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Aquella temporada en el infierno. Un vistazo a los inframundos literarios (I)

Por Manuel Navarro Villanueva.

El mundo clásico: Orfeo

And with a look so piteous in purport
As if he had been loosed out of hell
To speak of horrors —he comes before me.
(…)
That done, he lets me go;
And, with his head over his shoulder turned,
He seemed to find his way without his eyes.
(Hamlet II, 1, 82-84, 96-98)
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«Orfeo y Eurídice», una pintura de Rubens

Parece que el ser humano siempre lo ha tenido claro: existe un reflejo del mundo de los vivos en el mundo de los muertos. Es decir, que está bien, sí, que uno se muere y se pudre y todo eso, pero la parte de nosotros que persiste (el alma, el espíritu o el principio activo, vaya usted a saber) se traslada a otro lugar, trasunto de este, que cada civilización ha imaginado a su modo.

Siendo esto así, la comunicación entre ambos ámbitos era más que esperable y se da en tres direcciones, también presentes en toda cultura: por un lado están los aparecidos, difuntos que regresan para visitarnos del más allá en cualquiera de sus formas; por otro, los intermediarios —mediums, visionarios o chamanes— que son capaces de ponernos en contacto con el otro barrio; por último, está la figura de aquellos que han viajado al mundo de los muertos y han regresado para contárnoslo. Esta última modalidad, la del viajero de ultratumba, ha estado presente en numerosas manifestaciones artísticas y religiosas en las culturas mediterráneas, y ha sido más que fructífera literariamente, dando lugar a fascinantes narraciones que los pobladores de las diferentes civilizaciones compartieron, compararon y mezclaron a lo largo de milenios. Dioses como Marduk, Osiris, Inana o Adonis, así como héroes tan renombrados como Gilgamesh, el rey sumerio, han recorrido las tenebrosas sendas de sus distintos inframundos en las tradiciones religiosas babilonias, egipcias, sumerias o sirias. A esta bajada a los infiernos se la ha conocido con el nombre griego de catábasis y al posterior regreso o subida, con el de anábasis (1).

La mitología grecorromana no se queda atrás en lo que a dichos viajes se refiere y presenta una buena plétora de casos en que los dioses o héroes descienden a las lúgubres regiones de Hades y luego regresan con mayor o menor alegría y fortuna. En las Fábulas mitológicas, el mitógrafo romano Higino da la siguiente enumeración en un pasaje titulado Los que regresaron de los infiernos con permiso de las Parcas:

Ceres, cuando buscaba a su hija Proserpina. El padre Líber descendió junto a su madre Sémele. Hércules, para llevarse al can Cerbero. Asclepio, hijo de Apolo y Corónide. Cástor y Pólux regresaron alternando sus muertes. Protesilao, por Laodamía. Alcestis, por su marido Admeto. Teseo, por Piritoo. Hipólito, por deseo de Diana. Orfeo, por su esposa Eurídice. Adonis, por deseo de Venus. Glauco, devuelto por Poliido. Ulises, por su patria. Eneas, por su padre. Mercurio, en incesantes viajes.

Así pues, son legión los dioses y héroes griegos y romanos que consiguieron volver de donde, en principio y aunque parezca lo contrario, nadie vuelve.

Entre todos ellos, sobresale indudablemente la figura de Orfeo, el cantor tracio, por varias razones. Primero, por su éxito. Su viaje ha sido recreado en innumerables ocasiones tanto en las artes plásticas como en la literatura, la música e incluso el cine. El número de artistas inspirados por esta historia que conjuga amor, muerte y poesía es inmenso e incluye nombres que van desde Monteverdi a Jean Cocteau, desde Garcilaso o Jáuregui a Rilke o Gustave Moreau. Al respecto, Carlos García Gual y David Hernández de la Fuente han publicado recientemente El mito de Orfeo (Fondo de Cultura Económica), volumen en que se hace un repaso muy interesante de buena parte de las recreaciones literarias y cinematográficas del héroe clásico. Si quieren una buena introducción al mundo de las encarnaciones órficas, no duden en correr en su busca.

