Que un autor pase a dominio público no significa que sus personajes lo hagan
Por Alejandro Gamero (@alexsisifo)
Los derechos de autor son un conjunto de normas y principios jurídicos pensados para retribuir a los autores de cualquier obra artística o intelectual y así promover la creación. Sin embargo, cuando estos principios se tergiversan en función de intereses económicos se llega a situaciones lamentables en las que hay abuso en lugar de protección y que que suponen precisamente lo contrario de lo que debería ser una ley del copyright. Tuvimos ocasión de verlo con el culebrón de los derechos de autor del Principito.
En 2015 Antoine de Saint-Exupéry pasó a formar parte de la lista de autores que entran en dominio público, lo que significa que cualquiera podría publicar o compartir la obra sin tener que pagar a los herederos del escritor. Lo que ocurre es que estos se las apañaron para hacer un jugada maestra y seguir percibiendo beneficios económicos. Lo que hicieron fue convertir cada uno de los personajes de la obra, sus ilustraciones originales y el nombre del protagonista ‒sí, el Principito‒ en marcas registradas y por tanto protegidas, lo que implica que jamás pasarán a dominio público. Así que aunque la obra se podrá imprimir o divulgar sin pagarle nada a nadie, no se podrán usar sus personajes para hacer calendarios, pegatinas, tazas o cualquier otro material que use la imagen de las historias o personajes.
Sherlock Holmes es otro de esos rentables personajes por los que merece la pena luchar para seguir percibiendo compensación económica en concepto de derechos de autor. Tanto es así que los herederos del escritor británico fundaron el Conan Doyle State, una corporación encargada de administrar el merchandising, la publicidad, los derechos literarios y cualquier uso de las obras y de los personajes de Arthur Conan Doyle, exigiendo una cuota de licencia en el caso de que se utilicen. Aunque Sherlock Holmes también es una marca registrada, esta corporación no lo tiene tan sencillo como en el caso del Principito, porque la imagen del icónico personaje que todos tenemos en mente no se corresponde exactamente con la que ideó Arthur Conan Doyle. De hecho, Andrea Plunket, viuda del productor Sheldon Reynolds, que compró los derechos de Sherlock Holmes para realizar una producción televisiva en 1954, también ha reclamado en varias ocasiones la titularidad de los derechos sobre el personaje, sin conseguir que sus demandas sean escuchadas.
En 2013 el escritor y antólogo Leslie S. Klinger comenzó un proyecto junto a Laurie R. King, un libro titulado In the Company of Sherlock Holmes, en el que diversos autores escribirían distintas historias inspiradas en los relatos del detective. Al saberlo, el Conan Doyle Estate se puso en contacto con los editores del volumen, Pegasus Books, exigiendo el pago de derechos de autor y amenazando con que, en caso contrario, se asegurarían de que las grandes distribuidoras no vendieran el libro. Ante esto la editorial decidió no publicar el libro, pero Klinger interpuso una demanda contra la corporación en la la Corte de Illinois por apropiarse de derechos que debían ser de dominio público.
Conan Doyle desarrolló sus historias a lo largo de cuatro novelas y 56 relatos, en un período comprendido entre 1887 y 1927. Según la legislación estadounidense todas sus obras son de dominio público excepto las diez últimas, las publicadas entre 1923 y 1927. Eso significa que novelas como Estudio en escarlata o El signo de los cuatro y antologías como Las aventuras de Sherlock Holmes o El regreso de Sherlock Holmes sí son de dominio público. La estrategia de los herederos para denunciar el libro de Klinger era argumentar que muchas de sus ideas están sacadas de las diez últimas novelas, las que no son de dominio público. Finalmente la Corte Suprema de Estados Unidos rechazó la apelación del Conan Doyle State y ratificó que la obra del autor británico anterior a 1923 pertenecía a dominio público.
Casos como estos ponen en el punto de mira al copyright, que en los últimos tiempos está provocando un intenso debate. Lo que queda claro es que es necesaria una revisión de la legislación vigente para evitar que se pueda blindar para siempre una obra literaria amparándose en argucias legales. Flaco favor le hace eso a la literatura.