Aquella temporada en el infierno. Un vistazo a los inframundos literarios (II)
Por Manuel Navarro Villanueva.
Dos versiones nórdicas
Las mitologías y literaturas del norte de Europa también cuentan con terribles mundos de ultratumba y con personajes que viajaron hasta allí. Los paisajes infernales escandinavos y finlandeses adquieren la forma de islas lúgubres o de palacios situados en espantosos desiertos de hielo y poblados por lobos y por serpientes. Veámoslo en sus textos.
Las Eddas y la épica escandinava: Bálder
Los groenlandeses creen que un viento puede matar a su más poderoso dios y que moriría también seguramente si tocara un perro. Cuando oyeron del Dios cristiano, preguntaron si nunca murió y habiéndoseles dicho que no, quedaron muy sorprendidos y dijeron que debía ser en verdad un grandísimo dios.
(James George Frazer, La rama dorada, libro II, capt. 1)
Vamos a olvidarnos por un momento de lo que sabemos del tema por los cómics Marvel, la música heavy o Wagner (reconozcámoslo: casi todos hemos aprendido nombres como Tor, Odín o Valhalla de estas fuentes, por otro lado nada desdeñables, pero sí algo imprecisas) y vamos a buscar en las mismas letras medievales escandinavas lo que encontramos acerca del tema.
Los mitos y leyendas de esta zona de Europa, que serán de vital influencia en la literatura medieval en lenguas como el inglés o el alemán, se recogen fundamentalmente en una serie de cantos en islandés antiguo que datan de entre los siglos IX al XIII. A la recopilación de estos textos se la conoce comúnmente como la Edda Mayor. Además, contamos con un texto del siglo XIII escrito por Snorri Stúrluson —un escritor, poeta, historiador y político islandés— que es una especie de manual para poetas en el que da un buen resumen de todas las historias tradicionales que se pueden usar como materia poética, las cuales, por lo visto, estaban en serio declive. Este texto de Snorri es la Edda Menor, también llamada Edda Prosaica.
Odín es el Padre Universal de esta mitología. Se lo nombra con innumerables epítetos y el más común de ellos es el de Padre de los Caídos, pues acoge a los muertos en batalla, que van con él al Valhalla y desde entonces reciben el nombre de einhériar. En los palacios de Odín los guerreros muertos beben la cerveza que les sirven las valkirias las cuales, además, cumplen la función de seleccionar cuáles de entre los soldados vivirán y de qué lado caerá el combate. Los einhéirar comen carne del jabalí Sehrímnir, que se cuece de día y revive a la tarde; también beben hidromiel que mana de las ubres de la colosal cabra Heidrun, alimentada del fresno primordial que sostiene el mundo. El paraíso consiste en el juego de un combate eterno regado de carne grasienta y cerveza. Así lo narra Snorri:
Cada día, después de vestirse, toman sus armas y se salen afuera y allí luchan y se matan unos a otros; este es su juego, pero cuando llega la hora de comer, todos regresan al Valhalla y se ponen a beber. (Edda Menor, La alucinación de Gylfi, 40)
Tan rudo como apetecible para algunas sensibilidades, este paraíso constituye una divinización de la leyenda celta de la batalla infinita que se recoge sin tintes edénicos en las leyendas galesas del Mabigonion. No es difícil imaginar a un Conrad turbado por esta imagen antes de escribir El duelo.
Aquellos que no mueren en batalla corren peor suerte y van a parar a los nueve mundos infernales cuya culminación es el septentrional Niflheim, el terrorífico infierno del frío, al que se accede por una puerta hecha de serpientes trenzadas que escupen veneno. La visión de la adivina es un perturbador canto del siglo X que evoca el infierno y el fin del mundo. Allí encontramos:
Vio ella una sala lejos del sol;
en Nástrond está, con la puerta al norte;
veneno le entra a través del humero,
lomos de sierpes la sala ensamblan.
Por tan mala corriente vio que cruzaban
la gente perjura y proscrita por muertes
y aquel que seduce mujeres casadas;
el dragón Nídhogg allí se sorbía los muertos,
el lobo se hartaba. —¿O mejor lo sabéis?
(La visión de la adivina, 38-39)
La reina de estos inframundos es la monstruosa Hel, hija de Loki. Odín mismo la destinó al averno.
