Juanjo Artero, Lola Herrera y la buena vejez de los indios navajo
Por Horacio Otheguy Riveira
Madre e hijo se confabulan para reencontrarse con las infinitas posibilidades de renovar su energía en la búsqueda de la felicidad. Dos generaciones se entrelazan para que la máxima «Dar es recibir» adquiera inusitada fuerza, y resurja de las entrañas de quien una mañana presencia un accidente automovilístico en el que una mujer asiste a una desconocida malherida. Esa anécdota se convierte en parte esencial de una nueva forma de concebir la existencia. Juanjo Artero logra uno de sus mejores trabajos, bien acompañado por la profesionalidad de Lola Herrera.
Lola Herrera y Juanjo Artero ya habían obtenido muchas satisfacciones con otra función que combinaba penurias con alegrías, triunfando estas últimas con buenas cartas (largas temporadas, 2007-2010): Seis clases de baile en seis semanas, de Richard Alfieri, dirección Tamzin Townsend: la esposa de un predicador toma clases de danza con un alocado entrenador homosexual, un modelo para armar donde los prejuicios se estrellaban ante la necesidad de camaradería. Baile a baile, personajes de fuste para una coronación de la solidaridad frente a la mezquina insistencia en lo que está bien, lo que es normal y lo que no lo es. Antisociales y áridos, cuando bailan no sólo desaparecen las diferencias, se convierten en seres fascinantes. La pareja de actores se reencuentra ahora en una obra en la que se rinde tributo a la vejez y a la hermandad, nada menos que entre madre e hijo.
Estos dos arquetipos han dado infinidad de títulos trágicos y cómicos al teatro, pero el muy prolífico autor Eric Coble encontró una vuelta de tuerca ingeniosa, muy apetecible para la inmensa humanidad: después de 20 años de ignorar por completo a la familia, un grandullón aventurero y solitario, decide ir en ayuda de su madre frente a la voracidad de sus hermanos, locos por meterla en una residencia y vender el caserón en que vive atrincherada. La anciana viuda es una combatiente ilustrada con muchos achaques y un amor extraño por este hijo que de pronto es el mejor aliado que puede tener. Por primera vez en su vida comparten sus debilidades, sus miedos y soledades, y juntos construyen un muro que ya nadie podrá derribar.
Con un desarrollo de melodrama amable, La velocidad del otoño tiene un aporte autobiográfico por demás interesante. El autor es un urbanita entusiasta, residente en Cleveland, Ohio, Estados Unidos, ya con 77 años y una gran carrera de autor desconocida en España. Nació en Edimburgo, Escocia, y fue criado en las reservas Navajo y Ute en Nuevo México y Colorado, jugando con la naturaleza y la imaginería de una cultura ligada a la experiencia cotidiana sin aditamentos, y vagando por el desierto con sus amigos hasta los 15 años. Y de allí viene este claro homenaje a la cultura de los indios navajo de cuya sabiduría nunca se desprendió.
Una de las escenas clave de esta función se produce cuando Cris, emocionalmente desbordado, se compromete a tope en la defensa de Alejandra, quien ya deja de ser su madre egocéntrica y despistada, para convertirse en una amiga muy vulnerable: le describe una ceremonia en la que los más ancianos aparecen no sólo respetados y luego amados por los demás, sino capaces de protagonizar una teatralización de la humana esperanza en que se une la naturaleza —simbolizada en la arena— con la voluntad de seguir vivos hasta el último suspiro… a gusto consigo mismos y entre su gente.
Para Lola Herrera es este un personaje muy menor, apenas esbozado en una serie de simpáticas ocurrencias y poca enjundia, al que aporta su indiscutible calidad profesional. Pero es Juanjo Artero (1) el verdadero motor de la obra, metido a fondo en la creación de un hombre a la deriva que, con más de 40 años, sigue siendo un muchacho atribulado que no ha parado de huir de sí mismo. El reencuentro en la casa familiar, las risas que comparte, los llantos que al fin libera, las decisiones que toma… con todo ello va conformando un personaje desgarrado que comparte con el de Seis clases de baile… su condición homosexual, pero desde una perspectiva muy diferente, absolutamente opuesta, mientras aquel recubría sus dificultades con una arrogancia típica de quien se hace a sí mismo frente al mundo hostil, este Cris tiene el corazón roto de un hombre que por primera vez le dice a la madre que necesita ayudarla para ayudarse a sí mismo.
La máxima «Dar es recibir» surge de las entrañas de quien una mañana presencia un accidente automovilístico en el que una mujer asiste a una desconocida malherida. Esa anécdota se convierte en parte esencial de una nueva forma de concebir la existencia.
LA VELOCIDAD DEL OTOÑO
Autor: Eric Coble
Versión: Bernabé Rico
Dirección y espacio escénico: Magüi Mira
Intérpretes: Lola Herrera, Juanjo Artero
Iluminación: José Manuel Guerra
Diseño de vestuario: Lola Herrera
Fotografías: Daniel Dicenta
Productor: Jesús Cimarro
Producción: Pentación Espectáculos
Coproduce: Tal y Cual
Pingback: Bitacoras.com