«Himmelweg»: gran teatro con una visión insólita sobre el Holocausto
Por Horacio Otheguy Riveira
Una representante de la Cruz Roja llega a un campo de concentración alemán. Busca las áreas de exterminio pero encuentra un pueblo extraño «que no es un paraíso», si bien hacen todo lo posible para que lo parezca. Lo dirige un oficial muy culto, amante de Calderón, Corneille, Shakespeare, que la invita a recorrer un Himmelweg, es decir, traducción literal del alemán, un Camino del cielo: un pueblo con alcalde judío, todo normal, la vida continúa con sus niños que juegan a la peonza y cantan. Sin embargo ella nota algo extraño, artificial, gente autómata, todo parece preparado. Además del militar, de la visitante se ocupa un alcalde judío muy relajado.
Cuando salga de allí, la enviada hará un informe favorable que dará la vuelta al mundo con una frase clave: «no he visto hornos crematorios».
Falta poco para el fin de la guerra, pero ellos no lo saben y mientras tanto la dulce muchacha sólo habla de lo que ve y de lo que quiere ver, y de lo que necesita ver porque «podemos ayudar intercambiando un prisionero alemán por uno aliado, pero no podemos intercambiar judíos, esa posibilidad no existe»; por su parte, el amable judío que la guía lo ha perdido todo, sólo actúa según las indicaciones del militar que le da órdenes «de normalidad»; y el oficial añora su cultura libresca, su pasión por el teatro, y su profunda emoción que le acerca a «la melancolía del actor», más aún añora su admiración por un filósofo judío del mismo siglo XVII en que vivieron sus escritores preferidos, arriba mencionados.
El filósofo es nada menos que Baruch Spinoza, un valiente del liberalismo judío excomulgado por las autoridades de la época, un rompedor que escribió: «No podemos quedarnos de brazos cruzados y dejarnos destruir». Pero la mayoría sí se deja destruir, no encuentra escapatoria, lejos de los grupos de resistencia diseminados por el mundo, y en este Himmelweg, de Juan Mayorga, asistimos a la desesperación del oficial alemán que no parece adscrito al partido nazi, y a su lado la dulce esperanza del judío que ansía que todo acabe para bien, y la muchacha que informa favorablemente del falso campo: tres grandes personajes que protagonizan un circuito teatral que recorre con profundidad la vulnerable condición humana frente al poderío de las armas, y el totalitarismo proveniente del dinero robado a sus víctimas.
Eso sí, sus palabras se repiten con decidida y sabia influencia del maestro Samuel Beckett, quien reveló en la literatura y en la escena la voluntad del individuo de continuar, de persistir, paralizado en acciones pero muy vivo en una verborrea que le permite sobrevolar el horror. Así, las palabras y los conceptos repetidos hacen del oficial otra víctima —sin dejar de ser verdugo—, se autoengaña sin remedio, los conceptos bailan en una encrucijada que parece no tener fin, esto es, acción interna y externa de personajes en conflicto: esto es teatro, y está representado con una suerte de valores plásticos, visuales y actorales que parecen reproducirse a medida que avanza la acción. Para ello se cuenta con una Compañía muy bien integrada que empieza con una proyección de un documental —mientras el público toma asiento— y una impactante creación de Elena Rayos en escena y en pantalla: dicen lo mismo pero las palabras suenan diferente. La voz es acariciante y el discurso produce dos clases de escalofríos: la de la escena tiene un cierto desamparo, la otra, más distante, fría, burocrática, pero no menos agradable dirigida a cerrar definitivamente la mirada de quienes fueron solidarios con el Holocausto sin querer, porque «no podíamos hacer otra cosa».
El falso alcalde judío que confía en protegerse y proteger a su familia llevando a cabo el teatro que se le pide que represente, interpretado con delicada contención dramática, fiel al personaje que no puede expresar sus emociones con libertad, por Guillem Gefaell, y entre todos ellos un oficial muy culto, que se trajo al campo nada menos que cien libros, amante de los clásicos y de un sabio filósofo como Baruch Spinoza, a quien cita una y otra vez repitiendo una de sus máximas, enseña del liberalismo judío:
El odio, que vencido enteramente por el amor se convierte en amor, y el amor es por esta razón más grande que si el odio no lo hubiese precedido.