A Hel la arrojó al Niflheim y le entregó el gobierno de los nueve mundos de allá para que distribuyese todas aquellas estancias entre los que se le envían, y estos son los que mueren de dolencia o mueren de vejez. Extensos son sus dominios, y tiene una cerca muy alta y de grandes verjas. Su mansión se llama La Aguanosa, Hambre su plato, Penuria su cuchillo. Su cuerpo es la mitad oscuro, la mitad color carne, es por lo tanto fácil reconocerla, y tiene una cara lúgubre y maligna. (Edda Menor, La alucinación de Gylfi, 33)
Loki es el padre de la abominable Hel, y del lobo y la serpiente que serán los responsables del apocalipsis. Es el que engaña a los dioses. Es el cruel y el maligno, pero también el burlón y taimado. Cuando la giganta Skadi puso como condición para no guerrear contra los dioses que consiguieran hacerla reír, Loki amarró una cuerda a las barbas de un chivo y la otra punta se la amarró él en los testículos, y ambos estuvieron tirando y cediendo, y los dos chillaban mucho. Por supuesto, ella rió. Loki es también el responsable de la muerte del dios Bálder, el vástago predilecto de Odín que regresará para reinar tras el ocaso de los dioses.
En efecto, Bálder el bueno –el hermoso, el blanco— es hijo de Odín y su esposa Frig, la que conoce el destino de todos. Una noche soñó «grandes y torvos sueños que presagiaban su muerte». Su madre tomó juramento a todos los elementos, animales y vegetales para que no dañaran a su hijo, el cual se convirtió de esta forma en invulnerable. Los otros dioses se divertían disparándole o atacándole inútilmente, lo cual consideraban un gran honor para él, pues siempre salía ileso.
Loki, envidioso o sencillamente aburrido de la santurronería del hermoso y perfectísimo joven, encontró la forma de acabar con su don: halló que nunca habían tomado juramento al muérdago por ser este demasiado joven, y convenció al dios Hod, ciego e iluso, para que participase también en el juego disparando a Bálder con una rama de esta planta. Su muerte fue inmediata. Lo incineraron sobre su propio barco en compañía de su mujer, que no pudo soportar el dolor por su pérdida.
Frig y Odín enviaron a Hérmod, otro hijo suyo, para convencer a Hel de que dejara volver a su bendito hijo. La infame diosa accedió, pero, como Hades en el caso de Eurídice, con una condición: todos los seres debían llorar a Bálder. Todos sin excepción. Así lo hizo toda la creación por mandato de Odín, pero una bruja que decía llamarse Tok, y que escondía al mismo Loki, se negó en rotundo. Bálder quedó condenado en el infierno hasta que llegue el fin de los días. Estas fueron las palabras de la bruja:
Con lágrimas secas Tok llorará
el que Bálder se vaya en la pira;
ni vivo ni muerto el del Viejo me importa
¡que Hel al que tiene retenga!
(Edda Menor, La alucinación de Gylfi, 48)
Borges escribió: «Hay pocos argumentos posibles; uno de ellos es el del hombre que da con su destino». Esta condición emparenta a Bálder con los héroes griegos, con Beowulf, con Alceste l’atrabilaire y con el replicante Roy. El dios que muere y resucita nos trae a la memoria tanto al egipcio Osiris como a Tammuz el babilonio o al Cristo. Las culturas mediterráneas vieron renacer a sus dioses como trasunto del triunfo de la vida y de la naturaleza. La historia del escandinavo, en cambio, nos evoca inevitablemente un fracaso.
La mitología finlandesa y el Kalevala
Los dos mundos solo pueden ser descritos como distintos uno del otro: distintos como la vida y la muerte, como el día y la noche. Sin embargo, y esta es la gran clave para la comprensión del mito y del símbolo, los dos reinados son en realidad uno. El reino de los dioses es una dimensión olvidada del mundo que conocemos.
(Joseph Campbell, El héroe de las mil caras, I, III, 4)
En la tradición finlandesa el mundo de los muertos se concibe como una isla aterradora que unas veces recibe el nombre de Tuoni y otras de Manala. El infierno se presenta sin tintes subterráneos. No está completamente separado de la naturaleza —por lo demás suficientemente gélida, hostil y devastadora— sino que es una continuación de las regiones norteñas, aún habitadas por los vivos, pero con un claro carácter limítrofe. La deidad de los muertos se concibe como la Muerte misma y se confunde las más de las veces con su lúgubre reino. Veamos las fuentes literarias.
