Metamorfosis de una lámpara
Tras más de una década de concienzuda investigación, la librera María José Blas Ruiz ha publicado, en una edición que avala su propia librería —la madrileña Librería del Prado— el más exhaustivo trabajo sobre la obra de uno de los editores más emblemáticos de nuestro país, Manuel Aguilar. El escritor y académico Luis Alberto de Cuenca, bibliófilo confeso, ha firmado un prólogo que desborda admiración hacia la labor del editor madrileño, fallecido en 1965 y en el que cuenta su íntima relación con las míticas colecciones de la editorial. Lo reproducimos hoy en Culturamas, en exclusiva, por gentileza de su autor.
Por Luis Alberto de Cuenca.
Por fin tienes en las manos, querido lector, el libro sobre la Editorial Aguilar de María José Blas Ruiz, largamente esperado por los bibliómanos y coleccionistas de las series literarias en papel biblia de esa firma, que tanto ha significado para el mundo del libro hispánico y para la cultura española en general. He asistido como comadrona —secundaria, eso sí, porque ha habido otras parteras mucho más decisivas— al alumbramiento de tan deslumbrante monografía, que hoy se pone de largo con todos los honores que le brinda la imprenta y con una belleza tipográfica enormemente seductora y un diseño interior elegantísimo.
Me referiré, en primer lugar, para justificar el rótulo de este prólogo, al célebre logotipo de la lamparilla de aceite, con su correspondiente leyenda, que aparece en los libros publicados por Manuel Aguilar Muñoz (1888-1965) desde el comienzo de su aventura, allá por 1923. Esa lámpara, digna de ser frotada por el mismísimo Aladino (cuando menos), fue el símbolo de la peripecia editorial de don Manuel y experimentó a lo largo del tiempo una serie de cambios que apuntaban a una mayor simplicidad en su dibujo, desde el muy figurativo y minucioso dibujo inicial hasta el mucho más esquemático y abstracto de los últimos tiempos. La lamparilla estaba inscrita en sus orígenes dentro de un círculo en el que podían verse, artísticamente enlazadas, las iniciales MA de Manuel Aguilar en la parte inferior, y en el que figuraban, en la parte superior, dos misteriosas palabras: Tolle, lege. Ese doble imperativo latino exige ahora una breve explicación.
En los trece libros de que constan sus preciosas Confessiones, Agustín de Hipona inventa el género autobiográfico, contándonos su vida con el solo propósito de aleccionar al lector y ofrecerle utilidad y provecho desde el punto de vista moral. Es célebre, por conocida y divulgada, la vida licenciosa del santo africano antes de acoger en sus entretelas, con todos los honores, el mensaje evangélico. Pues bien, en esa obra atormentada y ejemplar en la que Agustín nos revela las circunstancias que lo llevaron a la conversión, y concretamente en VIII, 12, 29, se nos cuenta que oyó una voz misteriosa que le decía: Tolle, lege, o sea, “toma, lee”. Giró Agustín la vista y se topó con el libro que leía su amigo Alipio (más tarde San Alipio), una epístola de Pablo de Tarso que determinó su militancia religiosa futura y su deriva hacia la santidad.
“Toma, lee” es, también, lo que don Manuel Aguilar nos dijo y nos dice cuando tenemos en las manos cualquiera de los miles de libros publicados por su benemérita Editorial a lo largo de su existencia. Algunos de sus lectores —yo diría que muchos, a juzgar por el éxito comercial de su empresa— le hicimos caso, y crecimos con la sabiduría y con la diversión que nos proporcionaban los libros de Aguilar, con su entrañable papel biblia, sus hermosas encuadernaciones en piel, sus cortes pintados y su atención preferente a los grandes clásicos de la literatura universal. Unos libros que ni entonces ni ahora decepcionan ni un ápice, porque están hechos de la misma gasa inconsútil con que se tejen los sueños de los hombres en el telar de Dios, allí donde los senderos del jardín confluyen en una única glorieta eterna y ya no tienen por qué bifurcarse.
Incontables —pero exhaustivamente contadas, eso sí, por María José Blas en su magnum opus— son las colecciones de Aguilar desde su fundación, allá por 1923, cuando aparecieron los tres mil ejemplares de Antes de la muerte (primera parte de la trilogía La muerte y su misterio, de Camille Flammarion), el liber princeps de la Editorial. Pero son las series Obras Eternas, Joya, Breviarios, Crisol y Crisolín, junto a la Biblioteca de Premios Nobel, la Biblioteca de Autores Modernos y la colección policíaca El Lince las más representativas entre aquellas que utilizaron en su confección papel biblia y piel flexible —o símil piel o plástico de textura granulada—, las que identificamos más y mejor con Aguilar.
En 1928 vio la luz el primer fruto de esa estética editorial, a saber, unas Obras completas de Cervantes con los cortes dorados cuya factura evocaba de alguna forma la de los viejos y entrañables libros de misa, a las que siguieron muy pronto, quizá en 1929 (porque no aparece la fecha por ninguna parte) las inolvidables Obras completas de Shakespeare al cuidado de Astrana Marín. A ese tipo de colecciones literarias en papel biblia de Aguilar es al que María José presta atención preferente, pues son esas series las que caracterizan un estilo de edición que a unos les gusta más que a otros —me consta que hay bibliófilos reluctantes al hechizo de esos libros—, pero que suponen un antes y un después en la historia de la edición en España por sus múltiples calidades, por la sabia elección de sus contenidos, por su innegable originalidad. Tan solo la mítica Bibliothèque de la Pléiade de Gallimard se acerca, y hasta yo diría que sobrepasa, el nuevo modelo que propuso Aguilar.
