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Trabajos de amor ganados a la fuerza

Por Beatriz Cobo

Trabajos de amor perdidos es una deliciosa comedia de Shakespeare, durante mucho tiempo considerada menor e injustamente relegada, quizá por ser temprana, y tenida por inmadura. En muchos aspectos precursora de otras más celebradas como Mucho ruido y pocas nueces o El sueño de una noche de verano, sorprende lo poco que se ha representado en España. Memorable fue la versión que dirigió Carlos Marchena (actual director de la ESAD de Castilla y León) en 1998 en la desaparecida sala Ensayo 100, cuando florecía en Madrid el circuito de salas alternativas, liderada por unos jóvenes y brillantes Jesús Noguero y Beatriz Argüello, cuyas carreras empezaban a despegar. Y un año después, la actual comandante de la CNTC, Helena Pimenta, recibía el Premio de la ADE a la mejor dirección de esta obra estrenada por su propia compañía en el Teatro de la Abadía.

Después de haberse estrenado muy oportunamente en el castillo de Olite, ya que la acción se desarrolla en el reino de Navarra —simbólica tierra de nadie—,  y de pasar una breve temporada en la sala verde de los Teatros del Canal, este proyecto conjunto de la Fundación Siglo de Oro y el London Shakespeare’s Globe Theatre, codirigido entre Rodrigo Arribas y Tim Hoare, permanecerá todo el verano en el teatro Alcázar.

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El arranque de esta comedia es uno de los inicios más divertidos y originales de la literatura dramática: los protagonistas de la historia, el Rey de Navarra y tres de sus caballeros, deciden hacer una especie de voto de castidad, en base a una suerte de “programa de mejora y crecimiento personal” que acabarán rompiendo inevitablemente cuando irrumpan en escena la princesa de Francia y su séquito de damas. El enfrentamiento de navarros contra francesas es interesante en tanto que a Francia se la suele identificar con la liberalidad; ellas son el ejemplo de la mujer progre y moderna, mientras que los caballeros aparecen como los torpes españoles que se lanzan ingenuos a la conquista con más fanfarria que atino.

Pero apenas nos asomamos a la corte del Rey de Navarra nos damos cuenta de que Shakespeare nos ha preparado una peripecia destinada a demostrar que no es posible vivir sin el amor —verdad indiscutible de la condición humana—; un divertimento que justifica las extravagancias del deseo y las promesas rotas, una bella alegoría sobre todo lo que en la vida supone el triunfo de los sentimientos. Todo ello, recuperando las formas del amor cortés: el empeño por escribir los versos más hermosos y precisos, la seducción a través de la palabra, capaz de cautivar al ser amado. Hay por un lado, una idealización del amor, una magnificación de los afectos, y a la vez el amor es presentado como una manera de dominar y someter al otro.

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La ambición, el deseo de alcanzar la fama, el afán de dejar huella para la posteridad, cristaliza en el mantra que los caballeros repiten: “Navarra será el asombro del mundo”, y que bien podría aplicarse a muchos de nuestros políticos.

El texto es un puro ejercicio retórico que abunda en el metalenguaje: el propio autor habla de la escritura a la vez que exhibe su erudición, con una riqueza de recursos estilísticos que impresiona y a la par resulta compleja, dados los numerosos juegos de palabras, giros, circunloquios, alusiones mitológicas, chistes forzados al traducirlos del inglés…

En este sentido, es importante el trabajo de adaptación que ha realizado José Padilla al intentar buscar un lenguaje más fresco e inteligible y simplificar el enredo, suprimiendo ciertos personajes que eran intrascendentes para la historia principal. Sin embargo, no todos los retoques funcionan bien en la puesta en escena. Con el objetivo de agilizar la acción, se eliminan algunos pasajes importantes que en el original están multiplicados por cuatro al ser cuatro las parejas de amantes. Por ejemplo, la despedida de los chicos después de conocer a las damas, al final del segundo acto, en la que cada uno de ellos interroga al mayordomo Boyet para obtener información de su preferida…, se reduce aquí al interés de sólo uno de los caballeros, dando por hecho que los demás harán lo mismo. También está seccionado el monólogo en que Boyet cuenta a las damas cómo ha visto a los chicos enloquecidos de amor, lo cual genera una elipsis extraña que exige al espectador demasiada suposición.

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Las chicas son prácticamente un personaje único; el empoderamiento de la mujer, el feminismo de hecho que destila la obra se desvirtúa en tanto que se las muestra tan duras y seguras de sí mismas que caen antipáticas: a ello contribuye el recorte de la escena en que cada una de ellas deja entrever su debilidad por su caballero favorito; desaparece también el momento de la confusión de los regalos, y son ellas quienes se travisten de emisarios franceses para reírse/vengarse de los perjuros (en lugar de disfrazarse ellos para intentar seducirlas). Para colmo acusan un acento que antes, como francesas, no tenían…, otra incongruencia.