En este mismo texto, Jordi Balló y Xavier Pérez firman un artículo a modo de epílogo, El infierno ascendente, en el que apuntan una segunda razón de la singularidad de Orfeo frente a sus otros paisanos también viajeros ultraterrenos: «si los otros aventureros se adentran en tal espacio subterráneo como protagonistas de un episodio más de su vida itinerante, en el mito de Orfeo todo se dirime en ese tránsito entre mundos al que le ha llevado su especial y elegíaca naturaleza de artista». En efecto, mientras para héroes como Heracles, Teseo, Ulises o Eneas la visita al Hades es otro jalón entre los muchos que conforman sus variadas y pintorescas aventuras, en el caso de Orfeo su bajada al reino de los muertos es lo central de su figura, su raison d’être y el motivo de la perenne fascinación que viene ejerciendo en generaciones a lo largo de siglos.

Pasaré ahora a relatar brevemente el mito tal como se narra en sus dos fuentes clásicas más bellas y completas (2): Virgilio y Ovidio. Después comentaré su tratamiento en dos cómics que son debilidad de un servidor. De disfrutar de los casi dos mil años de tradición literaria y artística que quedan en medio, les dejo a ustedes mismos y al tiempo de que dispongan, la tarea.

Fuentes clásicas: Virgilio y Ovidio

En ambos poetas latinos hallamos desarrollada por entero, como hemos dicho, la historia del vate tracio.

Orfeo, hijo de Eagro —rey tracio— y Calíope —musa de la poesía épica—, ha heredado de su madre el don de la música. Cuando nuestro héroe abre la boca para cantar, las fieras se amansan y se reúnen dócilmente a su alrededor. Incluso convoca a los árboles y las rocas y conjura a los elementos. Ese es su poder y así lo usa, por ejemplo, en la famosa expedición de los argonautas (3). Nos encontramos, sorprendentemente, ante un héroe griego que no blande la espada, sino que usa su talento artístico como un verdadero poder y que, como mucho, se acompaña de una lira. (Partidarios de la faceta más sangrienta de la mitología clásica, no os sintáis decepcionados todavía, esperad al final de la historia).

El joven cantante, en principio, desdeña a las mujeres, pero un día —cómo no— encuentra la horma de su zapato: la ninfa Eurídice, de asombrosa hermosura, se cruza en su camino y ambos caen enamorados el uno del otro. Sin embargo, un destino trágico se cernía sobre los jóvenes esposos y un día Eurídice es mordida en el pie por una víbora y fallece entre los lamentos de sus compañeras. Orfeo, desolado, pasa el tiempo entre musicales lamentos por la pérdida de su amada hasta que decide bajar a los infiernos a reclamarla. Una vez en el inframundo, utiliza su poder para convocar a las tristes almas de los muertos y a la infernal pareja que gobierna por esos parajes, Hades y Perséfone, que se apiadan de él. Le conceden que regrese al mundo de los vivos seguido de su esposa con la sola condición de que no mire hacia atrás en su trayecto para observarla. Mas, ay, en el último momento Orfeo se vuelve a contemplar a su amada y la pierde de nuevo, esta vez para siempre.

El fin del héroe supone un éxtasis de delirio y crueldad. Tras haber visto por segunda vez cómo Eurídice ingresaba en las filas de las sombras, Orfeo se dedica a cantar desolado su ausencia durante meses desdeñando el trato con cualquier otra mujer. Un día de bacanal, las mujeres tracias, despechadas por su continuo desprecio, además de ebrias y desenfrenadas, lo asesinan, despedazan y diseminan sus miembros. El río Hebro lleva su cabeza hasta el mar y durante el trayecto esta sigue entonando el mismo planto por la amada. Se dice que llegó a la isla de Lesbos y que allí fue enterrada por el mismísimo Apolo.