En los primeros años del siglo diecinueve, con la reciente independencia de Finlandia y su búsqueda de identidad nacional como contexto histórico, Elias Lönnrot compone en finés el poema épico Kalevala basándose en una vastísima tradición oral que había sido recogida por él mismo en la región de Carelia. El resultado fue apabullante: cincuenta cantos de profunda intensidad poética en que conviven una compleja mitología presidida por Ukko, dios celeste creador, con una narración cosmogónica, innumerables ensalmos y sortilegios, evocaciones de la vida cotidiana de unas comunidades enfrentadas a una naturaleza atroz, episodios heroicos herederos de la tradición épica occidental y, por supuesto, algún episodio de descenso al mundo de ultratumba, que es lo que aquí nos interesa.
Las aventuras de los protagonistas se vertebran en una tensión geográfica y simbólica entre Kaleva, la «isla llena de brumas» de donde son los protagonistas, y Pohjola, tierra indeterminada y tenebrosa del norte, desgracia de los viajeros, habitada por temibles brujos entre los que sobresale Louhi, «el ama de la hacienda». La grandeza de la emoción épica se puede conseguir en muy pocas líneas. Compruébenlo en los primeros versos del canto XLII:
Partieron por el claro mar, sobre la planicie ondulada, hacia la aldea de los hielos en la Pohjola tenebrosa, donde a los héroes devoran y ahogan a los forasteros. (XLII, 6-11)
Tres son los héroes que acarrean lo fundamental del peso de estas historias: Väinämöinën, un cantor mágico de moral dudosa; Ilmarinen, el serio y desdichado herrero de los tiempos primordiales; y el alegre Lemminkaïnen, un guerrero fanfarrón, bocazas, presumido y extraordinariamente mujeriego. El primero y el último, cada uno a su modo, protagonizan una catábasis, una visita al mundo de los muertos.
Väinämöinën, el sabio y viejo bardo, acude a los predios de la muerte para buscar su herramienta de trabajo: las palabras. En efecto, en el canto XVI se ve necesitado de un conjuro y emprende la tenebrosa aventura para encontrarlo. Sus esfuerzos acaban resultando vanos y a duras penas consigue escapar. Es un episodio breve que sirve como advertencia: que a nadie se le ocurra acercarse por allí.
La aventura en el trasmundo de Lemminkaïnen, el guerrero promiscuo, es mucho más compleja y rica en matices, y por ello merece que la veamos con más detenimiento. Además, este simpático personaje, como verán, no tiene desperdicio.
Pues bien, para que se hagan una idea de la catadura del muchacho, les resumiré las hazañas que el bueno de Lemminkaïnen, el «barbián de rojas mejillas», el «despreocupado farsante», protagoniza. El alegre joven cuenta entre las medallas que puede lucir el haber decapitado en combate al padre de una novia a cuya boda no había sido invitado; tener que huir por ello a una isla apartada; salir también por piernas de esta isla por haberse acostado con todas las doncellas, casadas, viudas y jubiladas del lugar; estar a punto de morir congelado en su huida; saber conjurar a los lobos y los osos para que se aparten de su camino; y poseer una espada infernal forjada en el lar de Hisii, el demonio. Así la describe él mismo:
Aunque no es noble mi familia y no muy alto mi linaje, poseo una espada de fuego, un sable de fulgente filo que desciende de una gran casta, tiene un origen muy ilustre; templose en la mansión de Hisii, el que reúne en sí poderes demoníacos y celestiales. Con mi espada de ardiente filo, con ese sable refulgente, haré que sea grande mi raza, haré que brille mi morada (XI, 270-280).
Así pues, tenemos pertrechado al héroe con los atributos fundamentales para cualquier aventura: encantamientos, un arma mágica y una ambición desmedida que viene acompañada de firme decisión y arrojo. Ese exceso de arrogancia será, como veremos, la causa de que fracase en su aventura infernal. Como en la Grecia clásica, la hybris o desmesura es el pecado de los más grandes y solamente de ellos. Y, también como entonces, acarrea consecuencias desastrosas.