Don Adriano de Armado, el petulante y redicho militar español retirado que no es sino otra versión del tipo barroco del ‘figurón’, está en este montaje tan desdibujado que no se percibe como personaje cómico. A su criado Mota, precedente del famoso Puck de El Sueño de una noche de verano, se le ha escamoteado toda su chispa. Los campesinos (Costra y Jaquineta), habitantes del mundo rural en contraposición con los refinados caballeros de la Corte, tampoco están tratados como bufones. La aldeana Jaquineta, que debería ser un despliegue de sensualidad y belleza salvaje que justificara, entre otras cosas, la devoción de Armado, se queda en rol anecdótico. Y ni rastro en la caracterización que recuerde a la comedia del arte, que tanto influyó a Shakespeare en la tipificación de estos personajes.

Y al fin, el controvertido desenlace: uno de los aspectos más llamativos del texto original es el final agridulce, en el que, una vez descubierto todo el enredo, los enamorados tienen que separarse por un giro inesperado de guión. Shakespeare cuestiona así el matrimonio, lo cual habla de su modernidad, ya que lo habitual es que las comedias del Siglo de Oro terminen en bodas. Sin embargo, la adaptación de Padilla añade una escena final para propiciar las nupcias, basándose en la supuesta intención de Shakespeare de escribir una segunda parte donde las parejas de enamorados acaben juntas, y los ‘trabajos de amor’ sean ganados y no perdidos, sin haber cambiado el título sin embargo para que el nuevo desenlace cobre sentido. Este epílogo me parece del todo inadecuado, por un lado, porque conduce a la función a un doble final que desconcierta al público; por otro, porque está tan forzado que resulta inverosímil: que los cuatro caballeros viajen a París doce meses y un día después de prometer su amor a las damas, interrumpiendo la boda de la reina de Francia con el —ausente de escena— rey de Escocia, demostrando que han cumplido sus votos, y que además lo hagan acompañados de esa tropa de patanes (Armado, Mota, Costra y Jaquineta) para representar ante las chicas una vergonzosa función teatral, realmente no tiene fuste. La función de “Los 9 paladines” cobra sentido después de la escena de la mascarada, como cumbre cómica para agasajo de los amantes tras su reconciliación. Es decir, tal y como está en el texto. Pero hay en esta versión un baile de escenas, un “quitar de aquí y poner allá”, que desvirtúa la estructura, y aporta cierta incoherencia al argumento. Sin ánimo de ser purista, creo que cuando hoy día se retoca un clásico, el objetivo debería ser re-contextualizarlo desde una mirada contemporánea, adecuar la acción a los ritmos actuales, y enmendar sus posibles fallas, no añadirle otras.

Otra objeción considerable es la edad de los actores. Más allá de la sólida trayectoria de la mayoría del elenco, y valorando4F1A4433-900x600 el muy notable trabajo de equipo en una historia tan coral, no parece muy creíble (aunque se asuma como convención) el enamoramiento casi adolescente que se presupondría en personajes mucho más jóvenes, y que sin embargo representa un equipo cuya media bordea los cuarenta. Tampoco resulta verosímil la doncellez de las damas, ni que estén sin desposar dada la madurez que expresan. Entiendo que el trabajo de repertorio dentro de una compañía implica estas venias: la Fundación Siglo de Oro asigna los personajes del libreto a los actores con los que cuenta, pero por buenos que éstos sean, no significa que sean los idóneos para esos papeles. Además, la agilidad impuesta para que el derroche dialéctico no ralentice la acción, lleva a algunos de los intérpretes a ‘tirar el texto’ en varias ocasiones. Aun así destacan especialmente por su vis cómica, Julio Hidalgo (Rey de Navarra) y José Ramón Iglesias (Longaville). La siempre eficaz Lucía Quintana (Rosalina), y un rotundo Javier Collado (Berowne) defienden los personajes más lucidos y con mayor desarrollo psicológico.

La escenografía única, demasiado inerte, ofrece poco juego más allá de los cruces en las entradas y salidas, y no contribuye a sugerir o diferenciar los dos mundos que conviven en la obra: el campesino y mundano en contraposición al palaciego (podrían, por ejemplo, haber usado las cuerdas que enlazan las vigas como telas de araña en las que los chicos fueran cayendo presas de la flecha de Cupido…). En definitiva, también a nivel plástico, el material de partida merecía un enfoque más imaginativo.

Trabajos de amor perdidos

Autor: William Shakespeare

Adaptación: José Padilla

Dirección: Tim Hoare-Rodrigo Arribas

Intérpretes: Javier Collado, Montse Díez, Jesús Fuente, Alicia Garau, Julio Hidalgo, José Ramón Iglesias, Alejandra Mayo, Sergio Moral, Raquel Nogueira, Lucía Quintana, Luis Patiño, Pablo Vázquez.

Diseño de escenografía y vestuario: Andrew D. Edwards

Diseño de iluminación: Alberto Yagüe

Composición musical: Xavier Díaz-Latorre

Teatro Cofidis-Alcázar hasta el 11 de septiembre 2016

 

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