Diario de una estudiante en Paris: las primeras horas
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Seis horas y media me separaban de París, seis horas y media que transcurriría en el último vagón del tren que, desde hace poco, une Barcelona con la capital francesa. Pocos minutos antes de que el tren comenzara a moverse por los raíles, sentada al lado de la ventanilla, fui finalmente consciente de que lo que comenzaba no era un viaje más, no iba a París como turista, iba para quedarme durante algunos meses. Era un viaje de estudio, un viaje para encontrar el porqué de mi tesis doctoral, el punto de partida de una investigación intelectual marcada por la ceguera de quien deambula a tientas entre ideas y proyectos. A la vez, ir a París era comenzar mi viaje literario, que siempre postergué y que, ahora, se vuelve ineludible; con las palabras de Pascal anotadas en mi agenda, «la última cosa que se encuentra al escribir una obra, es saber cuál será la primera que debe decirse», temo regresar con todavía más páginas en blanco, con borradores a medio escribir, con la conciencia de que el viaje literario no ha sido más que una ilusión que no me pertenece.
Las primeras horas en la capital francesa, las dediqué a perderme entre sus calles, cuyos nombres tan familiares se confundían en un trazado en el que no conseguía orientarme. Cogí la RER y bajé frente a los jardines de Luxemburgo, miré el mapa para situar la Sorbonne, donde quería dirigirme para solicitar un permiso para consultar su amplísimo catálogo. Una vez lozalizada, cerré el mapa, lo guardé en el bolsillo, y comencé a caminar por el Boulevard Saint-Michel; atrás dejaba el Palais de Luxemburgo, que se alzaba majestuoso frente al lago, entorno al cual se agrupaban turistas cámara en mano y unos cuantos parisinos que disfrutaban de un nublado día sin lluvia para correr entre los escondrijos del parque. Caminé algunos metros hasta dejar atrás los jardines, frente a mí se abrían amplias calles atestadas de coches, buscaba con la mirada los históricos muros de la Sorbonne, pero estos se resistían a aparecer. Fue al llegar al Boulevard de Montparnasse cuando me dí cuenta de que había caminado en dirección contraria; en mi error, me encontré con Auguste Comte y con Michelet que daban nombre a las pequeñas callejuelas que atravesaban el boulevard.
Decidí volver a andar los metros recorridos, pasé delante de la École des Mines de París, frente a la cual algunos jóvenes fumaban, enfrentándose en cada calada al viento gélido que apagaba, sin conmiseración alguna, sus encendedores. Llegué hasta la esquina con Rue de Sufflet, al fondo la cúpula del Pantheon se alzaba revestida de andamios; pasé de largo, ya habría tiempo para acercarme, y seguí hasta la Place de la Sorbonne. A los lados, tres cafés con sus terrazas llenas y librerías; me detuve frente a algunas de sus vitrinas: las novedades editoriales compartían escenario con algunas viejas ediciones; la narrativa dejaba su perenne protagonismo, a los ensayos y la colección Paradoxe de Editions de Minuit ensombrecía, por un momento, a las obras literaria de Seuil. Una hora más tarde, ya tenía en mis manos el carnet para poder entrar en la biblioteca de la Sorbonne, cuyo inmenso catálogo competía en infinitud con la babélica biblioteca de Borges: las nomenclaturas, las referencias y los innumerables autores cuyos nombres todavía desconozco se reúnen entre mis notas en un intento vano de dar orden a aquello que, de por sí, no puede tenerlo. Todavía es pronto para perderme entre los anaqueles, todavía no he escogido el libro a partir del cual tirar del hilo que, aleatoriamente, guiará la investigación para mi incipiente y, todavía, informe tesis doctoral. Decido, por tanto, volver a perderme en el callejero de París; me quiero imaginar como el flâneur de Baudelaire que miraba con añoranza el París desaparecido tras la reforma Haussmann. Camino por sus calles emulando el caminar crítico y observador del flâneur de Benjamin en la ciudad capital y del capital, de la masificación y de la producción en serie. Los síntomas diagnosticados por Benjamin hoy son heridas lacerantes, ya no sólo en París, que ha dejado de ser aquella capital del XXI, sino en la mayor parte de las ciudades occidentales, convertidas en un relato fantasmagorías, pues, como ya advirtió Adolf Loos desde Viena, la ciudad es el escaparate de vanidades, de fútil ostentación en el intento de ocultar en barrios y calles marginales la realidad incómoda. La ciudad, como los dos burgueses descritos por Baudelaire, corre la cortina para no ver la mirada de los pobres. Convertida en una palimpséstica imagen literaria, París vive atrapada en la fantasmagoría que, a pesar de los esfuerzos realizados por Benjamin, todavía no se ha desvanecido.