Este sería, a grandes rasgos, el resumen de lo primordial de la historia.

La primera versión literaria completa del mito la encontramos en las Geórgicas de Virgilio, fechadas más o menos hacia el 29 a. de C. Como es sabido, el poeta latino por excelencia escribió estos cantos para celebrar la vida en el campo y las virtudes tradicionales que iban aparejadas a ella. La manera en que Virgilio introduce esta historia en su canto rústico es, cuando menos, sorprendente.

El cuarto y último libro de las Geórgicas está dedicado a la apicultura. Que esta suponga la culminación de la obra no es casual, pues en las sociedades de abejas el latino encuentra encarnadas las virtudes ancestrales romanas que el emperador Octaviano y él quieren restaurar en la moralmente podrida Roma de su época: las abejas son disciplinadas, aguerridas, familiares, patrióticas, monárquicas y sexualmente abstinentes. Unas virtuosas ellas, vamos. Virgilio da una serie de consejos acerca de las mejores maneras de cultivar tan morigerados y cívicos artrópodos, y entre ellos está este: si has perdido todas tus abejas, debes matar un novillo por asfixia, machacarlo a golpes y, con el tiempo, de sus orificios brotará una nueva generación de productoras de miel. Así. Como lo oyen. Y se queda tan ancho, el tío.

El origen de esta treta es igualmente pintoresco y relaciona los insectos de marras con nuestro héroe: el dios pastor Aristeo, tras haber perdido sus abejas, le consulta la razón de su ruina a Proteo (sí, el de la Odisea, el cambiante pastor de focas). Este le dice que eso le ocurre porque tiene cabreadas a las ninfas de las montañas, pues por su culpa, por perseguirlas lujuriosamente, Eurídice salió corriendo (no debía de ser este rústico dios plato de su gusto), lo cual provocó que la mordiera la serpiente. Solo podrá aplacar su furia sacrificando unos toros. Y por eso, queridos amigos, de las entrañas podridas de un novillo muerto salen abejas a mansalva. No está mal la historia, ¿no?

En este contexto Virgilio narra toda la historia de Orfeo haciendo especial hincapié en la tristeza de las almas que vagan por el inframundo:

Madres, varones, cuerpos de héroes magnánimos que acabaron la vida, niños y niñas sin casar, y jóvenes puestos en las piras ante los ojos de sus padres.

El joven enamorado padece un acceso de locura que le empuja a volverse a contemplar a Eurídice. Locura, sí, pues no es otra cosa el amor para Virgilio, pero por ello, locura comprensible. Orfeo se queda atónito observándola irse. La estampa de la ninfa descendiendo al Hades por segunda vez es inolvidable:

Y ella, mientras, navegaba, fría, en la barca estigia.

La versión de Ovidio se encuentra en sus Metamorfosis, catálogo de historias mitológicas que, como es sabido, alimentó la imaginación de Occidente durante siglos. Prueben a darse una vuelta por las colecciones pictóricas del Prado o el Louvre con este libro bajo el brazo. Entenderán muchas cosas.

Ovidio se extiende más en el desarrollo de la historia de Orfeo. Lo considera hijo de Apolo y a través del canto del héroe nos narra, como presagio de su triste final, varias historias de varones amados por los dioses y de mujeres impías (Ganimedes, Jacinto, Pigmalión, Cipariso y Adonis, entre ellos; Mirra y Atalanta, por la parte de las pecadoras). Además, da más acción al mito y lo hace más novelesco. Por ejemplo, transcribe la patética súplica con que Orfeo convence a los reyes infernales. Ellos también han amado, deben comprenderlo.

Del mismo modo, su descripción de la terrible muerte del cantor es de gran viveza, dinamismo y plasticidad: los locas tracias primero acaban con los pajaritos que estaban escuchando a Orfeo, después le lanzan lo que encuentran, como no tienen armas a mano les cogen las azadas a unos campesinos que huyen despavoridos de semejante furor femenino. Matan a golpes a los bueyes que han abandonado los pobres labriegos y luego la emprenden con Orfeo, el cual, por primera vez inútilmente, intenta amansarlas con su canto. Pero nones. Lo despedazan. El poema clásico es trepidante como un film gore. Compruébenlo, impresiona.

