La historia de un perdedor que por poco gana
Por Mariano Velasco
“El hombre que casi conoció a Nacho Vegas” mezcla con valentía ficción y realidad apoyándose en un original texto que plantea la escasa distancia que separa el éxito del fracaso
“Es hora de recapitular las hostias que me ha dado el mundo”, comienza contundente la canción de Nacho Vegas que “casi” da título a esta obra, El hombre que casi conoció a Nacho Vegas, un espectáculo teatral que se ha podido ver en escasas funciones en la madrileña, y muycarabanchelera (como la guitarra de Rosendo) Sala Tarambana.
Se trata, la letra de la canción, de una excelente manera de enlazar con la historia que se nos va a contar aquí, la de un tipo —extremeño y escritor para más señas— que ha citado en su casa a cenar a una bella argentina con la sana intención de ligársela y que —se va viendo venir— le va a dejar plantado con el marisco y el vino encima de la mesa. Lo que viene siendo, pues, una historia de perdedores.
Escrita e interpretada por Juan Expósito y dirigida por Daniel Llull, “El hombre que casi conoció a Nacho Vegas” es, pese a su aparente y engañosa insustancialidad, una más que brillante reflexión sobre el escaso margen que separa el éxito del fracaso, una bella ensoñación en la que se mezclan personajes y situaciones tan diversas como Scarlett Johanson, el primer viaje a la luna, Ricardo Darín, el postureo del gin tonic, Silvio Rodríguez y el propio Nacho Vegas. Con todo eso y más consigue Juan Expósito hacer un texto —créanselo— sorprendentemente coherente gracias al eficaz recurso de mezclar —o más que mezclar, confundir— realidad con ficción.
No se entendería que un solo actor, por muy bueno que este sea, logre mantener la atención del público durante algo más de una hora si no es porque tiene detrás una historia, además de coherente, original, sorprendente y, por qué no decirlo, pese a las muchas mentiras que contiene, tremendamente sincera. La historia de un perdedor que casi pudo ser un ganador, y que para disimular su condición se agarra al asidero que le proporciona la literatura, que a veces no es más —y de ahí su tremenda utilidad— que la mentira disfrazada de obra de arte.
Un escritor que, al contrario de lo que hacen otros escritores, trata de vivir como viven sus personajes, y no al revés, y eso le lleva a convertirse en uno de ellos y enamorarse hasta las trancas de otra de sus creaciones, la bella mujer del sombrero a la que cantaba Silvio Rodríguez.
Y ya tenemos el lío montado, la confusión me refiero entre realidad y ficción, a lo que se añade la verborrea del extremeño —espoleada además por el vino—, a quien le da por pensar que tiene un público delante y se pone a contarnos su vida y milagros, a cantarnos y a bailarnos, como si de un actor se tratara.
Luego vendrán los “casis” que tanto sentido acaban dando al aparente sinsentido del texto, y que nos dejan con ese sabor agridulce que proporciona aquello que nunca fue pero que a punto estuvo de ser, que consiguen, en definitiva, que pese a la sensación de fracaso que no acaba de abandonar el escenario, uno salga del teatro la mar de contento y cantando shalalalala, como hacen las niñas en el tema de Nacho Vegas. O casi.
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