Lemminkaïnen decide un día partir para las tierras lúgubres de Pohjola. Se aburre de su vida en familia y encuentra una excusa para partir hacia el norte en busca de aventuras y mujeres. Su esposa y su madre le advierten de los peligros, pero hace caso omiso. Clava en la pared el cepillo con el que se ha acicalado para el combate y afirma:
Cuando la pena y la muerte caigan sobre este desdichado, manará sangre del cepillo.
El héroe arriba a las oscuras tierras septentrionales y vence con su espada y sus sortilegios a todos los que se le oponen, excepto a un viejo pastor ciego al que deja indemne entre insultos. Una vez conseguido esto, pretende a la doncella principal del lugar, pero la madre de la chica, la vieja bruja Louhi, le impone tres pruebas que lo acercan a los límites de las regiones infernales: debe cazar el alce del diablo, embridar su caballo y, finalmente, matar el cisne del río Tuoni, el río negro de la muerte, portal al mundo de ultratumba.
Consigue finalizar las dos primeras pruebas con la intercesión de las deidades de los bosques. Sin embargo, cuando se aproxima a la linde del río, el pastor ciego despechado invoca contra él la aparición de una serpiente del fondo del agua que lo atraviesa con sus colmillos; después cae a la funesta corriente y es arrastrado hacia los antros de la muerte. Allí, el hijo de la Muerte, un ser innominado del averno, lo despedaza. El atolondrado joven conocía muchos conjuros, pero no todos, le faltaba el de la serpiente. Paga irremediablemente su precipitación y su insolencia.
Pero no acaba aquí la historia. Aunque lo pudiera parecer, el final del héroe no es trágico. La madre de este, alertada por las gotas de sangre que se desprenden del cepillo que el joven arrogante había colgado, decide recorrer el inframundo para encontrar a su hijo. Interroga a los pinos, al camino y a la luna, quienes se niegan a responderle, pero finalmente el sol le cuenta la verdad, el luctuoso fin de Lemminkaïnen.
La dolorida madre conjura al mismo sol para que con sus rayos adormezca a la legión de los muertos y, con un rastrillo forjado por el herrero Ilmarinen, se adentra en el río hasta la cintura, recupera cada parte del cuerpo de su hijo y lo recompone cuidadosamente. Invocando a los dioses, consigue darle vida. No obstante, el resucitado, como un buen révenant de la tradición literaria contemporánea más gótica, ha perdido el don del habla. La recupera con la ayuda de una humilde abeja que recorre bosques y mares hasta llegar al reino celeste de Ukko, donde liba una miel sanadora que devuelve el sentido a Lemminkaïnen.
La abeja abandonó la tierra, la de alas dulces alzó el vuelo, se deslizó con sus alitas por el gran disco de la luna, destelló alrededor del sol, luego alcanzó la Osa Mayor, las Siete Estrellas, y por fin, entró de Dios en las mansiones, en casa del Omnipotente. Allí destilábanse ungüentos, espesos bálsamos se hacían en unas marmitas de plata, en unos recipientes de oro (XV, 493-506).
Cuando se recupera, aturdido, lo primero que escucha es una merecidísima reprimenda de la mujer que lo alumbró. No podía ser de otra manera.
Lo que fascina de esta y otras narraciones del Kalevala es comprobar cómo la naturaleza envuelve e integra tanto al ser humano como a la divinidad en un conjunto holístico. El todo nivelador aglutina a los astros y a los insectos, y cada elemento interactúa para forjar el destino de cada rama del gigantesco árbol que constituye el cosmos. Por eso los personajes sacan provecho del entorno, lo interpelan y se enfrentan a él constantemente. Encontramos cuervos, pinos, caminos o abejas que ayudan al héroe o se oponen a él, según el caso, porque, a pesar de todo, el hombre es una pieza más del engranaje. Y esta fusión se realiza de forma plena: los hombres se saben integrantes de la totalidad orgánica del ser y se valen de las otras existencias para restaurar una armonía a la que pertenecen. No existen dos planos, sino un único universo del que forman parte tanto las ardillas como los guerreros y las brujas.
Esto es lo fundamental del mensaje del Kalevala. Y ahí reside su belleza.
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