Inmersa en esta fantasmagoría camino por París, siguiendo los trazos de la herencia literaria que la ha construido en su falacia y, a la vez, en su realidad; vuelvo a leer sus relatos en cada uno de las esquinas, en cada bar y en los bulevares, que el caminante descubre inesperadamente a lo largo de su deambular. Así, me encuentro frente al restaurante Procop, símbolo de la revolución, de los ideales de liberté, de fraternité y de igualité, teorizados, soñados y perdidos en las salas del restaurante, donde Voltaire, Rousseau o Diderot transcurrieron tantas horas, antes de que Napoleón se convirtiera en el más ilustre de los comensales. Cruzo el boulevard y me vuelvo a perder por Rue du Bac, Rue de Varenne, Rue de Lille hasta alcanzar, tras recorrer Rue Bonaparte, el Boulevard Saint-Germain; me detengo en la esquina, frente a la terraza, del Cafe de Flore. Me asomo, ante la mirada inquisitiva de un camarero de traje blanco y pajarita negra, para ver el interior del local; los veladores entorno a los cuales, una vez, se sentaron Apollinaire, Max Jacob, los hermanos Giacometti, Boris Vian o Margarite Duras, ahora son ocupados principalmente por turistas, la mayoría de ellos japoneses y americanos, los pocos que todavía pueden permitirse estos lujos. Mezclados entre ellos, en la discreción ofrecida por la ausencia de incómodos mapas desplegables e indiscretas cámaras de fotografía, algunas discretamente enjoyadas mujeres francesas toman una copa de vino blanco, mientras algunos hombres trajeados de mediana edad discuten de negocios con la compañía de un expresso. Sin embargo, entre las mesas ocupadas, hay una que permanece vacía: situada en la esquina, la mesa donde solían sentarse Sartre y Simone de Beauvoir no tiene ocupante, es como si nadie quisiese, como forma de respeto, ocupar su lugar. En la acera de enfrente, está Lipps, la brasería donde Hemingway y Fitzgerald solían cenar, después de la tertulia en el Café de Flore o, pocos metros más allá, en Les Deux Magots, donde era fácil encontrarse a André Gide, Elsa Triolet o Prévert y donde, tras la sombra de Bretón, se reunían el grupo de los surrealistas, así como Capote, Durrell o Margarite Duras.
Abandono aquella esquina, comienzo mi trayecto de regreso; me detengo en La crêperie des pêcheurs, antes de dirigirme hacia el metro. Hace frío, el café ayuda a mantener las manos calientes mientras se camina por unas calles que, a primera hora de la tarde, empiezan a llenarse de gente. En las salidas de aire caliente, en los laterales de las calles, se reúnen hombres y mujeres que, envueltos en raídas mantas, buscan combatir un frío que, sin embargo, en muchas ocasiones termina por vencerles. Los más afortunados, consiguen colarse en el metro, entre la multitud de personas que atraviesan en continuación los pasillos de las estaciones sin prestar atención a quien, desde la esquina, alarga una mano pidiendo ayuda. «Los parisinos no se sorprenden de la cantidad de personas que piden por las calles», me comenta alguien que lleva años viviendo en París; «cada vez hay más gente viviendo por la calle, sin nada», añade. Comienza a llover, el frío arrecia; los cartones ya no son suficientes. También esto es París, esta es la realidad que, alejada de los memorables, a la vez que topificados, enclaves, ignorada por una intelectualidad privilegiada que inscribió sobre un mapa una ciudad inexistente para muchos, sobrevive a los márgenes del imaginario que, a través de poemas, crónicas periodísticas, novelas o ensayos, ha hecho de París una embriagadora mentira.
Diario de una estudiante en Paris: la ciudad que madruga https://www.culturamas.es/blog/2014/02/16/diario-de-una-estudiante-en-paris-la-ciudad-que-madruga/