El filósofo nació en Ámsterdam y murió en La Haya en 1677 con sólo 45 años. Las autoridades israelitas no toleraron sus cuestiones a determinados dogmas y lo excomulgaron. Fue el origen de un movimiento liberal dentro del judaísmo que sembró polémicas y no poca violencia. «El odio que vencido enteramente por el amor se convierte en amor…».
Existe un panorama cultural inflado hasta el hartazgo sobre el envión nazi para dominar el mundo desde una perspectiva ultranacionalista, con los judíos como víctimas perfectas vilipendiadas en todo el mundo por un cristianismo sui generis, al que le vino bien olvidar que Jesús también era judío. Pues bien, esta función aborda la cuestión judía de manera diferente y enriquecedora.
Himmelweg transita por un sórdido y luminoso Camino del cielo donde confluyen tres seres humanos atrapados en su necesidad de supervivencia, y con ello se conmina a la sensibilidad del espectador para ir más allá de los límites del teatro político e histórico y preguntarse, sin tapujos ni prejuicios, con qué personaje se identifica, rodeado como ellos por niños en peligro.
Una producción de gran valía para una gran aventura intelectual y emocional. Muy buenos intérpretes para un concepto escénico que enriquece enormemente el texto original.
Estrenada en el María Guerrero de Madrid en 2004, entonces fue interpretada sólo por varones como indica el texto original (Pere Ponce, Alberto Jiménez y José Pedro Carrión). Luego ha tenido más de 30 producciones en Europa, América y Asia. Vuelve ahora a Madrid en una versión que permite que la obra escrita por Mayorga consolide sus planteamientos, y a la vez los potencie, profundizando matices con elementos de puesta en escena muy atractivos, tales como un escenario giratorio que exhibe de diversas maneras a los personajes, y unos títeres de tradición japonesa cuya movilidad y completo silencio conmueven sobremanera; una dramatización en la que confluyen.
Cabe preguntarse por qué Himmelweg atrae de tal modo en culturas y lenguas tan diversas. Una respuesta posible es que se trata de una visión del Holocausto cercana a cualquiera que perciba su necesidad de combate en sociedades donde es permanentemente manipulado, algo que existe con diferentes métodos en el mundo entero. Pero además tiene una enorme fuerza poética —dentro de un teatro muy dinámico— en un enfoque que la diferencia de cuanto se ha visto sobre el nazismo: la habilidad de sus tres personajes para hacer de la desesperación un camino, lo más llevadero posible, de supervivencia, incluso cuando se sabe que se tiene todo en contra.
El oficial alemán, la enviada de la Cruz Roja y el prisionero judío —»alcalde» de un falso pueblo «incluso con sinagoga porque aquí hay libertad de culto»— transitan por un escenario donde la crueldad histórica conocida por todos adquiere ribetes de un mundo nuevo a nuestros ojos, pues la representación abunda en detalles en los que se habla una y otra vez de las mismas cosas, se buscan justificaciones, esperanzas donde parece imposible encontrarlas, y hasta se exhibe a un verdugo que se flagela por la contradicción de su cultura y la brutalidad de su mandato (extraordinaria composición del también director Raimon Molins, quien aborda su personaje con una notable variedad de registros, con un uso de las manos alucinante, como si quisiera echarse a volar y desaparecer en el vaivén de sus palabras y su imaginación, mientras en el viejo reloj solo da campanadas a las 6 de la mañana, la hora en que llegan los trenes cargados de familias…).
Todo sucede en un marco de profunda riqueza escénica, con escenas trabajadas con mimo, sin discursos aleatorios, creando un ambiente propicio para el drama a punto de desgarro, pero frenado a tiempo para que podamos emocionarnos y pensar al mismo tiempo.
