase a su emoción inicial, porque las emociones iniciales no existen. Algunos participios se escapaban de su función adjetivante y otros se los iba inventando, pero ya no le importaba. Ella tiraba del hilo para perderse con más fuerza:
De pronto, se sintió lacónica, serena, inquieta, adormilada, ensimismada, estupefacta, abandonada, entusiasmada, obstruida, engatusada, cincelada, alicatada, estudiada, blanqueada, descontrolada, alterada, estremecida, ensordecida, bienaventurada, abanderada, extasiada, superada, aniñada, suspendida, exorbitada, desafectada, alienada, alineada, especulada, escalibada, precedida, observada, mirada, congeniada, desestructurada, congraciada, congratulada, extenuada, alicaída, disgustada, porfiada, despreciada, humillada, abusada, atormentada, esmerada, empaquetada, acalorada, agraciada, acicalada, esmirriada, esbirriada, predestinada, sobrecogida, obstaculizada, enfadada, enfurruñada, esmaltada, presumida, transformada, metamorfoseada, angustiada, amada, sobreseída, detenida, suspendida, asentada, reposada, calmada, denostada, poseída, enguantada, enfundada, abrazada, embarazada, llenada, vaciada, resaltada, exaltada, extraviada, despeinada, huida, fugada, desposeída, alarmada, ensillada, montada, cabalgada, encabalgada, desaforada, desfuerada, forrada, desintegrada, reconstruida, desprestigiada, contagiada, entresacada, labrada, retorcida, negada, perseguida, enclaustrada, desestimada, susurrada, obedecida, translucida, trasladada, bebida, herida, cosida, castrada, lucrada, resbalada, especiada, guisada, pimentada, entablada, entamada, descosida, desaliñada, prensada, especializada, contada, alabada, alardeada, acuchillada, caracterizada, tranquilizada, abastecida, alimentada, nutrida, purificada, igualada, ensombrecida, sombreada, desesperada, hecha, dicha, censada, escuchada, elegida, vista, oída, censurada, autocensurada, resabiada, atropellada, resistida, imitada, impostada, gustada, existida, muerta, cesada, paralizada, corrida, correteada, reprimida, represaliada, extinguida, percutida, sobresaltada, permitida, prohibida, anulada, marchitada, extorsionada, corregida, traducida, estresada, iluminada, esterilizada, calentada, soleada, querida, trabajada, comprada, prostituida, colmada, encontrada, ilocalizada, embelesada, alucinada, traicionada, embellecida, ascendida, admirada, soñada, deseada, asistida, frustrada, bendecida, mimada, sometida, controlada, esculpida, dibujada, desechada, cortada, imantada, desfundada, descamisada, estrellada.
La lista no tenía fin. Luego miró los cortes que había en sus dedos. Parecían vaginas, carnosas, muy rojas. Rio durante un buen rato, pero los cortes le dolían. De pronto, del todo no ya pletórico, sino bastante embotado, que parecía ser aquel momento, se separó un pequeño cilindro metálico de un color muy oscuro que apareció frente a ella. Observó el tubo con calma. Al mirarlo, no sintió la más leve curiosidad por aquel objeto aislado. Era un tubo tan cerrado que parecía, a su modo, una tumba. Entonces cerró los ojos, intentando evitar imaginarse que la enterraban viva. Le vino a la mente aquella escena de cuando era pequeña: había unos niños que veían almas en pena y que vomitaban, en la antigua casa de sus padres, en el patio interior, lleno de macetas y de plantas trepadoras.
