Diario de una estudiante en París: la prensa en una geografía urbana dispar
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
París se despierta escondida tras una grisácea neblina; una inquietante y espesa atmosfera ralentiza la siempre nerviosa ciudad. En el boulevard Jourdan apenas circulan coches, los dos carriles permanecen vacíos durante largos minutos, mientras los peatones cruzan indiferentes a las señales del semáforo, convertidos –como diría Gómez de la Serna– en meros pisapapeles de la ciudad. La portada de Libération advierte el exceso de polución que amenaza la ciudad, desacostumbrada a una tan prolongada ausencia de lluvia. La torre Eiffel preside la portada: sin color ni luz, envuelta en un halo grisáceo propio de las fotografías de principios de siglo, el monumento insigne de la capital se convierte en metáfora de la imponente opresión que, desde el silencio, redirige el itinerario de los ciudadanos. Libération, Le Monde o Le Parisien abren sus páginas con el aviso de la gratuidad de los medios de transporte: durante tres días, los parisinos podían utilizar el transporte público sin preocuparse de comprar billete, motivo por el cual se solicitaba, desde la Maire de París y a través de los distintos medios de comunicación, a los conciudadanos que dejen, al menos por unos días, el transporte privado. Los coches y las motos no tardan en ocupar los bordes de las aceras y los vagones del metro en llenarse, la ciudad responde al llamamiento.
Esa misma mañana, en la residencia, un cartel advierte que no está permitido escribir opiniones personales en las páginas de la prensa que se ofrece gratuitamente. En el cartel de aviso, la ausencia de un pronombre, amplia los márgenes de la prohibición: “¿acaso no podemos hablar de política durante el desayuno?”, se pregunta uno de los compañeros de la residencia; “no, se trata sólo de no escribir comentarios en la prensa”, responde otro, tras una lectura más atenta: “hay un error, falta un pronombre, pero esto no quiere decir que no podamos hablar de política”, además, añado, “esto es Francia, aquí la libertad de expresión es un derecho que, desde finales del XIX, nadie pone en duda”. Mi comentario me delata, todavía llevo demasiado poco tiempo en París: “aquí los funcionarios saben muy bien que de política no se habla”, me comenta una chica que, desde hacía dos años, trabajaba en la capital: “aquí, el funcionariado no critica la política, esos debates se circunscriben al ámbito más privado, aquí, como en Inglaterra, se habla del tiempo”. Pocos días antes de llegar a París, en España el director de un periódico había sido cesado, mientras que en Francia los periodistas de Libération reivindicaban su independencia frente al grupo accionista a la vez que reclamaba unos salarios dignos que reconocieran el trabajo periodístico de la plantilla: “Nous sommes un journal”, había sido el lema con el cual, la redacción, había abierto el periódico pocos días antes de mi llegada. Libération era un periódico, no era un restaurante, un plató televisión, un espacio cultural o un bar; la reivindicación de los salarios era, al fin y al cabo, la reivindicación de una profesión y de su ética, de su autonomía ante el socio capitalista. Mientras en España habían bastado pocas horas y algunas llamadas de teléfono para destituir el director de uno de los periódicos con más relevancia y con mayor número de lectores, aquí la redacción del periódico fundado en 1973 por Jean Paul Sartre había ganado la batalla, consciente que aquella independencia, definida por algunos como radicalismos, que la había caracterizado desde su primer número, ya había sido en parte perdida cuando en los años ochenta llegaron los primeros socios capitalistas.
En el RER ya no quedan sitios vacíos para poderse sentar, mientras en las calles los peatones gozaban de una inusual libertad. La pequeña fuente al centro de la normalmente concurrida Place Edmond Rostande había reconquistado su lugar de presidencia; frente al semáforo entre Saint Michel y Rue Soufflot nadie esperaba el verde, tan sólo algún autobús que, desde el Pantheon se dirigía hacia la Plaza y continuaba su recorrido costeando los jardines de Luxemburgo. Los turistas son los únicos que ocupan las terrazas de los dos bares que dan la entrada al tramo del boulevard que conduce directamente desde Luxemburgo hasta el Sena, donde los comercios de ropa y de alimentarios comparten acerca con las dos sucursales de la librería Gibert Joseph, cuyos estantes de libros de segunda mano anticipan a las pequeñas librerías de viejo que costean, pocos metros más abajo, la Rue des Écoles. La entrada a la biblioteca de la Sorbonne, en la estrecha Rue de la Sorbonne, me obliga a cruzar la plaza en la que se ensalza la histórica universidad y así a detenerme frente a los escaparates de la Libraire Philosophie, donde un gran número de libros de segunda mano comparten estantes con un selecto catálogo de libros ensayísticos de filosofía, desde la antigüedad clásica hasta los autores más reconocidos del pensamiento actual. La reciente edición en francés de la conferencia sobre hermenéutica que Michel Foucault dio Darmouth me detiene frente al escaparate más de lo debido, pues debo darme prisa si quiero terminar de consultar el libro de Louis-Sébastian Mercier acerca de las diferencias y los paralelismo entre Londres y Paris, dos ciudades que, escribe Mercier pocos años antes de la Revolución Francesa, “son tan parecidas y, por eso mismo, tan diferentes”. En la Sorbonne no entra cualquiera, los controles son férreos; conseguí que me dieran una tarjeta lectora, tras convencer a la administración que mi estancia de investigación de París requería poder acceder a la riqueza bibliográfica que se esconde entre esas paredes. “Esta tarjeta caducará en tres meses, después ya no podrás entrar”, me comentó la mujer que gestionaba mi permiso de acceso, mientras miraba con escepticismo los documentos que acreditaban mi estatus de doctoranda de la Universidad de Barcelona. “Usted no es de París”, me recordó con sardónico tono la mujer al darme la tarjeta, “así que sólo podrá consultar los libros aquí, pero en ningún caso podrá llevárselos para trabajar desde casa”, asentí con la mirada y le agradecer con insistencia una amabilidad que no me pareció tal. Ahora, poseedora de ese aval, aunque desde la periferia de quien no pertenece al selecto grupo de parisinos inscritos a la Sorbonne, estoy sentada en una de las innumerables mesas de madera que ocupan la inmensa sala dedicada a la literatura. Frente a mí el libro de Mercier, cuya lectura vuelto a postergar: me escondo tras la lámpara de mesa y con la discreción que ofrecen las nuevas tecnologías, fotografío aquella imponente sala en la que, seguramente, transcurrieron largas horas de estudio los autores que, a pesar de la madurez que mi edad me imponen, venero con completa ceguera.