Autor Juan Mayorga
Dirección Raimon Molins
Compañía Sala Atrium
Intérpretes Elena Rayos, Raimon Molins y Guillem Gefaell
Vestuario Gloria Viguer
Iluminación Coré Rodríguez y Raimon Molins, a partir de una idea original de David Valero
Espacio sonoro Raimon Molins
Escenografía Mireia Trias
Construcción de títeres Mireia Trias y Montse Gallego
Vídeo Joan Rodón
Fotografías Cristina Sánchez
Producción Atrium Produccions
Centro Cultural de la Villa. Teatro Fernán Gómez. Sala Jardiel Poncela. Del 2 de febrero al 5 de marzo de 2017.
NOTA AL MARGEN:
Al mismo tiempo se representa en Matadero-Naves del Español, hasta el 26 de febrero, otra mirada de Mayorga sobre el nazismo: El cartógrafo. Localidades agotadas para un nuevo éxito del autor junto a Blanca Portillo (Don Juan Tenorio), con José Luis García Pérez.
Muy por debajo de la riqueza teatral e ideológica de Himmelweg, que transcurre en un campo nazi impreciso, El cartógrafo presenta a una mujer en crisis recorriendo ahora la ruta de la barbarie alemana en el gueto de Varsovia. Desarrolla un texto interesante, con escenas simbólicas entremezcladas con otras realistas, dirigido por el autor de manera muy austera, con uniformidad del color rojo en objetos y vestuario, apoyado en buenos intérpretes que acaban doblegados por un material lastrado por exceso de buenas intenciones, la mayoría del tiempo explicadas, en detrimento de una acción dramática que sólo asoma por momentos.
Esta obra expone un texto muy discursivo con personajes apenas esbozados. En su contenido hay un clamor respecto de los constantes abusos de poder, se citan varios, incluida la guerra civil española, pero se deja a un lado una de las más graves en la actualidad: el crimen de guerra permanente de los judíos que gobiernan Israel sobre los palestinos: muerte, miseria, tortura y más de 5 millones de refugiados. Este «olvido» de Mayorga —quien no pierde ocasión para componer una de las mejores escenas en torno al estado policiaco de la época comunista posnazi— torna infructuosa la búsqueda ideológica de un camino a seguir mientras todo se destruye alrededor o se transforma en mero referente poético. Infructuoso resulta también mi esfuerzo como espectador para estar a la altura de lo que me pide el dramaturgo-director: «En El cartógrafo, una mujer herida vaga por las calles de Varsovia en busca de un mapa que, sin saberlo, está dibujando con sus pasos. Mi sueño es que, al ver la obra en escena, algún espectador encuentre el mapa que yo no he sabido trazar».
Hay mucha literatura y teatro sobre el nazismo que no viene a cuento comparar con este frustrado intento de abarcar la violencia étnica, la violencia política extrema. Sin embargo, sí creo conveniente recordar uno de los libros más valiosos escrito por un superviviente del gueto de Varsovia, un joven músico que al volver en sí en un hospital buscó afanosamente a su salvador: un oficial del ejército alemán que le recogió, ocultó y alimentó lo suficiente.
Tras muchas vueltas descubrió que fue hecho prisionero junto a otros oficiales. El muchacho explicó de mil maneras que ese militar alemán no era nazi, que le había salvado. No le creyeron y fue ejecutado. Volvió a la música, conoció a la familia del capitán en cuestión, Wilm Hosenfeld, descubrió el diario de aquel hombre generoso y valiente atrapado como militar en un mundo que detestaba. El libro que cuenta toda la experiencia es el único que el músico escribió y publicó en 1946, no se tradujo a otros idiomas hasta mucho años después porque no se podía mencionar a un buen alemán del ejército de Hitler; incluye extractos del diario del capitán: Wladyslaw Spilman, El pianista del gueto de Varsovia, Turpial-Amaranto, 2000, Pozuelo de Alarcón, Madrid. Roman Polanski, que fue un niño del gueto, realizó una gran película en 2002.
Curiosamente, sobre el mismo tema, en Madrid, en la Sala Cuarta Pared, Ana Pimenta y Fernando Bernués, ofrecen otra perspectiva, mucho más proactiva, con el público compartiendo hábitat con las víctimas del Gueto de Varsovia: Último tren a Treblinka, hasta el 12 de febrero.
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