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«La ola»: la irresistible seducción del totalitarismo

Por Horacio Otheguy Riveira

Una y otra vez se repite con diferentes fórmulas aquello que reveló Shakespeare en «Julio César»: el surgimiento de líderes que se erigen en salvadores de la mayoría, a fuerza de manipular sus emociones primarias. La ola es una función libremente basada en un experimento real con un reparto de jóvenes intérpretes con mucho talento.

 

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Todo va del caos al orden disciplinario, de la oscuridad a la luz montando en el brioso corcel de las preguntas que se hacen los adolescentes de un instituto y a su vez hacen a su guía: ¿Por qué surge el nazismo con tanto ímpetu en una población que cambia de opinión con facilidad, aceptan las nuevas reglas por salvajes que sean, y cuando todo acaba y se muestra la miseria física y moral en que ha quedado Alemania, nadie sabía nada, todos son inocentes?

Desde luego esta representación no responde a esta pregunta, ni a todas las que se desprendan de ella, pues se limita a ilustrar, durante dos horas y cuarto, cómo se puede manipular la voluntad de jóvenes muy inteligentes y convertirlos en sumisos «soldados» de un régimen despótico al que se aferran con pavorosa necesidad.

Necesidad de apoyo, de creer en algo ciegamente, de apoyarse en una verdad absoluta sin capacidad de autocrítica, en un humano dios —en definitiva— que diga adónde ir, por dónde ir, y que no permita la menor contradicción.

El dramaturgo Ignacio García May escribió el texto basándose en la real experiencia en Estados Unidos en 1967 de un profesor que intentaba explicar con un ejercicio comunitario —su clase de historia más brillante— cómo se pueden «cegar» las posibilidades sociales, el talento natural y adquirido, y la propia ideología imperante en tiempos de Lyndon B. Johnson y su guerra sobre Vietnam, dando pie al Movimiento de «La tercera ola» con resonancias hitlerianas.

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El resultado es muy pobre como texto dramático porque se sostiene en una única situación con escasos matices, pocas resoluciones individuales, y una labor de equipo brillante desde el punto de vista actoral, pero muy poco desarrollada escénicamente (demasiado grito, demasiada repetición de enfrentamientos obvios…) y menos aún en lo ideológico, pues al concentrar todo el final en el nazismo como predominio de totalitarismo contra el que luchar me parece algo realmente elemental, más aún teniendo en cuenta que la versión es libre, o sea sin ataduras sobre lo que ha sucedido en la realidad, pudiéndose permitir el autor unas sugerencias más ricas, de contenido menos convencional.

Hoy en día, numerosos trenes recorren países cargados de miserables atrapados en la peor de las miserias en busca de alguna salvación, para caer en campos de concentración modernos en las grandes urbes. No hace falta limitarse al horror nazi que, además, basó su potencia en una arrolladora maquinaria militar para dominar el mundo.

Resulta curioso que este tema no se haya potenciado, ya que la propia historia parte del abuso de poder de un gobierno democrático en Estados Unidos, lo mismo que vemos ahora mismo en numerosos casos de absolutismo tremendo con la excusa de «democráticas» mayorías absolutas.

Las democracias permiten cambios, en teoría. El abuso de poder, el terrorismo de estado, son constantes de cualquier sistema político fácilmente manipulable. Esta obra se limita mucho en su recta final, lo cual empobrece el debate ideológico de un teatro eminentemente político, que utiliza —y utiliza bien— el cuerpo, la ansiedad, la necesidad de afecto y protección de jóvenes insolentes necesitados, inconscientemente, de un orden y una disciplina que cuando la tocan la defienden con ferocidad.

 

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 Lo más valioso: el esfuerzo de los siete jóvenes intérpretes, cada uno realizando una composición sobresaliente de perfiles a veces muy leves, demasiado superficiales. Un gran trabajo en equipo, por momentos de una creación coral que parece coreografiada de lo bien estructurada que está, con qué buen ritmo y vocalización general.

Todos son dignos de admiración, aunque el texto sólo permite mayor lucimiento en los dos personajes más desarrollados, a cargo de David Carrillo, admirador de padre militar, vitalmente emocionado ante la posibilidad de «ser» su propio padre hasta que entra en conflicto con esa imagen; y Carolina Herrera en Wendy, con momentos humorísticos muy eficaces, pero también un juego tierno de niña que se resiste a crecer.

Especial mención para la tarea de Jimmy Castro (el muchacho de raza negra) que asume con gran prestancia una de las escenas más dramáticas y mejor logradas de la representación.

Por su parte, Javier Ballesteros es el rebelde que también asume la necesidad de integrar el equipo, aunque desprecia su masificación. Ignacio Jiménez es el exitoso deportista con muchos prejuicios que termina «fundiéndose» en el grupo con facilidad. Alba Ribas, la apasionada por la lectura en un ambiente familiar conflictivo. Y Helena Lanza ha de asumir un doloroso viaje del éxito al fracaso, dentro de la propia maquinaria.

Xavi Mira es el profesor, un papel muy agotador, verborreico a más no poder, muy gritado y con muy pocos matices. Su gran esfuerzo se ve a menudo lastrado por un texto que frena el vuelo creativo, la imaginación, en exceso aferrado al circuito del aula.

La Ola

Texto: Ignacio García May

Idea y dirección: Marc Montserrat Drukker

Ayudante de dirección: Toni González

A partir del experimento real de Ron Jones

Escenografía: Jon Berrondo

Vestuario: María Araujo

Iluminación: Albert Faura

Video: Xavier Bergés 

Lugar: Teatro Valle Inclán. Centro Dramático Nacional

Fechas: Del 30 de enero al 22 de marzo de 2015

Encuentro con el público:  sábado 21 de febrero al finalizar la representacion. Entrada libre, hasta completar aforo.

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