El hijo de Saúl (2015), de László Nemes
Por Jaime Fa de Lucas.
Gran Premio en Cannes, Globo de Oro a la mejor película extranjera, nominada a los Oscar… y tropecientos premios y nominaciones más. László Nemes, que trabajó con Béla Tarr –uno de mis directores predilectos– debuta en la dirección y rompe moldes con este relato sobre un “sonderkommando” en Auschwitz que a pesar de las dificultades de la situación pretende enterrar a su hijo. Una factura técnica excelente y unos recursos estéticos encomiables, no obstante, no todo son aciertos.
Lo más destacable, sin lugar a dudas, es el aspecto técnico y estético, heredero de los films de Béla Tarr. Si bien este último acudía a los planos-secuencia de más de diez minutos para, entre otras cosas, solidificar el tiempo y el realismo de sus narraciones, Nemes añade mayor antropocentrismo y claustrofobia, fijando la cámara en un sujeto y siguiéndolo a todas partes durante todo el metraje. Este recurso ya lo pudimos ver en su primer corto, With a Little Patience (2007), pero ahora llega con más fuerza. Cabe destacar la poca profundidad de campo y cómo, en casi todas las escenas, es el protagonista el único que aparece enfocado. Esa constante visual, centrada en un sujeto, puede resultar aburrida en algunos momentos, aunque Nemes intenta que el protagonista tenga mucho movimiento y el relato resulte muy dinámico.
Profundizando en el apartado técnico, la película está grabada en una relación de aspecto 1.375:1, es decir, la imagen es cuadrada, más estrecha que el rectángulo habitual. Esto potencia la claustrofobia y la angustia que ya de por sí transmiten el campo de concentración y la perspectiva centrada en un sujeto. El desenfoque del entorno representa la ceguera de Saúl ante la tragedia que le rodea y remarca su objetivo individual: enterrar a su hijo, mantener el lado humano así como la tradición judía a través del ritual del entierro. También habría que subrayar las técnicas de sonido, tanto por la distribución espacial del mismo –algo que quizás sólo se pueda apreciar en el cine o con un buen equipo– como por las diferentes capas que acompañan a la acción.
Me parece una película excelente, sobre todo en lo referente a la técnica y a las elecciones estéticas, pero tiene algunos problemas a nivel narrativo. Desde el punto de vista de la verosimilitud, da la sensación de que el protagonista tiene demasiada libertad para moverse por el campo y no resulta del todo creíble, de hecho, contrasta con la claustrofobia que generan los otros recursos. Por otra parte, hay momentos en los que el hilo se difumina o los diálogos son vagos y no quedan muy claras ni las acciones de los personajes ni sus motivos.
El final es potente, pero desencadena una serie de reflexiones bastante espinosas. Mi opinión –ojo spoiler–: la primera imagen aparece desenfocada hasta que el protagonista entra en foco, así, parece que la tradición judía “entra en foco” a través del holocausto. La última escena muestra cómo el protagonista, antes de ser acribillado a tiros por los nazis, ve a un niño y sonríe, y después la cámara se olvida de él y sigue al niño. La última escena desajusta nuestra percepción, pues hemos asistido a un relato en el que la cámara se centra en un sujeto, pero al final se desentiende de él y sigue a otro. El protagonista ve en el niño la continuidad del espíritu judío –algo que pretendía conservar a través del entierro–, y esboza su primera sonrisa. Por tanto, la cámara sigue al espíritu, no a la carne. El desenfoque del entorno del holocausto muestra la preocupación de Nemes, a través de la ceguera del protagonista, de mantener el espíritu de la tradición judía. No se trata de recordar el holocausto o los testimonios de las víctimas, como suele ser lo habitual, sino de enfatizar la transmisión y supervivencia de la fe judía.
Siguiendo la línea del párrafo anterior, para rechazar la subjetividad y acogerse a lo objetivo, Nemes rompe constantemente el punto de vista subjetivo. Plantea escenas en las que a priori parece que la cámara nos da una visión subjetiva, desde los ojos del protagonista, como si viéramos lo que él ve, pero más tarde las desmonta, colocando la cámara detrás del protagonista, negando así lo que parecía una perspectiva subjetiva. Esto me parece un detalle de gran cineasta, ya que intensifica esa relación paradójica que establece la película entre lo individual y lo colectivo.
El resultado, para un espectador judío, es muy optimista: la tradición judía, a pesar del holocausto, no ha muerto, sigue viva, y lo importante es remarcar eso y olvidar las tinieblas del pasado. Lo problemático de todo esto es que la película la hace un señor en el siglo XXI, en un contexto en el que Israel, núcleo territorial del judaísmo, no ha sido del todo amable con sus vecinos, desarrollando una conducta cuanto menos cuestionable. Desde ese punto de vista, la supervivencia de la tradición judía tiene un precio que algunos no querrían pagar.
Añado este párrafo para comentar lo previsor que es el director húngaro. Nemes no es tonto y sabe que una película de esta temática es fácilmente financiable gracias a las fundaciones sensibles al holocausto y pro-judías. Además, seguro que ha tenido en cuenta la omnipresencia judía en las altas esferas estadounidenses de cara al futuro –Globos de Oro, Oscar…–, de hecho, algunos periodistas americanos mencionan algo similar. No tengo la menor duda de que ganará ambos premios, el primero ya lo tiene.