No sabía si le habían contado aquella historia o si la había vivido. Pero no era nuevo; con frecuencia pensaba en los momentos de perplejidad que había tenido a lo largo de su vida. Desde los siete años recordaba haber tenido momentos así, como aquella vez que volvía a casa sentada en el asiento trasero del coche de sus padres, o aquella otra caminando en dirección al supermercado, cualquier día. Era como si fuese consciente de repente de toda su existencia, de que estaba, de hecho, allí y en aquel momento tan concretísimo. Era como si fuese consciente de repente de que, además de existir, era un espectáculo, toda ella, tanto para el mundo como para sí misma. Pero inmediatamente después todo volvía a difuminarse. A veces, también era un hombre, un hombre suntuoso. Los adjetivos le venían a la mente junto con las imágenes de sí mismo, ahora hombre, frente a un espejo: pañuelos bordados en oro sobre un fondo gris aterciopelado. Feminizado por su propia extrañeza. Por no ser nada en concreto y por estar a la vez tan preñado de infinito. Por ser tan liviano como el aire y tan delicado como las lilas silvestres. Y sentir y seguir sin ser nada, salvo un fiero abismo eternamente disfrazado y como forrado de mil escamas.
III
El Señor P no habla con nadie si no lo considera estrictamente necesario. Y también el Señor P distribuye las condiciones que garanticen tal necesidad en función de que le sirva o no para conseguir su tarrina. Del resto de la vida del señor P, no se sabe nada. Pudiera ser que el Señor P tuviese momentos de clarividencia en los que contactase con alguien más allá de sus puras necesidades impuestas. Pero no es el caso y el señor P no parece tener dichos momentos. Al menos, todavía no ha contactado con nadie más que con la camarera.
A pesar de este hieratismo del Señor P, queda la otra parte. Esa otra parte la atiende ella. Ella camina y sus pasos la llevan a la heladería. El setter espera fuera sentado sobre sus cuartos traseros, al sol, con ese parpadeo que se produce cada tres segundos en perros que están a punto de dormirse esperando a sus amos, con las orejas lacias, escuchando apenas la conversación de dos viejecitas que se entretienen antes de ir cada una a terminar sus tareas diarias de las que dependen dos familias enteras: comprar el pollo, aliñarlo, preparar una buena ensalada, lavar las sábanas, adecentar la casa que espera invitados. Pero primero hay que hacer la compra en la carnicería. Y de paso, comprará un poco de carne picada para congelarla luego. Y unas chuletitas para su nieto y su sobrina. ¿Y qué hará ella? Pues ella pensaba ir a la carnicería también, porque quería preparar unas albóndigas en salsa para cuando venga su hija con su yerno, este fin de semana. Pero pensaba ir antes a la frutería, porque se le ha terminado el perejil y quedan pocos ajos. Luego se encontrarán en la carnicería si hay tiempo. El pastor belga duerme satisfecho sirviéndose de la tonalidad reposada de sus interlocutoras, que lo incluyen en la conversación sin él saberlo y sin saberlo ellas, como si fuera una canción de cuna.
En el interior de la heladería, un mar de olores, colores, rumores, sensaciones afines apenas discernibles entre lo agradable y lo desagradable, pero no por ello desafectadas, sino al revés, cargadas hasta la asfixia. Ese interior entero, todo, se le mete a Ella por los sentidos, traspasándola como si su cuerpo estuviese solamente hecho de orificios, como si fuese un agujero inquebrantable, porque estaría como abierto por dentro y hacia dentro. El traspase es tal que le es imposible seguir caminando. Lo observa todo o es por todo observada. Mientras mira, su cuerpo avanza, moviéndose en un tambaleo extraño e involuntario. Está frente a la barra. Una lista de productos la inunda acompañada por un “Hola, ¿qué va a tomar?” Se cruza su mirada con la de la camarera. Podría no haberse cruzado. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Azar? ¿Determinación? Ella no estaba muy convencida de su mirada, desde luego. Tampoco es que la otra la buscase con la mirada. Simplemente, ha ocurrido. Se han mirado. Se han encontrado, sus ojos, nada más. Y luego, ¿qué? Luego un débil pero cariñoso “Hola” pronunciado por ella. Caluroso, como de bienvenida. ¿Adónde? Es difícil decirlo. La camarera, sin dificultad, paciente como ninguna con aquella clientela tan extraña, de nuevo, como si nada hubiera ocurrido, porque es lo cierto, ¿no? Que nada ha ocurrido: “¿Qué va a tomar?” “Pues, ¿qué tiene?” La camarera le muestra la lista, esa misma lista que segundos antes la había paralizado atravesándola por completo a través de todo su cuerpo, el cual no sólo es un cuerpo, sino que es más bien un cuerpo vivo y extraño, lleno de emoción y de afecto, aunque sean difíciles de digerir, de cerner, de escoger, de clasificar, de empaquetar, de encasillar, de medir, sus emociones y sus afectos. Porque no son más que eso, emociones nada definidas en términos de placer o displacer, o de agradable o desagradable, sino ya de puros brillos.
