“El alcalde de Zalamea”: vigorosa lucha de clases en un gran trabajo coral

Por Horacio Otheguy Riveira

Algo grande, insólito, fantástico: El alcalde de Zalamea renueva su energía consiguiendo que el protagonista conmueva, pero en un contexto de drama coral donde todos, aliados, víctimas y enemigos resultan imprescindibles. Una danza de matices perfectamente calibrados permite disfrutar, momento a momento, de todas las historias cruzadas que giran en torno a un hombre honesto que se enfrenta a la tiranía de los poderosos.

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Primero y principal: resulta modélica la adaptación de Álvaro Tato, capaz de enriquecer a Calderón depurando el lenguaje, haciéndolo más cercano a nuestro tiempo en ritmo y contenido, recortando excesos y a la vez respetándolo en una dimensión sumamente atractiva, ya que reduce, ajusta, mejora los largos textos (tan proclive Calderón al monólogo por encima de las situaciones) y modela la riqueza de los personajes en gran armonía con la dirección de Helena Pimenta, quien logra que cada personaje aplique su energía con tan deliciosos matices que a nadie se echa de menos en escena, ni siquiera a los personajazos de Pedro Crespo (Carmelo Gómez, inmenso y modesto, gran actor de cine aprendiendo día a día en su denodado amor por el teatro) y Don Lope de Figueroa (experimentado, grandioso Joaquín Notario, maestro mítico del CNTC lo mismo en papeles protagónicos que secundarios): entre ambos las escenas más logradas en cuanto a la dialéctica de las clases sociales a las que cada uno pertenece, pero a su alrededor, por encima y por debajo, como perlas de un collar de incalculable valor, todos los demás.

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Clara Sanchis (La Chispa): única mujer compinche de soldados, una más en la bravía soldadesca, dada a la alegría con fuerza inusitada.

 

Admirable Chispa de Clara Sanchis: muchacha ruda y saltimbanqui en la soldadesca donde es un hombre más que, sin embargo, brinca de alegría cuando confiesa que está embarazada (gran creación de una bufona jacarandosa con un cuerpo de goma y una voz que hace temblar cualquier enredo). A su lado, Rebolledo, su compañero a todas horas, el pobre soldado que siendo el rey de los pícaros es también víctima de su amo (una vez más, David Lorente tiene una gracia excepcional para la creación de lo tragicómico).

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Cuatro grandes en los primeros días de ensayos (de izquierda a derecha): Rafa Castejón, Jesús Noguero, Joaquín Notario, Carmelo Gómez.

 

El hijo de Pedro Crespo encuentra en Rafa Castejón un intérprete capaz de adaptar voz y cuerpo para “ser” el hijo siempre respetuoso y solidario. Junto a Carmelo Gómez consigue encuentros  emotivos de gran belleza: qué gusto da ver a padre-hijo ligados al servicio del rey, ante la tragedia de una guerra, en la soledad devastadora de pertenecer a un estrato social despreciado.

Jesús Noguero compone al peor de los oficiales con inusitada maestría (sobre todo le recuerdo interpretando a variedad de sufrientes, cercanos al drama romántico). Es aquí el personaje que en las antiguas representaciones era insultado por el público y debía salir de los teatros bajo protección. Responde al abanico de arquetipos malvados que dicen repeler de aquellas mujeres de baja extracción, “las que no son damas”, hasta que es deslumbrado por la posible caza y captura de una de esas.

Toda su altivez se recompone y avanza con el avasallamiento acostumbrado en un militar cuando descubre que hay una muchacha virginal protegida por su padre, así que ha de desplegar sus alas de ave de presa hasta romper las barreras y dar alcance a la desdichada, mientras se autoengaña con amorosas declaraciones que le empujan a rapto, violación, fuga y caída definitiva. Todo este proceso tiene en Jesús Noguero a un intérprete prodigioso, ya que es el único personaje de la función con un desarrollo tan complejo, rompiendo el mero estigma del perverso.

Cada interpretación se ha medido de tal manera que el juego intrépido que compuso Calderón de la Barca se presenta aquí y ahora con un poder cautivante bien nutrido de inteligencia, refinamiento escénico y claridad ideológica.

