Oscuro y triste «Burlador de Sevilla», según Darío Facal
Por Horacio Otheguy Riveira
El mito de Don Juan Tenorio del siglo XVII en este siglo XXI, con una vocación estridente que rechaza la envolvente seducción del texto original. Una apuesta arriesgada en busca de una nueva manera de ver la seducción, pero ésta se resiste a aparecer.
La temporada pasada Juan Mayorga adaptó el romántico Don Juan Tenorio que estrenara José Zorrilla en 1844, y Blanca Portillo la dirigió con un intento de desafío desafortunado, peleándose con autor y personaje. Aquella fallida aventura contaba con indudables elementos sueltos de interés como, por ejemplo, una escena erótica insólita en la que el implacable seductor se prepara para tumbar a una novicia que, sin embargo, le paraliza con su insólito desafío. En la versión Mayorga/Portillo es la dulce muchacha la que se ofrece en un desnudo integral sin el menor pudor, capaz de coronar las gimnásticas posesiones de Don Juan en un ritual de puro encanto placentero… ante el cual se mostrará impotente.
Resulta lógico que los mitos teatrales vayan encontrando sus creadores desafiantes al paso del tiempo, deseosos de bajar del Olimpo a los sacrosantos personajes, mientras la mayoría del público les sigue admirando, cuestionando, adorando y criticando, pero en un vaivén de necesidad que perdura en el tiempo.
Así viene sucediendo desde la última posguerra mundial en todas partes, desde los clásicos griegos hasta Shakespeare. En España hay magníficos ejemplos de transgresiones que profundizan en el original, reestructurando las tradicionales versiones como sucedió en 2002 con El perro del hortelano en versión de Emilio Hernández con dirección de Magüi Mira, creadores de un musical potente con una gran cama en el centro del escenario, en el centro de la historia. Erotismo, pasiones desbocadas con melodrama y gran sentido del humor, excelentes intérpretes (inolvidable Clara Sanchis) y los versos de Lope de Vega intactos, frescos, fulgurantes. De manera que no se trata de oponerse a toda revisión, sino de valorar la trascendencia o empobrecimiento que se produzca en cada caso.
Ahora, el Teatro Español dirigido por Juan Carlos Pérez de la Fuente le ha encargado a Darío Facal este Burlador de Sevilla amasado con la misma estética empleada la temporada anterior con Las amistades peligrosas en Matadero: ambas en un escenario desnudo de escenografía clásica, embarullado y desprolijo, con los actores deambulando con ropas de época, a menudo anacrónicas, entre cables de micrófonos antiguos, nada de inalámbricos, pues con algunos músicos detrás todo parece apuntar a un concierto que sólo se produce a ratos. [Curiosamente, grande ha de ser la admiración de Pérez de la Fuente por este director porque también le ha encargado «Sueño de una noche de verano» para Matadero, en 2016].
En efecto, los micrófonos continúan sirviendo a un tono más de mitin que de teatro intimista y de aventuras de espadachines, y lo poco que se canta va ligado a una panorámica musical que se quiere nutrida de mestizaje, pero sólo resulta embarullada: rock, música popular hispanoamericana, un número de flamenco y música ambiental de aires clásicos: es el estado de confusión en que se mueven estos personajes que querrían estar volcados en el placer de manera arrolladora y pansexual, con momentos de orgías bien servidas, y un epílogo en el que se amontonan los cuerpos desnudos de toda la compañía, encimados en el último ritual donde los deseos carnales ya no importan, ya no tienen fuerza ni necesidad de tenerla.
Lo que podría ser un ejercicio de réplica pagana al erotismo místico del clásico (de cuyo texto apenas quedan retales, y muchas vaguedades y reiteraciones por parte del adaptador-director) se convierte en un triste periplo de gente que abunda en el quiero-y-no-puedo: las escenas eróticas tienen algunos momentos de desnudos integrales que apenas se distinguen, más bien se adivinan, y hay simulacros de actos sexuales fríos sin alegría ni melancolía, anodinos; pero todo ello cubierto por un manto de censura difícil de comprender en estos tiempos: con velos o trajes que esconden más que exponen, con luces que se empeñan en ocultar lo que podría dar forma y color para que este Don Juan Tenorio (el primero de la historia del teatro escrito entre 1612 y 1625) obtenga el duro castigo divino por haber sido tan licencioso.
En la obra original se llega al castigo sin perdón (al revés del Tenorio de Zorrilla, donde tras la muerte se le perdona por amor), después de unas temporadas de júbilo infinito, de seducciones simpáticas, cínicas, bárbaras o muy tiernas, todo un devenir de pasiones que aquí no existen porque los actores están demasiado ocupados en no tropezar con lo cables de unos micrófonos innecesarios en un ambiente que no es del siglo XVII ni de este. Podría tratarse de un barullo cargado de poesía o de tragedia entre jóvenes y maduros en busca de un placer que no consiguen, pero se queda en un experimento de dos horas que tiende más al abuso de teorías de café que a la representación del placer desbocado.
El burlador de Sevilla
Autor: Tirso de Molina
Versión y dirección: Darío Facal
Ayudante de dirección: Javier L. Patiño
Intérpretes: Agus Ruiz, Marta Nieto, Álex García, Emilio Gavira, Eduardo Velasco, Luis Hostalot, Rebeca Sala, Rafa Delgado, Manuela Vellés, David Ordinas, Alejandra Onieva, Diego Toucedo, Judith Diakhate
Diseño de vestuario: Ana López Cobos
Composición musical y espacio sonoro: Álvaro Delgado (Room 603)
Diseño de audiovisuales: Iván Mena Tinoco
Diseño de iluminación: Manolo Ramírez
Espacio escénico: Thomas Schulz
Lugar: Teatro Español
Fechas: 1 de octubre al 29 de noviembre de 2015
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