Dos cómics órficos: Sandman y Max

Curiosamente, las postrimerías del siglo XX nos ofrecieron en pocos años dos versiones memorables del mito en forma de sendos cómics.

La primera de ellas se incluye dentro de la magistral serie Sandman, cuyos guiones firmó entre 1989 y 1996 el fecundo y originalísimo autor inglés Neil Gaiman. Mucho se ha escrito sobre esta exitosa colección que se ha convertido sin lugar a dudas en un clásico indiscutible del cómic fantástico y de terror, pero que va mucho más allá de estos géneros. Una familia de dioses conocida como los Eternos —siete hermanos: Destino, Muerte, Sueño, Destrucción, Deseo, Desesperación y Delirio— generan una serie de historias y una mitología personal donde el lirismo se combina con lo grotesco y lo terrible. A lo largo de más de mil páginas — con Sueño, el tercer hermano, como protagonista— los argumentos se mezclan en una maraña ecléctica con innumerables referencias a universos de ficción de lo más variopinto. Encontramos homenajes y alusiones al universo DC, a los clásicos de la literatura de terror, A Chesterton, a Poe, a Lewis Carroll, a Shakespeare. El Arenero (otra forma de llamar a Sueño o Sandman; tiene varios nombres) interviene en episodios de la vida del emperador Augusto o de Marco Polo con la misma naturalidad con que se mueve por los entornos más legendarios y oníricos que la más libérrima y perturbada imaginación pudiera pergeñar. El desfile es tan excesivo y agotador como fascinante, créanme. Si quieren ampliar la información sobre esta creación inaudita, pueden encontrar análisis muy brillantes de Rodolfo Martínez, Ramón Flores o José Torralba. Pero lo mejor es que, si no lo han hecho ya, prueben a iniciarse en el mundo de Sandman. No lo lamentarán.

Neil Gaiman introduce a Orfeo en su mitología en el número 29 de la serie, Termidor, recogido en el recopilatorio Fábulas y reflejos. En estas páginas nos enteramos de que Sueño tiene un hijo, Orfeo, cuya cabeza está en manos de los revolucionarios franceses y cuya recuperación encarga el preocupado padre a una espía internacional inglesa, Lady Johanna Constantine. Esta la recupera, nada menos, que de las garras del mismísimo Robespierre. Se trata de una pequeña obra maestra donde la recreación en lo ominoso —cabezas decapitadas que se apilan en sótanos, cuerpos mutilados usados como títeres— da lugar a una pequeña reflexión sobre el poder, uno de los temas favoritos de Gaiman. El dibujo, bastante acertado, corrió a cargo de Stan Woch.

La historia del cantor tracio es retomada y desarrollada por completo en el The Sandman Special num. 1 de 1991, con dibujos de Bryan Talbot. Es un recurso habitual de Gaiman: introduce un motivo secundario en una historia sin dar más explicaciones y lo convierte en un argumento central más adelante. De este modo, produce sensación de unidad y a la vez se refuerza la noción de intemporalidad de los personajes principales. Orfeo vive en Tracia y es hijo de Oniro (4) (en este caso se usa el nombre griego de Sueño) y Calíope. La noche anterior a su boda con Eurídice tiene sueños premonitorios: se ve a sí mismo como una cabeza que flota en el mar y llama a su amada. A partir de ahí, Gaiman sigue de forma bastante ortodoxa la narración original, pero introduciendo pequeñas modificaciones que la insertan en su propia mitología. Como hemos dicho, el músico no es hijo de Eagro ni de Apolo, sino de Sueño y Calíope; siguiendo la versión virgiliana, Eurídice es mordida huyendo de Aristeo, que en este caso deja de ser un dios para adoptar la forma de un sátiro; a Orfeo le abren las puertas del Hades sus tíos Destrucción y Muerte, donde entona casi palabra por palabra la canción que evoca Ovidio en sus Metamorfosis:

Aquí el amor no os es ajeno, si todas las historias de raptos y pasión tienen algo de cierto…

Como en los clásicos, detiene con su música los suplicios de Ixión, Ticio y Tántalo, y embelesa a las Furias. Cuando está a punto de regresar, el guionista inglés añade un matiz propio: decide girarse en contra de lo que le han ordenado pues desconfía de Hades, quien le dejó marchar con la consabida condición y unas sonoras carcajadas.

Pero lo más interesante de esta versión es la relación de Orfeo con su padre. Sueño le ha negado su ayuda, pero el tracio no puede abandonar su obstinada esperanza y desprecia a su padre. Al final de la historia, el Eterno abandona la cabeza de Orfeo en Lesbos. El padre renuncia implacablemente al hijo y no se vuelve a mirar atrás. El sueño, que en otras ocasiones ha sido el refugio de la esperanza, destruye gélidamente las de su propio vástago. En esta ocasión, la mudanza no es posible.

La otra adaptación de la que les hablaba es la de Max, un reconocido y laureado dibujante e ilustrador mallorquín nacido en 1956, cuyo verdadero nombre es Francesc Capdevila. Sinceramente, aunque fuera capaz —y tuviera la intención, que no la tengo— de expresarme con alguna objetividad, creo que en esta ocasión no sería capaz de hacerlo en absoluto. Todos los de mi generación que hemos sido aficionados a lo que se dio en llamar cómic underground adoramos a Max.

Aunque había hecho cosas antes, en general todos lo conocimos en las páginas de la nunca suficientemente añorada revista El Víbora. Eran los tiempos de dibujantes como Nazario, Pons, Gallardo y Mediavilla, entre otros, y Max comenzó su andadura con las historietas neohippies de Gustavo, un disparate con aires ecologistas que resultó, a pesar de ello, bastante divertido. A continuación, creó a Peter Pank, versión desquiciada de la historia de J. M. Barrie y uno de los iconos contraculturales de la España ochentera. Sus historietas combinaban música punk, mundo Disney, porno, clásicos del terror, estética sado y mucho, pero que mucho, gamberrismo. Eran sin duda una primera muestra del eclecticismo referencial de Max, pero desbocado y anfetamínico hasta el clímax. Yo me compré una camiseta.

Mientras confeccionaba las aventuras de estos personajes, fue desarrollando paralelamente una buena cantidad de historias cortas donde expresaba sus muy variadas inquietudes literarias y estéticas. Sería lo que podríamos llamar la vertiente más mítica del dibujante y no cabe duda de que a lo largo de estas páginas la capacidad evocadora de Max llega a su máxima expresión. Fascinantes homenajes al cine negro —como Maracaibo o La confederación de las sombras— o al universo celta —véase, por ejemplo, El invierno no hecho sino comenzar— conviven con extrañas y originales mixturas, como el inolvidable Encuentro entre Lovecraft y Walt Disney. Estas historias las pueden encontrar recopiladas en los álbumes El beso secreto, La muerte húmeda y Mujeres Fatales. Entre los ámbitos de ficción que siempre han fascinado a este autor se encuentra también, cómo no, el mundo clásico. En este contexto encontramos su versión de Orfeo.

Corría el año 1994 cuando la Diputación de Sevilla y el Instituto Luis Cernuda decidieron organizar una exposición en torno a la figura de Orfeo. El catálogo resultante sería un libro bellísimo que se comercializó en las librerías con el nombre de Órficas y que firmaba el mismo Max. Recuerdo perfectamente el momento de encontrar esta joya por primera vez en la librería valenciana Futurama. Tenía veinte añitos y me quedé literalmente estupefacto. En este volumen se reúnen numerosas citas clásicas acerca del tracio, acompañadas con unas ilustraciones de nuestro dibujante realmente fascinantes. Creo que es lo más hermoso que ha salido de sus manos. O se acerca. Además de estos retazos literarios, que formaban parte de la exposición, podemos encontrar un breve relato acerca de la obsesión de un hombre por nuestro héroe, El texto de Epiménides, una transcripción bilingüe del libreto de la ópera de Monteverdi y la versión de Max del mito en forma de un cómic sutilísimo, inteligente y de una belleza estremecedora: Katábasis (5).