El silencio que domina la sala todavía medio vacía, desaparece con la llegada, entorno a las doce, de grupos de estudiantes que, con sus ordenadores, ocupan las distintas sillas que habían permanecido vacías hasta el momento. Es entonces cuando comentarios a media voz, risas sofocadas y algún que otro móvil invaden la sala, donde la lectura y el estudio son solo un aspecto más de la vida social que allí, con impune indiscreción, se escenifica. Pocos minutos antes de las dos, la sala vuelve a quedarse vacía, mientras que en los soportales de la entrada, en la pequeña plaza interior de la biblioteca se llena de estudiantes: es la hora del almuerzo. Los bocadillos configuran el escenario, junto a las botellas de refrescos y los cigarrillos electrónicos, un renovado signo de distinción que ha conquistado al parisino de clase media. Los estudiantes, cuya elegancia en el vestir no deja de llamar mi atención, acompañan el café con espléndidos cigarrillos electrónicos, desde los cuales sale un vapor que pronto se difumina en el aire. No hay olor de tabaco, las colillas no ensucian el apedreado suelo; aquí, a diferencia de las otras bibliotecas de la ciudad, una impostada educación y elegancia se impone como norma. El elitismo de aquella plaza, de aquellos soportales, es un elitismo de clase, miro a mi alrededor y no encuentro nada de aquella efervescencia estudiantil, intelectual y política que, años atrás, convirtió París en un referente. Las voces de protesta que, días atrás había escuchado en rue Censier, en el recinto de la biblioteca Sorbonne Nouvelle aquí no tienen espacio. El discurso de aquella joven, subida a lo alto de las escaleras a la entrada de la biblioteca de Paris III, llamando a la movilización frente a las elecciones del próximo y reivindicando unos derechos cada vez más mermados reflejaba el nuevo mapa urbano de la París más reivindicativa. Los carteles electorales del Partido Comunista Francés o de los verdes, los anuncios de los debates organizados por Libération o las inscripciones reclamando los derechos de los inmigrantes, que ocupaban el otro día la entrada de la Sorbonne Nouvelle y que llenaban los pasillos de Paris VIII, situada en el conflictivo Saint Dennis, están ausentes de estas históricas paredes.
Cuando horas después, vuelvo hacia la residencia, la ciudad sigue manteniendo la obediencia de las primeras horas del día; en el cruce con rue Soufflot se escuchan unos gritos. La policía no ha dudado en detener el ya detenido tráfico para permitir la manifestación de un grupo de médicos que protestan contra los recortes en la sanidad pública, donde los colapsos son cada vez más frecuentes y las restricciones a los servicios cada vez mayores. “Aquí si no tienes papeles no tienes sanidad”, me dijeron al llegar a Paris, lo mismo que ahora se lee en unos de las pancartas reclamando el derecho a la sanidad para los inmigrantes. En París, la clase media-alta tienen seguros privados, todos aquellos que viven en los céntricos arrodissement acuden a la sanidad privada o concertada, pero ¿Qué pasa con quienes viven cerca del periferique?, ¿qué pasa con aquellos que viven fuera del periferique, la línea de demarcación que convierte y excluye del denominarse parisino? Cambia la geografía urbana, hay lugares donde no es necesario hablar ni alzar la voz, porque no hay nada qué reclamar; en ese mismo centro urbano donde el silencio impera, se imponen las voces que quienes, cruzando las fronteras urbanas, reclaman unos derechos para quienes la ausencia de papel les ha quitado también la voz, pero también para una creciente población para la cual no hay más alternativa sino el sistema público. En esta ciudad contradictoria, el silencio y el conformismo se imponen, pero no ganan la batalla, pues al fin de cuentas, y por raro que parezca a quienes como yo venimos de dónde venimos, el propio Estado, el mismo que recorta, paraliza una calle para permitir la libertad de protesta. Mañana un periódico lo contará con la independencia y la ausencia de medio de una redacción que sabe que, ante todo, “nous sommes un journal”.
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