Retrato de familia (sin branquias)
Por Carmen Garrido
Esta raza fin de siglo podría mirar hacia atrás, mientras hunden sus barquitos de merluza en la sopa matriarcal:
“Acuso a mi padre de hibernar como los peces en invierno, en esos lagos nevados que solidifican materia y hombre. Acuso al padre de renunciar a la sangre o de derramar su semen en campo ajeno y tierno para no sentirla correr, de estallarle el infierno entre las piernas y no llenar de agua el caldero hirviente. Acuso al padre de no jugar las cartas de la nobleza y de escalar baldíos de las antípodas, como si un lugar así te hiciera más hombre. Acuso a mi padre de usar la pelvis a beneficio de la soldadesca, que le desarma el juicio en la cabeza y le hostiga a caminar por los parques buscando presas. A los apetitos, mi padre les responde soñando con aborígenes y catamaranes, cocodrilos y marsupios, frunciendo la boca y alisándose el cabello como si en el gesto pudiera eliminar las ofensas que abrigan su espalda.
Acuso a mi madre de heredar la inteligencia y poder diseccionar la obra de Diderot, sin mirar nunca hacia los lados. Acuso a mi madre de no mirarse al espejo para poder reír y comerse a dentelladas todo lo que él no le dejó ser”.
Y así, Gabriel Law (Jorge Muriel) podría maldecir a toda su ralea mientras sigue los pasos de su progenitor, Henry Law (Pepe Ocio) por territorio australiano, dejando atrás el aliento a whisky y a hartazgo de la madre (Pilar Gómez y Consuelo Trujillo), esa mujer dura, reseca, especie de libro viejo y de segunda mano de lo que una vez fue. La madre con tuétano al que no se puede llegar, los ojos azules que nunca mecieron la cuna porque le quebraron la inocencia las perversiones ajenas de Henry, el patrón de los impulsos. El niño Gabriel, el joven Gabriel, el adulto Gabriel no sabe que las indignidades de los hombres maldecirán a sus descendientes, convirtiéndolos en hombres que huyen de la desgracia o de los lugares sin futuro. Los descendientes de Henry y Gabriel estarán condenados a buscarse mutuamente, por aquello del saberse, del completar un árbol genealógico que sobrevivirá a diluvios y monzones. La semilla negra que plantó Henry Law, oculta y malnacida, está dotada de una pavorosa universalidad: habita los pisos del Upper East Side, del Borgo Pío, se pasea por el Raval, los suburbios de Adelaida, las favelas de Río, las villas miseria de Buenos Aires. Y pisa Camden, donde moraba el inocente Gabriel. Y pisa Soweto, donde nacen líderes. Allá donde se prodiguen las pelvis, existirá ese hielo negro que se desparrama sobre el ADN de una familia. Y del que nadie quiere hablar.
Los deseos incontrolables del patriarca de esta saga planearán -y maldecirán- a todos los que se relacionen con él, directa o indirectamente. Gabriel, un Jorge Muriel que encarna fantásticamente a la raza de los soñadores, recorrerá el mismo camino que su padre, ese hombre de suaves maneras, cabeza práctica y continente que desborda contenido interpretado por un Pepe Ocio que esculpe cada uno de los prismas del personaje. El hijo se preguntará por qué Henry abandonó a la joven Elizabeth, amada por su perspicacia y su cabeza cuasi germánica y convertida por el asco en una mujer borracha, frustrada, devota del herir y de la palabra precisa, una Consuelo Trujillo que mastica el verbo para llegar a la diana de los traumas filiales: artera, afilada.
Deben estar malditas estas cuestiones de la sangre y de querer rellenar la mitad de ese ADN que no contesta y que envía postales con atardeceres ardiendo. Porque saber quién es aquél que te trajo al mundo implica, la mayoría de las veces, el derribo de la utopía, la violación de las imágenes soñadas de ternura y padre narrador de historias. Supone enterrar al dios y ascender a los cielos del infierno.
En un territorio donde el diluvio es universal en los interiores humanos, Gabriel hilará su vida con Gabrielle York (Ángela Villar y Susi Sánchez). Nombres arcangélicos que se entienden entre ellos. Alcanzará ensenadas, calas y precipicios donde las huellas paternas acuchillaron la semilla de otros hombres, sembrando tumbas y demencias. Ángela Villar se viste de libertad, de deseos de huir de la nada, de juventud preciosa a lomos de la música del mejor enamoramiento: el que no te permite conocer demasiado al otro. Con los años, la dulce Gabrielle virará 360 grados y se convertirá en el espectro-espíritu, esbelto, desamparado frente a la atrocidad del no saberse que se materializa en la maravillosa Susi Sánchez.
En esta lluvia del australiano Andrew Bovell (1962, autor de Babel, An Ocean out of my window, Ship of Fools o After Dinner), mientras los pescados caen del techo, los hilos de la desgracia se prenden alrededor de la mesas que las mujeres habilitan para la presa cazada. Al mismo tiempo, los hombres escapan de sus furias o de sus hastíos para meter la cabeza en el desierto, fascinándose con auroras australes, mientras dejan de mirar sus interiores alicatados de miseria.
Hasta el juicio final, las trompetas deben afinarse, así que esta saga, que desembocará en otro fugitivo York (Ángel Savín) -también Gabriel de nombre, maldición repetida- y en el peregrino Andrew (Borja Maestre) deberá atravesar más de un siglo para encontrar el quid que le deparó un destino en Australia, un choque frontal a 140 km/hora, una mujer devoradora de cenizas, siete postales poéticas, el zapato de un niño perdido o una enciclopedia francesa. En medio de todo ese viaje, un nombre en masculino singular, sinónimo de bondad, el único salvador de mujeres: Joe Ryan (Felipe García Vélez). Al final, entre las cuatro patas del Matadero, una trama tan perfectamente tejida, tan universal que podría retratar la hediondez, la melopea y la negrura que anegan el fondo de cualquier familia.
Nueve actores plenos, una dirección casi escenográfica, donde los pasos de baile están perfectamente dirigidos por Julián Fuentes Reta y un texto que les implicará directamente. Porque cuando Kafka le escribía epístolas a su padre, todos sabíamos de lo que hablaba: la dureza, el cinturón, la crueldad, la rigidez. Pero cuando el Gabriel Law de Andrew Bovell inquiere al padre ausente, nada será tan obvio. A veces, no hay nada más cruel que la verdad familiar, que casi nunca nos hace libres.
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