Esta narración empieza, como dirían los clásicos, in medias res. Orfeo ya ha descendido a los infiernos y la primera viñeta nos presenta la cabeza de un Hades gigantesco muy malhumorado. La razón de semejante cabreo es que el héroe ha turbado su sueño introduciendo el tiempo en su reino. El tiempo, el material del que están hechas tanto la música como la vida misma. El dios infernal accede por mediación de su esposa Perséfone a la consabida petición de vuelta a la vida de Eurídice, y el cantor inicia el regreso al mundo de los vivos guiado por unos misteriosos perros blancos que son sus interlocutores durante todo el camino. El regreso es hacia abajo porque, como le recuerdan los perros:

el infierno no es un lugar en el espacio; la geometría no tiene sentido aquí.

Cada uno construimos nuestro propio infierno. El de Orfeo es un bosque por el que le guían unos perros porque él lo ha creado así. O tal vez ha sido Eurídice la artífice y Orfeo está siendo soñado por ella.

El héroe no deja de dudar porque no oye a su amada. Eurídice no le responde a pesar de que la prohibición no incluía el silencio. Los perros alimentan la perplejidad del héroe:

el infierno es esto, Orfeo… mejor dicho este es tu infierno: la incertidumbre.

Duda de sí mismo, de Hades, del amor de su esposa. Tiene miedo al fracaso, a la burla, a que nada sea como antes… al cambio, al fin y al cabo. «¿Quién me ha traicionado?», exclama Orfeo, «¿Hades? ¿Eurídice?» Cuando llega a la puerta, no puede evitar girarse:

La vi un instante. La vi esfumarse y sólo quedó una lágrima suspendida en el aire. El traidor era yo.

La esperanza es la creencia en la posibilidad del cambio. Pero a los dioses y a los héroes les aterran las variaciones tanto como a nosotros. Esta parece ser la interpretación que tanto Neil Gaiman como Max hacen del mito; así lo entendió el noveno arte en el final del siglo XX. Ahora les toca a las siguientes generaciones construir su propio Orfeo. Busquen ustedes el suyo.

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1. En efecto, catábasis significa en griego descenso. La misma palabra infierno tiene una etimología que la relaciona con lo inferior, con lo de abajo. Como se explica aquí, esta noción generalizada del más allá como algo subterráneo se relaciona con la oscuridad que rodea al que se muere y con la costumbre de enterrar a los muertos.

2. No es que no existan referencias a Orfeo en la literatura griega clásica, pero todas son sesgadas o superficiales. Lo nombran como de pasada. Entre los autores helenos que hablan del tracio encontramos nada menos que a Píndaro, Aristófanes, Esquilo, Simónides, Platón, Eurípides, Fanocles, Apolonio de Rodas, Clemente de Alejandría, Estrabón o Diodoro Sículo, entre otros. Mención aparte merecen los Himnos órficos, que dan cuenta de la dimensión religiosa del héroe, de la que no trataremos aquí.

3. Para este episodio de la vida del héroe cantor, veánse las Argonáuticas de Apolonio de Rodas o las Argonáuticas Órficas, posteriores, en las que el tracio tiene mayor protagonismo.

4. En la mitología clásica también tenemos dioses del sueño: Hipnos (Sueño) es el padre de Morfeo, uno de los Oniros, responsable de nuestras ensoñaciones. Véase el libro XI de las Metamorfosis.

5. También se puede encontrar en el volumen Como perros! (La cúpula).

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