Aquella lista de nuevo ante ella. Aquellos productos. Todos llamativos, todos atrayentes. No sabe adónde mirar, porque hay tantos. Aquel infinito le causa tanta angustia que aparta su mirada, desviándola hacia otro lugar. ¿Hacia dónde? Da un paseo con sus ojos sin dejarlos en ningún lado, sin entornarlos. Van vagando por la sala donde hay algunos clientes con sus hijos, debe ser día de fiesta. También ve algunos jóvenes tomando helado, algunas personas comiendo tarta.
Al fondo de la sala, un poco escondida, una extraña escena: se trata de un hombre comiendo helado. Parece muy distraído, como si algo lo tuviese totalmente ensimismado. Sin embargo, lo único que hace es mirar un muro blanco mientras, en intervalos de quince segundos, se lleva una cucharada a la boca. El helado parece bien congelado, puesto que no se le ha derretido ni un poco. Quiere averiguar de qué es el helado que come aquel hombre. Agudiza la vista. La tarrina es blanca y el helado también. Por eso podría dar la impresión de estar vacía, pero ella tiene vista de águila y ve el volumen de aquel helado en el fondo de la sala. La luz allí parece más viciada que en el resto de la heladería, como si algún reflejo rojizo difuminase la luz natural. Solo permanecen blancos el muro del fondo, la tarrina llena de helado, el helado en la tarrina y el rostro de aquel hombre frío completamente absorbido por el muro. A él sí puede verlo con contornos definidos. Solamente allí puede posar su mirada. Solamente allí su mirada se tranquiliza.
De pronto, el hombre se mueve. Su movimiento parece devolverlo a la vida. Aquello no estaba calculado. ¿Cómo ha ocurrido? Su cabeza y su torso y sus piernas y sus brazos y, sobre todo, sus ojos, se giran noventa grados hacia la izquierda. Y la miran. Y la mira. Ella no sabe si enrojecer o palidecer. Entonces desvía la mirada que sólo ha permanecido allí un segundo. O menos. O eso cree ella. Rápidamente se refugia de lo que era su refugio en la camarera y en la lista, de las que había huido y las cuales se convierten a su vez en su refugio. Rápidamente, ella dice:
-¿Qué va a tomar?
-Helado de nata, por favor.
-¿En cucurucho o en tarrina?
-En tarrina, por favor.
-¿Grande, mediana o pequeña?
-Pequeña, por favor.
Podría pensarse que su actitud es la de una vulgar copista.
 
 
Sobre la autora:
Marina Aguilar Salinas es licenciada en Filosofía, con un Máster en Filosofía y otro en Psicoanálisis. Su trabajo aborda la noción de la narración y su relación con lo imposible. Ha escrito y publicado diversos relatos y textos de temática y formato variados, donde lo fantástico y lo inquietante tienen lugar. Escribe en el blog : https://elinstantevarado.wordpress.com/
Recientemente ha sido galardonada con el premio Enjambre literario, por su obra Catálogo de enfermos mentales, un libro que presenta a una serie de personajes variopintos y que será publicado próximamente.
 
Sobre el relato:
Este relato fue premiado en el Certamen Víctor Chamorro 2016

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