«La rosa tatuada»: exaltación del amor en una memorable puesta en escena
Por Horacio Otheguy Riveira
Hay quien dice que no quiere ir a ver La rosa tatuada de Tennessee Williams «porque no estoy para dramas», así que me empeño en convencerlos que del desamparo, la soledad y la angustia de vivir en diversas circunstancias, el gran escritor pasó a enarbolar una bandera amorosa insólita, preñada de humor y caricias que se resisten al fracaso con absoluta entrega al amor en todas sus formas. Es un camino que se recorre con grandes alicientes y la certeza de llegar a buen puerto en un proceso lleno de entusiasmo, gritos saludables y risas reconfortantes.
Hagamos una plegaria por todos los corazones salvajes que viven encerrados en jaulas.
Cuando escribe y estrena en 1950-1951, con gran éxito, esta obra —por otra parte una de las menos representadas de su prolífica producción— Williams acaba de descubrir el brío impactante de los sicilianos en su propia tierra, y luego como inmigrantes en «L´America». La belleza impresionante de sus gentes lanzadas al amor, al deseo o al odio y el rencor, si toca, transformó sus emociones y fue también una revelación vitalista para sus desolados personajes habituales, dentro de su propio concepto de la vida truncada allí donde reinaba «un sueño americano» que iba arrojando fuera de borda a millones de seres sin capacidad de lucha, sin posibilidad de redención.
En La rosa tatuada hay muchos temas ligados a sus preocupaciones habituales y a su enorme talento de dramaturgo y poeta, pero existe una fuerza muy intensa en torno a la búsqueda del amor y el encuentro con las pasiones que se enredan de tal manera que sólo pueden conducir al descubrimiento de la renovación de vivir con todo el cuerpo, superando prejuicios y temblores del alma.
Resucita el Carpe Diem («Toma el Día, Vive el Momento») de Horacio, el poeta latino que nació en Venusia, actual Italia, 65 a.C., y murió en Roma, 8 a.C.:
Carpe diem quam minimum credula postero
Aprovecha el día, confía lo menos posible en el mañana.
Este eco poético no se cita en la obra, pero está presente en todo momento, bien nutridas las alforjas del Williams más lírico, y también más aferrado a la tierra: desde el punto de partida de desolación hasta la conquista de un espacio en el que florezca una radiante relación amorosa donde parecía habitar la desesperanza.
De hecho, La rosa tatuada está dedicada a su gran amor, su relación más larga y satisfactoria: y esa condición tiene mucho que ver con todo el desarrollo de una historia «a la italiana» (me perdone el Dios de los sicilianos por considerarlos italianos, pecado mortal), ya que los términos que utiliza son de un italiano más al alcance de cualquier espectador del mundo que de la lengua siciliana. Y es que en la función se parla in la lingua del Dante en muchos momentos, y fluye como agua de manantial en la espléndida traducción de Vicente Molina Foix, un hombre renacentista de la cultura, cine, letras y teatro (Medea, por ejemplo), con tal dominio plástico de la lengua que no me cuesta nada imaginarlo en el ático de un castillo, rodeado de candelabros, leyendo y escribiendo con plumas que besan el líquido de los tinteros y enamoran palabras momento a momento, tal la artesanía de su traducción, el mimo con que cada situación ha sido tratada para que luego llegue Carme Portaceli (Solo son mujeres) y monte una puesta en escena donde el autor respira libremente.
No es la suya una dirección completamente fiel porque el autor era un hombre de teatro total que en sus textos añadía notas de producción señalando con todo detalle cada rincón del escenario y sobre las intenciones de los personajes, una sobrecarga de información para cualquier director creativo de este tiempo nuestro. Pero de la infiel creatividad de la directora brotan con espléndida generosidad lazos muy profundos con el devenir y las intenciones profundas del texto.
Portaceli se toma libertades por las que campea una pujante imaginación, de tal manera que todo lo que sucede en escena está íntimamente ligado a la preciosa traducción de Molina Foix y al espíritu de la obra original. Hay mucho amor en su versión compartida con Gabriela Flores (también actriz muy eficaz asumiendo tres personajes); mucho amor por la pieza teatral de un admirable hombre de teatro, esta vez fervorosamente enamorado que confía en la potencia de esa pasión para asumir los latidos de un mundo libre entre personajes secuestrados por diversos grados de infortunio.
Cuanto se ve, se respira, divierte y emociona en La rosa tatuada, según Carme Portaceli y su equipo, es un canto al amor. Pocos años antes de su estreno en Broadway, ya T. Williams se había consolidado como uno de los mayores dramaturgos del siglo XX con dos tragedias contemporáneas: El zoo de cristal en 1944, y en 1947 Un tranvía llamado deseo (con varias piezas cortas y otras largas en medio). Cuando estalla esta vitalidad en hombres y mujeres que llevan en su pecho una rosa tatuada, el autor creyó que sería para siempre. Como el amor más fascinante y fascinado. A tal punto que sólo le preocupaba el paso del tiempo.