Don Manuel no hubiese llegado a crear el imperio editorial que creó sin el apoyo, la colaboración y el consejo de su esposa y mano derecha, la israelí avant la lettre Rebecca Arié, que falleció en 1980, quince años después que su marido. Ella fue la linterna inextinguible que alumbraba siempre en la oscuridad, y también el cielo despejado en los días de bonanza. Mujer irrepetible doña Rebecca. Tenían ambos un chalé en San Lorenzo de El Escorial pegado al de mis primeros suegros, que mantenían una buena amistad con ambos. Allí la onocí, cuando don Manuel ya no existía. En el verano de 1973, doña Rebecca me invitó a publicar en la Biblioteca de Iniciación al Humanismo una traducción anotada de los Epigramas de Calímaco de Cirene, tema de mi reciente Memoria de Licenciatura presentada en la Universidad Autónoma de Madrid. Llegaron a entregarme un contrato que no acabé firmando nunca, ya que una de sus cláusulas indicaba que el traductor renunciaba a los derechos de autor de su traducción, y para el joven presuntuoso que era yo por aquel entonces aquella cláusula resultaba inaceptable. ¡Cómo lamento que las distintas entrevistas que mantuve al respecto con el gran Arturo del Hoyo no desembocaran en un acuerdo, pues me hubiese encantado formar parte, siquiera mínima, del catálogo de Aguilar! Debí haber firmado, de cualquier forma, aquel contrato. De veras me arrepiento de no haberlo hecho.
Mi primer contacto con Aguilar fue a través de la biblioteca familiar, no muy nutrida pero sí muy selecta, donde se daban cita, entre otros títulos en papel biblia —y trataré de recordar los más importantes en mi educación sentimental—, las Obras poéticas completas de Campoamor en el formato primitivo de Joya (pero no en su primera tirada), los Episodios Nacionales de Galdós en tres tomos de los primeros años 50 (Obras Eternas, con guardas y cortes pintados por el llorado Antonio Hernández Palacios), los dos primeros volúmenes, correspondientes a todas las novelas y relatos de Sherlock Holmes, de las Obras completas de sir Arthur Conan Doyle traducidas por Amando Lázaro Ros (Joya), y una pequeña estantería con treinta o cuarenta Crisoles no muy apetecibles para un adolescente (salvo Las cuatro plumas de A. E. W. Mason, de 1952, que me fascinó).
Los Episodios de Galdós y la saga holmesiana de Doyle, que leí entre los once y los doce años, se quedaron a vivir para siempre en el desván de mis lecturas favoritas y me hicieron adicto a las obras en papel biblia de Aguilar. De modo que cuando aprobé con muy buena nota la reválida de 4º pedí a mis padres que me regalaran un libro que iba a marcar mi existencia como lector, como filólogo, como poeta, como ser humano. Me refiero a las Obras completas de Shakespeare traducidas por Luis Astrana (Obras Eternas, un volumen de más de dos mil páginas, pero ¡ay!, sin los cortes pintados). Me resulta difícil evocar el grado de satisfacción que obtuve leyendo a Shakespeare en 1963. Ponía el despertador a las cinco y media de la mañana para leer al viejo Will un par de horas todos los días antes de ducharme y salir de casa para ir al colegio. Y qué decir de los fines de semana: había algunos en los que llegué a leer diez horas sin interrupción, conmovido hasta los cimientos por esa exhaustiva galería de lo humano que son los personajes de Shakespeare, por esa historia universal de la infamia y de la nobleza —al mismo tiempo— que es el teatro shakespeareano, cifra y símbolo de nuestros afanes, de nuestras ansiedades, de nuestras plenitudes, de nuestros miedos. Unos meses después —pues se prolongó varios meses mi lectura completa del volumen—, me convertí gracias a Shakespeare (o por su culpa) en un adulto, en ese Sein zum Tode del que hablaba Heidegger, pues no solo las lámparas de aceite padecen metamorfosis sucesivas en su diseño editorial.
Pronto hubo otros “Aguilares” míticos en mi vida. Como los dos tomos de Juan Ramón Jiménez en la Biblioteca de Premios Nobel, o los dos tomos de Casona en la Biblioteca de Autores Modernos (luego los compraría en su primera edición de Joya, pero mucho después), o los Libros de caballerías españoles de Obras Eternas, o el Lorca al cuidado de Arturo del Hoyo en la misma colección. Siempre que era mi santo o mi cumpleaños pedía un libro de Aguilar como regalo. Mi abuela María de la Presentación me regaló, por ejemplo, los Crisoles Pan y Hambre de Hamsun, el segundo con esta dedicatoria: “Para que no la pases nunca” (se refería al hambre del título). Desde entonces mi vida ha transcurrido entre tebeos, viejas películas y libros editados por don Manuel Aguilar. Constituye, por ello, un placer impagable para mí poder participar, aunque no sea más que con unas breves líneas preliminares, en este homenaje a la Editorial Aguilar que ha escrito María José Blas Ruiz. Un libro en el que nada sobra ni falta. Una auténtica maravilla.