Si el autor cierra la obra con la generosa participación del rey Felipe II es porque aprovecha la leyenda blanca de un poderoso con capacidad de bendición de una rebelión como la de este alcalde que rompe la baraja de la jerarquía militar. Cuando se estrena esta obra, en 1680, aproximadamente, Felipe II hacía mucho que había muerto. En esta versión no se le nombra, sólo aparece con apariencia bastante juvenil, bien dispuesto a dejar para el saludo final de toda la compañía una alegría desbordante en el triunfo de la justicia (aunque la joven violentada permanezca en un convento a buen recaudo del implacable poder masculino y su derecho de pernada; y, curiosamente, poco después el propio autor abandonará el teatro y el mundanal ruido entregándose al sacerdocio).

Este Alcalde de Zalamea ofrece muchas visiones, todas muy ricas, en un contexto escenográfico de notable austeridad, como una gran pista por la que personajes y situaciones se mueven con gran libertad. A la manera de un musical sui generis en el que, cada tanto, una pareja cómica quita el hipo: el señorito remilgado que se sueña conquistando a la jovencita rubia, soltera y sin compromiso (Francesco Carril: graciosísimo sumum de lo pijo) con un criado famélico que delira por llevarse un mendrugo a la boca (Álvaro de Juan: contrapunto humorístico muy sobrio junto a un amo amanerado).

La afinada combinación de drama, humor y tragedia se ve acariciada por una banda sonora muy cuidada, muy medida, a su vez “tocada” mágicamente por una cantante excepcional que aporta en varios momentos un grado de lirismo conmovedor: Rita Barber.

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Una reunión de veteranos del teatro clásico y un casi novato como Carmelo Gómez (en su haber, sólo dos Lope de Vega: El caballero de Olmedo, dirigido por Miguel Narros, y en cine El perro del hortelano, dirigido por Pilar Miró) que consigue un dominio escénico impactante.

Como impactante es ver a la “niña” Nuria Gallardo, toda la vida sobre los escenarios y componiendo difíciles personajes en los Estudios 1, gateando y haciéndose mujer entre grandes autores con ya larga carrera, y ahora un tour de force extraordinario en un monólogo brutal, uniendo muchas partes complejas a través de un lenguaje riquísimo, y la angustia terrible de una joven ingenua, humillada en una violación que es un signo de actualidad, especialmente ligado al poder de los militares.

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Se cumplen 30 años de la creación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, y comienza nueva etapa en su sala original, el Teatro de la Comedia. Para quien se moleste en buscar con la mirada, verá en un palco al forjador de esta empresa llena de éxitos, cada vez más internacionales: el gran Adolfo Marsillach que disfruta con su sonrisa irónica, su mirada luminosa, y el audaz talento de uno de los mayores hombres de teatro en lengua castellana. Ya no busca conversación. Desaparece cuando llueven los aplausos y reacomoda su legendario divismo para volver a aparecer al día siguiente y seguir aprendiendo de las nuevas generaciones.

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Helena Pimenta, responsable de la puesta en escena, y directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico.

El alcalde de Zalamea

Autor: Pedro Calderón de la Barca

Versión: Álvaro Tato

Dirección: Helena Pimenta

Ayudante de dirección: Javier Hernández-Simón

Intérpretes por orden de intervención:

David Lorente, Pedro Almagro, José Carlos Cuevas, Clara Sanchis, Jesús Noguero, Óscar Zafra, Francisco Carril, Álvaro de Juan, Alba Enríquez, Nuria Gallardo, Carmelo Gómez, Rafa Castejón, Joaquín Notario, Egoitz Sánchez, Alberto Ferrero, Jorge Vicedo, Karol Wisniewski, Blanca Agudo, Rita Barber.

Coreografía: Nuria Castejón

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Adolfo Marsillach (1928-2002), fundador de la Compañía hace 30 años.

Lucha escénica: Kike Inchausti

Selección y adaptación musical: Ignacio García

Iluminación: Juan Gómez Cornejo

Escenografía: Max Glaenzel

Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC)

Teatro de la Comedia hasta el 20 de diciembre de 2015.

REPOSICIÓN:

Teatro de la Comedia del 3 al 29 de enero 2017.

 

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