Así, en el prólogo, escribió:
Los hombres se compadecen y se aman los unos a los otros más profundamente de lo que se permiten reconocerlo. Un momento después de que ha colgado el teléfono, la mano se extiende para tomar un bloc y garabatear una anotación: «Funeral el martes a las cinco. Iglesia del Santo Redentor, no olvidar flores». Y la misma mano está sólo un poco más temblorosa de lo habitual cuando busca, unos minutos más tarde, un vaso de trago largo, que derramará un poco de estupefacción sobre los nervios recalentados. El miedo y la evasión son las dos pequeñas bestias que se persiguen las respectivas colas en la jaula giratoria de nuestro nervioso mundo. Nos impiden sentir demasiado por las cosas. El tiempo se apresura hacia nosotros con su bandeja de hospital de variados narcóticos… (Losada, 2005. Colección Gran Teatro. La rosa tatuada junto a una de sus primeras obras, Especie fugitiva).
Tales palabras prologan el texto original de La rosa tatuada, obra en la que demuestra que fue capaz de apresar el tiempo a través de la conquista del amor en una magnitud de inexplorada pasión. Después de esta eclosión vitalista desbordante de optimismo escribió muchísimo para teatro y cine, volviendo a unir tragedias con destellos de esperanza. Lo hizo con desigual fortuna, como es inevitable en todo creador compulsivo, pero aun así tiene obras maestras como Verano y humo (1948), La gata sobre el tejado de zinc (1955) y De repente, el último verano (1958).
Jubilosa puesta en escena
Una vez dentro de la aventura escénica del María Guerrero, todo adquiere un esplendor que no deslumbra, sino que ilumina con gran sutileza todo el andamiaje de una mujer enamorada que, de pronto viuda, empieza a vivir una vida-muerta de la que surge un hombre nuevo, alguien que parece el fantasma de su perdido amado: una imaginería que le permite reconducir su propia respiración, y sobre todo su capacidad de reír.
En una puesta en escena donde confluyen variadas emociones muy bien delimitadas y elaboradas, hay dos escenas sublimes que se repiten maravillosamente estilizadas: cuando la solitaria y desgraciada Serafina Delle Rose se alía con el desconocido que arriba a su casa, Álvaro Mangiacavallo —otro ser desgraciado al que las cosas no le van bien y que tiene a cargo a tres personas—, y con él redescubre la risa y su incomparable poderío.
Las secuencias en que Serafina y Álvaro (Aitana Sánchez Gijón y Roberto Enríquez) ríen a pie de escenario, en un proscenio que besa a los espectadores, tiene tal dinamismo, tal vitalidad, que no hacen falta los besos y abrazos que vendrán después: esas carcajadas compartidas tienen el fluido del amor desbocado, la vorágine de los encuentros más profundos, la belleza de la desnudez tan impúdica como solo los mejores amantes son capaces de descubrir… Ambos actores están fantásticos en cada encuentro, saltan chispas, y para ambos se produce una conquista de espacios nuevos, de nuevos estilos, con personajes del más espléndido realismo italiano en el que muy pocos intérpretes mantienen el tipo sin sobreactuar. ¡Enhorabuena para Aitana y Roberto, porque de sus talentos puestos a prueba a todo dar, surgirán nuevas y dichosas satisfacciones, también para todos los amantes del teatro!
Todo resulta fantástico en esta Rosa tatuada de Tennessee Williams a cargo de una producción en la que no sólo destacan sus protagonistas, pues los 9 intérpretes (en una obra original de 23 personajes) participan activamente del gran acontecimiento.
Y entre todos ellos, un vigoroso David Fernández «Fabu» que lo mismo es un doctor que un vendedor que una inolvidable «Bessie», un travesti entrometido en la vida de un pueblo, siempre con una altísima calidad vocal y corporal.
La rosa tatuada
Autor: Tennessee Williams
Traductor: Vicente Molina Foix
Adaptación: Gabriela Flores y Carme Portaceli
Dirección: Carme Portaceli
Ayudante de dirección: Judith Pujol
Intérpretes (por orden alfabético): Jordi Collet, Roberto Enríquez, David Fernández «Fabu», Alba Flores, Gabriela Flores, Ignacio Jiménez, Aitana Sánchez Gijón, Paloma Tabasco, Ana Vélez
Escenografía: Anna Alcubierre
Iluminación: Pedro Yagüe
Vestuario: Antonio Belart
Música y espacio sonoro: Jordi Collet
Fotos: David Ruano
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro María Guerrero. del 29 de abril al 19 de junio de 2016.
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